Pues claro que tengo miedo. Presupuestos, cerrajeros, técnicos de humedades, obreros que se presentan con la bragueta abierta (los dos, increíble casualidad; ¿no es un poco como encontrar un trébol de cuatro hojas? ¿No me dará suerte? Yo creo que sí). “Soy un crack”, me dice el segundo especialista en persianas metálicas, el que logra recuperar el cierre antiguo del local y restaurarlo. “A mí me viene muy bien que seas un crack, pero que no se te suba a la cabeza”, le vacilo. Finjo que vuelvo a mi móvil, a mis cosas, pero no puedo fijar la vista: tiemblo de contenta. Estoy fingiendo ser seria, lista, práctica, y cada vez es más creíble. Hasta yo me pienso que sé cómo tratarlos, lograr el equilibrio entre ser seria, firme y simpática. Les estrecho la mano con brío, apretando mucho. Les río alguna gracia, pero hasta un punto. El obrero suelta una broma racista. “Ese humor en mi local no lo quiero, ¿eh?”. Pero lo digo con una sonrisa tensa. ¿Timaginas que me dejan el arreglo a medias?
Se me ocurre un libro: un local en el que nunca acaban las obras. La dueña batalla, ama, odia, se hace familia de los técnicos y los obreros. Al final van juntos a un karaoke. La novela se llama “Facturas que me desgravo”. Pero no, mejor no crear una ficción que se materialice. “Decretas y co-creas”, decía la madre New age de mi amigo Arturo. Nosotros nos reíamos y susurrábamos: “Decretas y cocretas”. Pues claro que tengo miedo. Hablamos de tiempos que no suelo manejar: tratamiento de capilaridad en pared, espera de 6 meses, secado, análisis del porcentaje de agua. Garantía de 30 años. En el futuro yo escribiré aquí, y ese aquí será bonito, cálido, seco. Me tranquilizo pensando que casi seguro que posteridad viene de postre, o al revés. Y un postre está dulcito.
No explicaré la burocracia, que a nadie le importa y a mí me angustia. No explicaré el milagro. Me digo que si tengo mucha suerte es porque durante bastantes años tuve muy poca, a veces ninguna. Y en un momento, cuando mis ojos vieron un rabillo de suerte que asomaba, me agarré con ambas manos, apreté fuerte y tiré. Eso es lo que hago ahora. Tirar, tirar de las cosas que quiero. El caso es que el local es mío. Y ese local es ahora mismo una ruina desangelada que, sin embargo, visito una y otra vez, a veces varias veces al día, sin podérmelo creer. Justo antes de ir hacia la charla que doy esa tarde, abro la reja, la puerta, me asomo una vez más. Respiro el aire húmedo y polvoriento intentando no mancharme el abrigo.
En el coloquio se habla de ser mujer y escribir, escribir y ser mujer, y del cuarto propio. Recuerdo al capataz de mi obra en curso que, a su vez, es racista también, y trata regular al obrero, también racista en casi todos sus chistes, y pienso hasta dónde puedo protestar, y pienso, pienso: “¿A quién precariza mi cuarto propio?”, Lo digo en voz alta, pero, por las caras de extrañeza de mis compañeras, entiendo que no es un comentario muy oportuno. Estoy a punto de hundirme un poco más en la cuestión, de hablarles de la cara de mala hostia que tiene el capataz, de esa duda que flota en el aire de cuánto dinero del que yo he pagado irá directamente a sus manos y cuánto se irá a la empresa.
Termina el coloquio, la gente aplaude, me veo sacándome fotos de grupo con gente que no sé quién es. Sonrío, porque es mi trabajo charlar y agradar. Se me acerca una mujer rubia, muy agradable, muy agradecida, con una niña al lado. “A la niña la he traído a la charla por una cuestión de conciliación. Su padre iba a un funeral, y le dijimos; ¿Qué prefieres, funeral o charla de escritoras?”. La madre lo repite varias veces, un poco apurada. Es de estas cosas que, si la colase en una ficción, resultaría inverosímil. Le daba cosa traer a su hija, que no llega a los diez años, a una charla en la que tres escritoras íbamos a desgranar el pan podrido y las rosas mustias del oficio. Yo, la verdad, he visto bastante luz en el coloquio: hemos explicado lo mejor que hemos podido cómo coger el cuchillito para quitarle al pan la parte con hongo, verdosa. Cómo tostarlo para que parezca nuevo. Untarle la mantequilla. Dejar los pétalos más tersos de las rosas. A la niña le han traído rotuladores y papel para que dibuje, para que no escuche demasiado. La niña dice que su autora favorita es Agatha Christie. La miro sin dar crédito, curiosa. “¿Cómo te llamas tú?”, le pregunto. Resulta que se llama, precisamente, Ágata. Ajá. Me mira orgullosa. Ojitos que dicen: “Estoy predestinada”. Es majísima. Quiere subir al escenario, ahora vacío, pero le da corte. No sabe qué hacer una vez arriba. Le digo: “Sube y di el título que te gustaría que tuviese tu primer libro”. Se lo propongo a pesar de que minutos antes, en la charla, he dicho que mi relación romántica más larga y tóxica ha sido y es con la literatura, con la idea de la literatura, con el sueño romántico-paralizador de escribir. Yo sé que escenas como esta que animo a representar a la niña son el fermento perfecto para que prolifere esa bacteria. Pero no lo puedo evitar.
Vuelvo a casa en metro. La organización del evento pagaba un taxi de ida, pero no de vuelta. Curioso. Pero me gusta el metro, el viaje largo sin transbordos, porque es el único sitio donde no tengo que hacer nada. A veces, en viajes largos en metro, me relajo tanto que se me abre la boca, se recuesta el alma, se me cae la baba. Antes de subir a casa, observo la reja metálica del local, recién arreglada, el cartel que aún debo restaurar. No me resisto a abrir, usando mis llaves brillantes en las cerraduras nuevas, que me han puesto esa misma mañana. Ver el local en penumbra, horadado por los especialistas en humedades, oliendo a pozo, me hace temblar. Hago cuentas mentales y tiemblo aún más. ¿En qué momento decidí todo eso? Me siento agarrada a la espalda de un mono que pasa de liana a liana a toda velocidad, sin tiempo para soltarme. Me pasa algo que suele explotar cuando estoy muy cansada o siento el peso de una responsabilidad que me asusta: Noto que me quedan pocos gramos de esa curiosidad que me es necesaria, no sólo para seguir escribiendo, sino para funcionar en la vida. El cerebro, de puro estrés, se aplana. Intento traer a la mente cualquier cosa que me recupere, un shot vitamínico que me devuelva al centro. Nada. Sólo veo números, agujeros en la pared, bombas de frío y calor. De pronto recuerdo a una chica que, hace años, me contó que cuando era niña, al final del Padrenuestro, en lugar de “Mas líbranos del mal, Amén”, entendía “Mamíferos del mar, Amén”. Suena mi risa en los techos altos y sucios de mi cuarto propio.
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