Moharr significa en la lengua vernácula de las tierras sangrientas Dios, mundo y sexo, que en Ka-Moharr son lo mismo. El prefijo “Ka” funciona como partícula intensiva y privativa a la vez; la afirmación del término requiere su negación y viceversa.
En el rito, los cantos también son salvajes. Se grita hasta hacer sangrar la garganta y se llena un cuenco central que recoge los esputos para ungüentos y bálsamos. Las tripas trenzadas suenan en cadencias caóticas y dolientes mientras un humo denso acaricia el suelo y los cuerpos grises de ceniza. El niño ha nacido y berrea con fuerza en los brazos de su madre. Por el tamaño de la criatura, dos guerreros colosales sospechan y defienden que es suyo. En la disputa el más fuerte le arranca la cabeza y el Moharr al otro con su piedra afilada al grito de la muchedumbre, que celebra la lucha alrededor. El coloso alimenta así de sangre la tierra y se convierte en el padre verdadero. La ceremonia prosigue con el caudillo repartiendo humo y tiñendo finalmente de rojo la frente del primogénito, bautizado como Húlek-Ad.
El tiempo no es medible en Ka-Moharr. No hay estaciones ni más ciclos que el implacable sol y la luna, símbolos de la lucha eterna que cada tarde colma de sangre el cielo. Las generaciones son una constante afirmación del absoluto poder de Moharr, resurgido en cada tensión liberada y en cada prole; también en cada muerte. La existencia en Ka-Moharr se mide en el número de vidas dadas y arrebatadas. Así, por ejemplo, la sacerdotisa Alidhimarr tiene siete nacidos y tres muertos. El maestro de ceremonias Thulmaddir, veinte hijos demostrados por la fuerza y veinte ejecuciones. El caudillo, treinta y dos de cada. El equilibrio de las cifras no es casual. Húlek-Ad, convertido en un guerrero gris y gigante, cuenta ya con la espeluznante y venerada cifra de ciento tres hombres asesinados. Hasta entonces solamente la ficción oral había conseguido arrancarle a Moharr cien vidas, con el epíteto épico Yah-Taluh, que podría traducirse de manera muy imprecisa como la oscuridad encarnada, o la nada en persona, o el hacedor de negrura. La población de Ka-Moharr se mantiene estable, pero desde siempre ha sido más bien reducida, por lo que la sangrienta gloria de Húlek-Ad exige desde hace ya tiempo balancear el número. Esa exigencia por parte de los más atrevidos fue lo que, llegado un punto, incrementó notablemente la cantidad de ritos funerarios; confundir la valentía con la temeridad en Ka-Moharr se paga con sangre. La naturaleza extremadamente violenta de Húlek-Ad tampoco es una razón menor. Pocos insolentes quedan ya en Ka-Moharr que el guerrero tenga que silenciar, pero para mantener su estatus de vez en cuando se ve obligado a hundir su hacha en el cráneo de algún infeliz. Las víctimas no son elegidas por capricho. De su enorme potencia no nace una violencia libre y antojadiza, sino que, al contrario, se ve obligado por ella a derramar sangre con absoluta precisión. Húlek-Ad ha demostrado tener una conciencia moral y una idea de la justicia muy superiores a las que imperan en la tierra ardiente; de entre todos los habitantes de Ka-Moharr elige solo a los más abyectos. Una de sus últimas víctimas sintió la fina línea de la daga en la garganta como una liberación: había cometido filicidio. Otro desgraciado había enterrado vivo a su vecino por un supuesto robo de víveres: matar sin derramamiento de sangre es una gravísima ofensa hacia Moharr. En este caso el ejecutado perdió su última gota de sangre ya bajo tierra.
