Los visitantes pasean desconcertados. En el patio se detienen ante la barca flotante, colgada sobre un Cadillac que lleva en el morro la estatua de una reina desnuda y voluptuosa. Luego deambulan entre cráneos de mamut, maniquíes, farolas, rostros de piedra que gritan angustia, marañas de hiedra, una explosión de imágenes que se desparraman por el laberinto, con jirafas, espejos, pollas, caracoles, cristos, raspas, autorretratos con bacon frito, narices desmaterializadas, cuerpos derretidos, cipreses, hormigas, gotas, lenguas, pulpos, coños, trompas, huesos, huecos, huevos.
En su museo de Figueres los adultos observan los montajes, se ríen, a veces bufan, pero nadie dice aquello de “esto lo haría mi sobrino de 6 años”. Un niño de esa edad pregunta a su padre por qué hay un coche en el patio. Me fijo en los niños de 3 o 4 años: no parece que este museo les sorprenda demasiado. Andan por ahí, sin hacer mucho caso; o haciendo el mismo caso a un torso de mujer con cajones en el pecho que a los mocasines con borlas de un visitante. Quizá será porque para los niños de 3 años toda esta explosión surrealista no se distingue del mundo que andan descubriendo. Las imágenes del mundo cotidiano, sus reglas y sus relaciones deben de resultarles tan imprevisibles como las obras de Dalí. ¡Qué edad! En cambio, la extrañeza del niño de 6 años —¿por qué hay un coche en el patio?— implica que ya conoce las reglas: ya ha asumido el mundo.
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