Hace ahora un siglo, París era la capital cultural del mundo entero. En sus cenáculos artísticos y literarios, creadores llegados de todos los confines del planeta se daban cita e intercambiaban ideas en uno de los grandes periodos de la historia de la humanidad: el de las vanguardias parisinas. Todo eran visiones radicales, experiencias por territorios nuevos.
Cuando arribó el irlandés, quienes conocieron a Amedeo Modigliani aún lloraban su muerte. El más autodestructivo de los grandes artistas de entonces se mató de tanto darle al frasco. Aún gusta imaginarlos a todos bebiendo esa absenta de Montmartre que daba el puntito exacto entre el vanguardismo y la bohemia. ¡Cuánto le hubiera gustado al gran Guillaume Apollinaire, primer defensor del cubismo, ser testigo de todo aquello!
Desde que los fauvistas emergieron a principios de siglo con sus colores brillantes y formas apenas trazadas —“bestias” (fauves en francés) les llamó la crítica—, todo han sido rupturas, desafíos a lo establecido: el cubismo, el futurismo, el dadaísmo, el surrealismo… Desde el último 15 de octubre es el tiempo de la revolución surrealista. Fue entonces cuando André Breton publicó su primer manifiesto: “Tanto va la fe a la vida, a lo que en la vida hay de más precario —me refiero a la vida real—, que finalmente esa fe se pierde”, empiezan esas páginas de Breton, que, como su principal ideólogo, se arroga desde el primer momento el puesto de vigía para la salvaguarda de la ortodoxia surrealista. Es él el que decide quién pertenece, y quién no, a la última vanguardia.
“El hombre, soñador impenitente, cada día más descontento de su suerte, da vueltas fatigosamente alrededor de los objetos que se ha visto obligado a usar y que le han proporcionado su indolencia o su esfuerzo; casi siempre su esfuerzo, ya que se ha resignado a trabajar, o, por lo menos, no se ha negado a tentar su suerte (¡lo que él llama su suerte!)”.
El surrealismo, aunque con el tiempo habrá de considerarse un movimiento pictórico —su pintura incluso llegará a ser relativamente popular, por ser la más figurativa de todas las vanguardias—, lo cierto es que nace siendo un movimiento literario: Louis Aragon, Paul Éluard, Tristan Tzara son algunos de los poetas. Se trata, básicamente, de la exteriorización, mediante el lenguaje, del alma del sujeto, un alma que nunca se serena. Estamos, por tanto ante una de las primeras herencias de Freud, quien ya se perfila como uno de los autores que marcarán la pauta en el Siglo XX.
El primer número de La Revolución Surrealista, publicación, más o menos esporádica, que será el órgano de expresión de los nuevos vanguardistas, estuvo al cuidado de Benjamin Péret y Pierre Naville. Aunque la densidad de sus textos es notable —hay más columnas que viñetas— sí que pueden verse ilustraciones de Giorgio de Chirico, Max Ernst, André Masson y el fotógrafo estadounidense Man Ray. Puesto a la venta el pasado primero de diciembre, en uno de sus lemas aseguran que es precisa una nueva declaración de los Derechos Humanos y que se impone trabajar por ella.
Ahora bien, esto no quita para que, a decir de Breton: “El acto surrealista más simple consiste en bajar a la calle con el revólver en la mano y disparar al azar todo el tiempo que se pueda a la muchedumbre”. Los artículos de la revista tratan sobre la violencia, la muerte o el suicidio. Preponderan entre ellos los informes policiales. De hecho, los surrealistas se muestran en una suerte de orla, cuyos retratos rodean la foto de la ficha policial de Germaine Berton, absuelta en esos días de un caso de asesinato. Ni que decir tiene el escándalo que toda esa literatura provoca a la burguesía. Sin embargo son ellos, los mismos satisfechos en todos los órdenes de la vida, los primeros coleccionistas del arte surrealista.
“Automatismo psíquico puro, por el cual se pretende expresar, sea verbalmente o por escrito, el funcionamiento real del pensamiento”, se propone en el manifiesto. “Un dictado de la mente con la ausencia total de cualquier control ejercido por la razón, al margen de toda preocupación estética o moral”.
Max Ernst, otro surrealista de primera hora —conmemorado estos días, con motivo del centenario, con una espléndida exposición que descubre su obra en el Círculo de Bellas Artes de Madrid—, sostiene: “Gracias a la escritura automática, los collages, los frottages [colocar tablas rugosas bajo una hoja de papel y frotar sobre éste la mina de un lápiz] y todos los procesos que alimentan el automatismo y el conocimiento irracional, se llega al origen de ese extraordinario universo invisible que es el inconsciente, para luego representarlo en toda su realidad”.
Ni que decir tiene que Salvador Dalí y don Luis Buñuel también fueron surrealistas de primera hora. El maestro de Calanda, que muchos años después, la última vez que vio a Breton, escucharía al guardián de la ortodoxia surrealista lamentarse de la pérdida de la capacidad para el asombro por parte de la burguesía, siempre sostuvo que “el surrealismo fue un movimiento poético, revolucionario y moral”.
Breton emitió un segundo manifiesto surrealista en 1929. Pero lo más probable es que el surrealismo muriese cuando la mayoría de sus integrantes se hicieron comunistas. Comunistas ortodoxos. ¡Estalinistas ni más ni menos! Solo Breton y algún otro fueron trotskistas, que entonces pasaban por ser los buenos. Se dice que les cautivó la idea del hombre nuevo del ideal comunista. A mi entender, lo que comprendieron es que no hay nada que escandalice a la burguesía más que el “terror rojo”. De escribir en La Revolución Surrealista a hacerlo en L’ Humanité, cuando era del PCF, va un trecho.
Magritte, otro de los grandes de aquel automatismo ajeno a la razón, hoy inspira un avión de Brussels Airlines en el que ha tenido el orgullo de volar mi menda.
Y hoy se califica como realismo mágico —el ya manido realismo mágico, que también toca tan de cerca al comunismo— a cualquier manifestación del subconsciente sin el control de la razón por medio. La historia se escribió hace ahora un siglo, cuando la burguesía aún se escandalizaba ante la creación artística. Y el hombre era un soñador impenitente, que no un materialista dialéctico.
Hay otros mundos pero están en éste…