La demanda más fuerte de equilibrar el número de vidas arrebatadas, sin embargo, proviene del mismo Húlek-Ad, que hasta ahora ha sido capaz de resistir a la terrible pulsión. Conoce bien su naturaleza y su destino, y sin embargo sigue rehuyendo a la preciosa hija del primer nigromante, a la hermosa sacerdotisa Alidhimarr, y en general a todas las mujeres que tienen la suficiente audacia como para olvidar o admirar la violencia y asumir el desmesurado Moharr. Las razones nadie las conoce con certidumbre, pero todos los hechos apuntan claramente hacia una misma hipótesis. En las ceremonias de alumbramiento Húlek-Ad jamás hace acto de presencia. Cuando un niño nace en Ka-Moharr, el violento guerrero se aleja solitario entre las dunas de rubíes para mezclarse con la arena infinita en el eterno desierto. A veces transcurren varias jornadas y pasa las noches enteras mirando las estrellas. Nadie sabe que Húlek-Ad derrama entonces abundantes lágrimas. A los ritos funerarios, sin embargo, acude el primero y con toda diligencia asume las tareas más arduas como en voto de silencio. Conforma la hoguera con entusiasmo y mueve las pesadas piedras disponiéndolas en círculo para el sermón del caudillo. También caza bestias enormes para ofrecer su sangre a Moharr en los sacrificios. Finalmente, abandona el último el lugar de las exequias, con una solemnidad que inspira en todos gran devoción. Algunos incluso ven en él la figura de un futuro caudillo, pese a ser innegablemente guerrero por naturaleza.
La mujer de curvas laberínticas no es del color de la ceniza. Cuando aparece entre las dunas lentamente, a lo lejos, su blancura refulge entre la arena roja, y su melena de fuego para algunos la emparienta con el dios de la sangre. La expectación de Ka-Moharr la recibe con maravilla y recelo. Trae un mensaje al caudillo y, sensata, ofrece su montura al sacrificio. Una vez cumplida su tarea la máxima autoridad de la tribu coincide con la sacerdotisa Alidhimarr en que hay que darle muerte y satisfacer con su sangre a Moharr. El caudillo aprueba su ejecución con una implícita mirada. Alidhimarr desenvaina su daga e inmediatamente su brazo derecho cae plúmbeo a la arena, con el hierro todavía en su mano y un corte limpio a la altura del hombro. La sangre de sacerdotisa llueve sobre el rostro impasible de Húlek-Ad, cuya hacha riega con gruesas gotas la tierra. Alidhimarr cae de rodillas y grita desgarradamente, con la boca rompiéndosele dirigida hacia el cielo. Al poco se desangra ante el examen silencioso de la muchedumbre, desplomándose sobre su propio charco. Arrebatar la vida a una devota de Moharr, y más frustrando la orden de un caudillo, es un delito mayor, pero Húlek-Ad inspecciona todos los rostros, y congruentemente los ojos apuntan al suelo. Limpia la hoja con parsimonia, guarda su arma y da media vuelta. La extranjera sigue de lejos al colosal guerrero, que se para un instante y la rechaza inspirando violencia. Pero la mujer blanca como la luna piensa que cerca de Húlek-Ad está a salvo e ignora su amenaza. Las dunas los acogen y comparten la jornada plácidamente, entre el azul y el bermejo, hasta que el negro comienza a imponerse sobre el horizonte y las estrellas vencen en el cielo. En Ka-Moharr la conjuración ya está en marcha.
Húlek-Ad pasa las noches solo en una especie de jaima. Entre sus telas no se ofrecen más comodidades que un humilde catre a ras de suelo y un jarrón con agua para las libaciones, al que jamás se asoma desde arriba para no verse reflejado. Tal austeridad no es propia de un guerrero, que normalmente se adueña de las riquezas de sus adversarios por derecho de fuerza. Puede decirse que Hulek-Ad es un asceta y un apóstata, una decisión que padece con gravedad, y que lo obliga a ser el más brutal asesino si quiere seguir manteniendo con dignidad su postura, es decir, si quiere seguir con vida. Cada muerte es una moneda que paga y a la que renuncia. Cada mujer y cada hijo que no tiene es un precio aún mayor. Su jaima vacía no es más que un símbolo que se sigue necesario. Hasta ahora ha vencido a cada noche y su silencio doloroso, pero la mujer de pelo ardiente y piel de nácar doblega la voluntad de Húlek-Ad con la magia de otro mundo y lo acompaña esa noche en su lecho. El Moharr colosal como el guerrero responde a la llamada visceral que es ya una guerra, atraído por el núcleo del fuego, y acude a la devastación de las entrañas de un ser minúsculo en su medida, entre sangre y gritos desatados que invocan al mismísimo Moharr en la dolorosa creación. A