Lina Alonso es una poeta nacida en Bogotá, Colombia, en 1994. Fue parte del equipo editorial de El Malpensante. Ha colaborado con Vice, Razón Pública y El Espectador. Escribe y toca guitarra. Presentamos una selección de poemas de su primer libro, Las devastaciones, editado por Matera Libros.
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Agosto 30
Tengo un buen presentimiento.
Subo y bajo andenes al gusto.
Hoy murió Gorbachov,
ayer besé a un pelado que se sabe el nombre de los árboles,
antes de ayer se mató C.
Perdón,
pero todo se me antoja en su sitio.
Incluso esas extranjeras que viajan por el mundo para escapar de ellas mismas.
No terminé de leer la Reforma Tributaria,
no sé en qué va la guerra en Ucrania,
ni me sé el nombre del más reciente feminicida.
Solo sé que hoy le siguieron metiendo billetes chimbos a la tomba que cobra por no hacer su trabajo, y eso, que los chimbeen, me parece absolutamente consecuente y por eso hermoso.
La gente blanca seguirá enamorándose de la gente blanca y tranquila, y no puedo hacer nada para que eso cambie porque muy pocas veces se quiebra el pacto de clase.
Por ahora, seguiré subiendo y bajando andenes al gusto y que la guerra siga desollando margaritas. Me tiene, a esta hora, bajo este preciso sol, sin cuidado.
Perdón.
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Astra
Me dices que la luna es la tilde de la tierra
y miras al cielo cortado por los cables
bulloso de helicópteros y aleteos instantáneos.
Te miro
y quiero aprenderte esa forma
de acentuar la vida
sobre este fatigado punto final, , este globo
que no cesa de pegarse dentelladas en perpetuo canibalismo.
Para ti derramo mi corazón entre tus manos.
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Chuntaquear
Al viejo lo abandonaron en un potrero a sus nueve años,
lo tiraron al páramo con un saco de lana y los mocos pegados al frío.
Dejó los cuadernos, los Con Permiso y le lanzó una pedrada a la profesora que le negó la entra- da al colegio.
Huele a orines, limpie los zapatos, sentenció antes de sacarlo de una oreja.
Huyó de nuevo al monte y se quedó a dormir entre chamizos hasta que tuvo más edad para
la carga, mientras ganaba más altura para el hambre y el quite.
Se crió como un salvaje y como un salvaje vivió.
De niña, recuerdo la manías de ese abandono, me enseñó a hacer guaridas con pasto y ramas secas entre los carrizales,
a reconocer gorriones y escuchar el merodeo de las chuchas, tenía el tiro para espichar guargue- rones, para tensar el miedo entre los dientes. Me dejó pistas para odiarlo, olvidarlo, recurrir al lugar común de matarlo en los poemas, luego traerlo de vuelta y fundirnos en un abrazo largo.
Un día me contó que aprendió a chuntaquearle a una vecina las cuajadas que dejaba colgando cuando pasaba por Viracachá.
Chuntaquear no existe en el diccionario como lo usaba.
Chuntaquear era, para él, bajar con una vara la comida de los zarzos.
Se metía de noche en las fincas y, después de limpiar despensas, se cargaba par gallinas, no sin antes chuntaquear lo que dejaran en los colgaderos de madera.
Sus manos de fique, ásperas de costumbres y máquinas,
el parentesco de sus dedos con la lluvia —siete grados más abajo de lo normal, hechas para espantar fiebres y delirios—, dejaron, hace años, de enfriarme los cabellos, los churcos, como les decía.
Con su muerte se fue Chuntaquear, también se fueron las palabras Sute, Chirlobirlo y el jugo horrible de Chumbimba. Ahora se dice niño, pájaro y nadie, menos mal, prepara jugo de arveja.
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Coyoacán 2022
Ayer me preguntaron por los escritores de mi país,
les dije que están publicando sus libros,
ganando sus becas,
terminando sus tesis,
arreglando su sonrisa,
mejorando su dieta,
yendo a terapia.
Siempre están gestionando, tramitando, vinculando
sus afectos como si fueran corporaciones bancarias
—con mi furia me basta y camino feliz a la
obsolescencia con ella—.
Están a la altura de las circunstancias
y yo en la bajeza de un viernes entre las cobijas,
con mis dientes cepillados y listos para apretarlos
dormida.
No tengo mucho y cuando tengo lo regalo, todas
mis amigas tienen mi ropa, a una le dejé
mi casa, a otra mi gato, y a todas mi corazón ya
usado,
que es a veces como un miquito trepando un árbol
de guayaba del que a veces se resbala.
Dos trotskistas me recibieron en su piso,
los dos tiemblan mucho,
así que les ayudo a armar los baretos.
Me dicen Chamaca
y me siento como si fuera la perra.
Veeeeeen, chamaca
¡Chamaca, no! No metas las narices en la basura.
No me molesta la idea de ser una perra,
más me molesta la idea de que una perra se levante
un día siendo humana,
pobre criatura.
Me siento con mi elote en un andén y pienso en
Hunza, en el peto, la mazamorra del Claret
y no siento nostalgia, siento llenura.
Si todos somos hijos del maíz es la respuesta que
no busco pero que me encuentro en la tusa.
Igual, puede ser que a esta hora una ballena esté
desayunando en su casa un tazón de
cereal mientras mira un documental sobre mi vida
y, con ese consuelo, retaco el pasaje del bus que me
lleva ni puta idea a dónde
porque no conozco esta ciudad.
***
La abuela Rosa
Chusmera, cachiporra, roja y lenguilarga,
india yerbatera, sibila y mirla,
de ella este no agachar el cuello,
este abrir a cabezazos las puertas de la percepción,
para que las bestias duerman en mi patio.
De ella el anhelo de ser prado donde la luz madura.
Por ella esta determinación
de que algún día un samán sea mi patria.
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