Jorge Freire ha escrito una historia sobre el desarraigo, las ausencias y los desencuentros a través de cuatro escritores que siempre se sintieron fuera de lugar: P. G. Wodehouse, José Bergamín, Edith Wharton y Vicente Blasco Ibáñez. Un libro, pues, sobre todos aquellos que conviven a diario con esa cosa extraña que habita su interior.
En este making of Jorge Freire explica los motivos que le llevaron a escribir Los extrañados (Libros del Asteroide).
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Podría ponerme moños al hablar de Los extrañados y decir que su “primer latido”, por decirlo con la expresión de Nabokov, resonó en mi cabeza en medio de un rapto de inspiración. Pero la realidad, qué le vamos a hacer, es mucho más prosaica.
Pero no por ello la inspiración —si tal cosa existe— me pilló leyendo, sino caminando.
Hay dos tipos de escritores: los que piensan sentados y los que piensan de pie. Entre los primeros descuellan, de Santo Tomás a Cyril Connolly, prosas rollizas y suntuosas, de una adiposidad casi sublime. Es como si hicieran falta generosas posaderas para hincar así la pluma. Los segundos escriben en movimiento y saben, como intuyó Nietzsche y patentizaron Walser y Handke, que los mejores pensamientos son los pensamientos paseados. Algunos, como Henry Miller o Claudio Rodríguez, incluso escribían andando…
Yo pertenezco al segundo grupo. Me tienta la butaca, por supuesto, y en ocasiones daría rienda suelta a las arborescencias de la prosa, pero me basta una caminata para sacudirme esas tentaciones. La postura determina la prosa.
Churchill decía que su secreto era el deporte: no practicarlo nunca. Y fue precisamente en una de mis caminatas, que es mi único deporte, si es que deporte es, cuando se me vino a las mientes un recuerdo sepultado durante años.
Tuve un vecino hace casi dos décadas que respondía al nombre de Mickey. Ya murió. Era un cardiólogo estadounidense que había venido a pasar sus últimos años a nuestro país. Un buen día me lo encontré en el descansillo y me preguntó por el libro que llevaba en la mano. Era una novela de Wodehouse. Ignoro cuál —durante el segundo o tercer año de la carrera debí de leer unas veinte—, pero me imagino el amarillo chillón de la edición de Anagrama. Entonces me dijo que él, muchos años atrás, había tratado al autor.
No entró en muchos detalles. Doy por hecho que yo iba con prisa, como de costumbre, y que fui el que zanjó la conversación. Pero varios días después volvimos a encontrarnos y le manifesté mi curiosidad por el tema. Acabamos en una terraza del barrio. Resultó que ese viejecito con la piel arrugada y llena de manchas había sido joven in illo tempore, y que, como yo, había leído con fruición las novelas de Wodehouse. Corría el año 1958 o 1959 y Mickey estaba pasando las vacaciones en Nueva York en casa de su hermano mayor, que había hecho fortuna con una empresa de lavado de coches. Una mañana se le ocurrió tomar el bus camino de Remsenburg, un pueblecito de los Hamptons a una hora de distancia, y visitar a su ciudadano más ilustre.
Al parecer, Wodehouse lo recibió con una sonrisa fatigada pero amable. Eran frecuentes las visitas de lectores, fans y aspirantes a escritor. Pero Mickey se las arregló para captar la atención del maestro hablándole de The Little Nugget, Fish Preferred o Hot Water, libros raros que muy pocos habían leído. Por la razón que fuese, a Wodehouse le cayó en gracia y las visitas a la bonita casa de estilo Tudor se repitieron. A lo largo de tres semanas tomaron el té en media docena de ocasiones. Pero en la última merienda, el día antes de que Mickey terminase las vacaciones y volviera a la Universidad, tuvieron un lamentable desencuentro.
¿Qué le había ocurrido exactamente para verse obligado a abandonar Inglaterra?, preguntó a Wodehouse. Mickey percibió entonces un cambio de expresión en el escritor y trató de rebajar la brusquedad de la pregunta con otra en forma de chiste: ¿Acaso algunas de sus bromas habían ofendido a la reina? Wodehouse respondió secamente que no sabía si la reina seguía contándose entre sus lectoras.
Terminó el verano y nunca volvieron a verse. Mickey tardó mucho tiempo en descubrir que detrás de la extraña hosquedad de Wodehouse había un tremendo drama personal. ¿Cómo iba a saber que el personaje más quintaesencial de la cultura británica, un tipo que entretenía a pueblo y a corte, que había alumbrado el arquetipo de lo British y que él mismo era más inglés que un casco de bobby, se hubiera convertido en un enemigo de la patria? ¿Que el humor inocente y afable que deleitaba a millones de lectores lo había convertido en un apestado? ¿Que, de novela en novela y de broma en broma, a Wodehouse le había estallado la Segunda Guerra Mundial y había acabado en un campo nazi contando chistes? ¿Que el mundo tiene un extraño sentido del humor y que las bromas, a veces, no son bien recibidas?
Me conmovió la peripecia de Wodehouse. Y de ahí salté a otros seres extrañados. El poeta Bergamín, después de tres exilios, sintiéndose “peregrino en su patria”; el “exilio doméstico” de Edith Wharton, que erigía un fortín y una tronera donde solo había una cárcel; el retiro de Blasco Ibáñez en Fontana Rosa, una villa edificada en la Costa Azul a imagen y semejanza de su Valencia natal, que ya no tenía sitio para él… Los cuatro eran escritores, y los cuatro, cada uno a su manera, hincaron la pluma para esclarecer el desarraigo y el descuajamiento que sentían en lo más profundo del corazón.
Chesterton decía que a cada época la termina salvando un pelotón de seres inactuales. Es curioso que estos cuatro extrañados, que tan difícil encaje tuvieron en su tiempo, tengan tanto que enseñarnos en el nuestro.
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Autor: Jorge Freire. Título: Los extrañados. Editorial: Libros del Asteroide. Venta: Todos tus libros.
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