la lumínica explosión argentada le sobreviene de nuevo el silencio. La mujer se pronuncia finalmente para dar su nombre, Celistés, y le confiesa a Húlek-Ad su origen y su ya cumplido propósito. Proviene de la tierra de la luz, hasta donde llega la historia del colosal e inmaculado guerrero Húlek-Ad, invicto en el amor y la guerra. Sabe que los hijos de Húlek-Ad heredarán algún día la tierra de la luz y Ka-Moharr, el mundo en su totalidad. El mensaje que Celistés trae al caudillo y que a su vez le es transmitido a Alidhimarr es este: para que el número de vidas arrebatadas por el guerrero comience a ser balanceado en honor a Moharr, basta con que el pueblo de la tierra roja le dé buena acogida y le permita habitar en él durante un tiempo. Húlek-Ad comprende de inmediato que en el breve parlamento entre el caudillo y la sacerdotisa se duda de todo lo que Celistés cuenta, pero también sabe que su pueblo es taimado. Caudillo y sacerdotisa no se arriesgan, primero, a que exista otro mundo llamado el de la luz, del que en el pasado ya se habían tenido difusas noticias, y cuya existencia bajo ningún concepto se debe conocer en Ka-Moharr, el único mundo posible; segundo, que sean ciertos los poderes de alumbramiento que Celistés asegura dominar. Su deslumbrante belleza es, incuestionablemente, de otro mundo. Las consecuencias son inasumibles para ambos: Alidhimarr pierde la oportunidad de ser la madre del primogénito de Húlek-Ad, privilegio inaudito; el caudillo ve amenazado su rango si el coloso comienza a tener descendencia y equilibra la escalofriante cifra de ciento tres ejecuciones. Los dos saben lo que deben hacer, la muerte de la extranjera es inminente, pero Húlek-Ad se interpone y la cifra aumenta a ciento cuatro. Esos son los hechos. Al placer y la comprensión le sucede el descanso, y Húlek-Ad comienza a soñar, con Celistés al lado.
Dos silenciosos mercenarios se deslizan entre las telas de la jaima, con sus dagas empuñadas, no sin mucho temblor. Otros dos vigilan fuera temerosos del posible desastre. Dos cortes se ejecutan al mismo tiempo con la justa precisión: el cuello níveo de la extranjera se abre en horizontal y de él mana una densa cascada granate en la oscuridad; el temible Moharr del guerrero es seccionado y una fuente brota como la explosión de un gran volcán. La mujer yace inerte en el lecho, y el mutilado decapita a los dos condenados en un solo movimiento. Húlek-Ad nunca duerme tan profundamente, pero siempre duerme armado. Los dos vigilantes corren despavoridos al intuir los hechos. En el interior se despliega un charco cada vez mayor y el colosal guerrero comprende que no volverá a luchar jamás. Su sangre no deja de brotar, fundiéndose con la sangre del cuerpo al que ha amado y con la de sus verdugos. Finalmente, de rodillas y en silencio, la pierde toda.
Con los primeros despuntes del nuevo día y el cielo todavía encarnado la gente se acerca a la jaima, que es una roja marea. La muchedumbre aglutinada decide sin discordia retirar las telas y develar el terrible escenario. La sangre forma una pequeña laguna en la que flotan los cuerpos vaciados. Abren paso al caudillo que, en marcha solemne y dejando el rastro de un humo denso, se aproxima al descomunal Moharr y lo rescata de la superficie elevándolo hacia el cielo, todavía chorreando. El caudillo revela entonces su verdadero nombre, Possestés, el mensajero. Pronuncia un indescifrable discurso que encandila el ánimo de todos los habitantes de Ka-Moharr, postrados ante la monstruosa y sangrante figura, profiriendo gritos salvajes y desgarrados. Saludan la llegada de Moharr, hasta ahora prisionero del guerrero colosal, encarnación del dios en las tierras rojas y libertador en la unión con la mujer luminosa, según el sermón de Possestés. Es el primer día de la era Húlek-Ad, precursor del tiempo y su medida. La ceremonia funeraria exige incontables soles y lunas, infinitas luchas y sacrificios. Moharr ocupa el centro de los ritos de la sangre, separado ya para siempre del cuerpo del guerrero Húlek-Ad. La desintegración deja en su lugar el gigantesco símbolo tallado en roca, construido bajo el imperio de Possestés, voz de Moharr en la tierra roja. Su altura escapa a la comprensión de cualquiera. Alrededor de la roca Moharr acontecen los combates y las libaciones, los discursos del caudillo, las ejecuciones, las uniones luminosas y los alumbramientos. Húlek-Ad salva su fatal destino con uno mucho más abominable, ser eterno por un instante.
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