Quique agradeció que el café itinerante de Raquelita camuflase el olor del incidente. El enfermero había puesto rumbo al cuarto en el momento en que escuchó la voz resignada de la auxiliar al otro lado del auricular. Una vez dentro, comprobó que Dolores aguardaba en el sillón a que el lecho fuera habitable de nuevo, como un niño en la fila del cole que espera la señal de la hora en punto. La luz velada de la lamparita resaltaba sus ojos del color del oro viejo, encima de una nariz arrugada y moteada de pequeñas venas rojas. Agachó la mirada en cuanto vio al enfermero, avergonzada.
—Sí, sí. Pasan cuando uno deja que pasen —matizó Raquelita mientras mullía la almohada—. Está rebelde, te lo digo yo.
La auxiliar susurró esto último en el oído de Quique antes de abandonar la habitación con las sábanas sucias. Él sonrió al ver su boca manchada de chocolate; si no fuera por sus galletas caseras y su sabiduría categórica, los turnos de noche en la residencia serían insoportables. Una vez que las quejas de la auxiliar se habían evaporado al fondo del pasillo, Quique tomó asiento en la cama frente a la anciana.
—¿Qué tiene, Dolores?
Ella esquivó su mirada. Sus manos, posadas sobre el regazo, tensaban el camisón, y sus piernas, desnudas y rociadas de varices, caían hacia un lado, como si también ellas desviaran la atención del asunto. Su cuerpo se revelaba débil a través de la respiración fatigosa, lo que encendió una llama de ternura en el enfermero.
—¿No me contestas? —insistió.
Dolores cerró los ojos con fuerza, como si reprimiera el dolor, y se abrazó a sí misma. A sus ojos, una muestra de lo desamparada que estaba; un cachorrillo que enseñaba todos los trucos en busca de un premio de consolación.
—Si no me dices qué quieres, no te podré ayudar.
Ella dudó un instante, pero finalmente cedió.
—Esta habitación no me gusta. El cambio me ha puesto nerviosa.
—Esta es mejor. Tiene jardín y está más cerca de la sala común. ¿Cuál es el problema?
Dolores no contestó, pero se sentó en la cama, junto a Quique.
—Yo quiero la treinta y seis —murmuró.
Quique le ofreció un vaso de agua, pero ella lo dejó caer. El líquido se derramó sobre las sábanas recién cambiadas. El enfermero exclamó un improperio y recogió una parte del vaso, ahora hecho añicos en el suelo. Descolgó el teléfono de la habitación y llamó de nuevo a Raquelita, que unos segundos después entró furibunda en el cuarto.
—Dale la habitación —ordenó—. Esta noche. Que no nos toque más las narices.
Unas horas después, cuando despertó, Dolores sintió un poco de frío. La auxiliar entró en su dormitorio y levantó las persianas. La ayudó a incorporarse y le echó un chal por los hombros.
—¿Tiene hambre esta mañana, Dolores?
Ella no contestó, sino que se levantó a toda prisa. Con los pies aún descalzos, avanzó hasta la ventana y se asomó con ilusión infantil. Sin duda, estaba en la treinta y seis. Al otro lado de la calle, los niños de preescolar entraban a toda prisa al colegio con sus uniformes oscuros. Esperó durante unos minutos hasta que unas pocas cabecitas asomaron en la ventana del primer piso. Uno de los niños buscaba algo al otro lado del cristal. Dolores alzó una mano y lo saludó con energía. Cuando sus miradas se encontraron, le sonrió el corazón. Lo había echado tanto de menos. Estaba más guapo que nunca, con su jersey, su pequeña corbata, el cabello peinado hacia atrás y esos singulares ojos del color del oro viejo.
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