Sevilla, la Sevilla que tanto admiro, la ciudad andaluza a la que hace treinta años dediqué La piel del tambor y El oro del rey, no es lo que fue. Sigue siendo un lugar bellísimo, y pasear por ella me llena de optimismo el corazón y la cabeza; pero el turismo descontrolado que inunda Europa, las masas de gente que bloquean cada espacio, cada calle, cada rincón, ponen difícil mantener intactos los viejos afectos. Si esto fuera simple percepción mía, no tendría mayor importancia, atribuible sólo a la natural melancolía de quienes viven lo suficiente para asistir al ocaso y desaparición de personas y lugares que amaron. Nada fuera de lo común en la historia de la Humanidad. Pero son los propios sevillanos, los de toda la vida y los de ahora, quienes sienten lo mismo. Acabo de pasar allí unos días, como hago de vez en cuando, y he hablado con mis amigos y conocidos. Es cierto que esa clase de turismo beneficia económicamente a la ciudad, al menos de forma inmediata, como ocurre con otras en España y Europa: Lisboa, Venecia, París, Atenas… Pero las transformaciones que el fenómeno impone, la reconversión de lo propio y tradicional para adaptarse a las exigencias de masas de visitantes matan esencias e igualan lugares: las mismas tiendas, los mismos sitios para comer, la misma gente en todas partes. Ni la belleza ni el carácter de una ciudad pueden sobrevivir a cinco, diez o veinte mil turistas volcados sobre ella cada día desde trenes, aeropuertos y cruceros.
También en Sevilla quedan fronteras de ésas. En retroceso, pero quedan. Hay zonas, barrios, lugares, perdidos para siempre: pero en otros, si uno presta atención, aún es posible percibir lo que Antonio Burgos clavó, magistral, en pocas líneas:
—¿No hueles los jazmines?
—¿Qué jazmines, si no hay?
—Los que estaban aquí antiguamente.
Acabo de estar en una de esas fronteras sevillanas donde aún huelen los jazmines. O para ser exactos, los claveles. En la plaza de los Terceros, pegado a la librería de segunda mano, Santi, el dueño de la vieja taberna —su madre se sienta puntual cada mañana en una mesa junto a la barra— me pone una manzanilla de Sanlúcar y unas espinacas con garbanzos, y comentamos, como de costumbre, las cosas de la vida. Aquello todavía es Sevilla de verdad, con un clásico matrimonio de edad —encorbatado él, arreglada ella— que toma el aperitivo, dos vecinos que hablan de fútbol, tres funcionarias de algo cercano y un guiri rubio, despistado, solitario, que sonríe a todo el mundo. Mientras que a veinte pasos exactos, al otro lado de la imaginaria frontera entre las dos Sevillas, una cola enorme de turistas aguarda en la calle para entrar por pequeños grupos en el Rinconcillo, bonita y famosa taberna de toda la vida. Y estoy en ésas cuando un vecino —maduro, flaco, cabreado— entra donde Santi, pide un chato de vino y mira despectivo hacia la otra taberna. «Vivo encima —me dice—, llevo veinte años tomándomelas ahí, y ahora dicen que haga cola para entrar. Y ahí se va a poner la madre que los parió. Debería el ayuntamiento dar carnés a los que somos de aquí: Este fulano tiene derecho a saltarse la cola, coño. Que esto ni parece Sevilla ni parece ná».
Pues eso. A este lado todavía, en la taberna de Santi. En la última frontera.
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Publicado el 5 de diciembre de 2024 en XL Semanal.
Soy sevillano y do fe de lo que dice el maestro Pérez-Reverte. Hay aún dos Sevillas, la una, como la casa tomada de Cortázar, en la que cada día más aceras y calles o barrios enteros van convirtiéndose en el Parque Temático Sevillano y el resto de nuestra ciudad, que aún sigue siendo patrimonio de los sevillano y asimilados. Y lo malo es que sospecho que no hay medicamento que revierta esta infección hasta dejarla en modo residente pero sin mayores consecuencias. No, sospecho que esto progresará hasta que nos quedemos todos en las afueras mirando hacia donde estuvo una vez donde siglos nuestra ciudad, que ya no lo será, nuestra, ya más.
Eso esta pasando en todas partes. Ya sea por culpa de la opinion de la supuesta Inteligencia Artificial, los me gusta, de cualquier red social, o los no te puedes perder. Pero cuando encuentras un sitio limpio, como lo de Santi, ¡¡!No lo cuentes!!! Se mas cabron y guardalo para ti, si no, la próxima vez no pondrás sentarte alli.
Por cierto esas espinacas pintan bien. Abra que ir a probarlas. Muchas gracias.
Bueno, comienzo el desayuno viéndome retratado por don Arturo: asocial, reaccionario, cabrón y viejuno. Y me río. Con ganas. Tengo que admitirlo, me falta el espíritu cardumen que acompaña a la mayorìa de contemporáneos. Que acompaña o que es intrínseco a ellos.
Todavía hay últimas fronteras pero pocas. Todavía se puede recorrer, sin un alma, el puente Vecchio a las siete de la mañana en un dìa de principios de primavera. Todavía se puede uno perder por inóspitas calles venecianas lejos del hormiguero de la plaza san Marcos, que la deberían llamar plaza de Oriente. Todavìa hay en la plaza de san Marcos dos museos que casi no visita nadie.
Porque, hacer cola se ha convertido en un placer, en un éxtasis de las masas. Y lo saben. He ido muchas veces al Museo del Prado. Hace treinta años no era como ahora. Me dió hace dos o tres semanas el capricho de ir, por ver un par de cuadros muy curioso, uno de ellos en cesión temporal. Quise evitar colas y saqué mi entrada por la web anticipadamente para un día concreto. ¿Cómo es posible que, con entrada previa, tuve que sufrir tres colas? Es una verguenza. Luego, ya dentro, no te puedes ni acercar a determinados cuadros, casi ni verlos de lejos, como las Meninas. Eso sí, hay otros a los que no se acerca nadie.
Pero, les voy a contar algo que reafirma lo del espìritu cardumen o rebaño. Hagan la prueba en cualquier museo. Elijan un cuadro o escultura a la que nadie preste atención. Párense a contemplarla. Se le irán sumando, en indeseada compañía, primero alguien, luego unos pocos y, más tarde, serán multitud. Este mismo efecto se puede descubrir también en los supermercados y en los escaparates de las calles.
He determinado que no voy màs al Prado. Incluso el hace años no visitado museo Sorolla, es ahora intransitable. Ya no huele a jazmines ni en el Prado, ni en el Sorolla, ni en la mayorìa de museos. Les recomiendo vivamente un libro delicioso, escrito por otro asocial, Jean Clair. Se titula «El malestar en los museos». Refleja fielmente todo esto y màs.
El turismo de masas es una maldición y revela la incapacidad de los políticos para generar economía sana que no recurra al tan manido turismo. Madrid, Barcelona, Sevilla, Cáceres, Toledo, Segovia… se han convertido en parques temáticos, reinos de las franquicias e imperios de la hamburguesa de plástico.
Pero aún es posible viajar a ciertos lugares y visitar, en medio del campo castellano, lejos del tan manido camino principal de Santiago, de ermitas románicas y comerte un bocadillo de chorizo acompañado de un buen queso y de una bota de buen vino, sin codazos, agobios, tráfico y guiris analfabestias, admirando el paisaje libre de humanos y admirando la arquitectura medieval. Está claro, soy un asocial y… viejo.
Pero… huele a jazmines… en la última frontera…
Saludos.