La editorial Bamba publica una novela inédita de Elena Garro, precursora del realismo mágico, que tiene un evidente componente autobiográfico, sobre todo en los capítulos donde se relata el viaje que la protagonista inicia con su hija huyendo del horror al que el hombre de la casa las tiene sometidas. A este respecto, hay que recordar que Garro estuvo casada con Octavio Paz.
En Zenda reproducimos las primeras páginas de Testimonios sobre Mariana (Bamba), de Elena Garro.
***
I
SÍ, MARIANA ERA LA SIMPLEZA MISMA, la docilidad. ¡Mira qué engaño! La primera vez que la vi fue en una fotografía que nos mostró Pepe a su regreso de París. Sabina y yo nos inclinamos sobre una instantánea banal en la que aparecía una muchacha con medias de lana, abrigo claro y cabellos rubios. Estaba recargada sobre el tronco de un árbol en un bosque brumoso.
En la pregunta nuestra había un dejo de malicia. La muchacha de la fotografía parecía una modesta enfermera inglesa. Pepe recogió la foto molesto. Su conversación se había vuelto monótona a fuerza de intercalar frases de la desconocida. Ahora la misma fotografía continúa sobre el escritorio de Pepe, en el mío hubo otras iguales quietas, y guardado en algún lugar un mocasín negro con hebilla de plata, como el de un lacayo. Eso me quedó de Mariana. La vida está hecha de pedazos absurdos de tiempo y de objetos impares.
Mariana empezó en ese bosque ligeramente borrado por la bruma. Más tarde la vi muchas veces en las esquinas de mi ciudad y corrí tras ella solo para perderla entre la multitud. ¡Soy un tonto! No advertía que llevaba los dos mocasines puestos y que ella se hubiera presentado con un pie descalzo, como en la noche del pacto. ¡Miento! No hubo pacto. Solo un juego que ella inventó. Guardo también su promesa escrita: «Te esperaré en el cielo sentada en la silla de Van Gogh». No hablo en orden. ¿Cuál es el orden con Mariana?
«Con ella hay que imponerse. Si la llamas por teléfono mandará decir que no está en casa. Tú insiste», me recomendó Pepe cuando preparábamos el viaje a París. Era fastidioso escucharlo…
En la cubierta del barco que nos llevaba a Europa decidí conocerla. La decisión me dejó melancólico. Debo reconocer que la melancolía es mi estado natural, a pesar de que los teólogos la consideran un atentado contra la existencia divina. Pero no soy creyente. Los barcos me dan la impresión de no ir a ninguna parte, lo cual si pudiera realizarse sería la solución para mi vida. Aunque cualquier solución sería igualmente absurda. Vivir es un problema arduo y hallarse en el mar es solo una pausa. Durante el viaje tomé el sol en la piscina y observé a las pasajeras. Meditaba en el próximo barco en el que vendrían mis padres acompañados de Tana. Mi matrimonio es indisoluble y para acallar el escándalo Tana viajaba con mis padres. El mar me recordaba las islas, una isla sería el remedio para lo irremediable. Acodado a la barandilla de cubierta, traté de imaginar la dichosa soledad del mar. Salíamos del otoño del Sur para dirigirnos a la primavera de Europa y el mar se aclaraba en azules surcados de verdes como anuncios de la isla imaginaria.
La llegada a Francia fue lluviosa. Al atardecer, Sabina y yo nos encontramos en nuestra habitación del hotel, donde contemplamos las copas de los árboles que daban sus primeros brotes. Éramos dos extranjeros sin nada que decirnos y me llené de nostalgia. Recordé a Pepe y llamé a su amiga. «La señora Mariana no está en casa», me contestó la voz brusca de un español. Yo sabía que era Narciso, el cocinero. Unos días después, cenamos con su marido, Augusto. Le pregunté por Mariana.
—¿Qué?… No sé por qué no vino —contestó asombrado.
Sabina lo encontró buen mozo y a mí me pareció tan aburrido como cualquiera de nosotros. «Mariana me era profundamente antipática», me había confesado Pepe frente a su marido, pensé que esa era la verdadera naturaleza de Mariana. Pepe tenía un lado abyecto.
No debí insistir en conocerla, pero a nuestra vuelta a París, después de cinco semanas en Italia volví a llamarla muchas veces.
—Mira que tu mujer es esquiva —le dije a Augusto cuando cenamos una noche con él.
—Tiene un resfrío… y no anda bien de los nervios.
No imaginé que mi frase provocaría que la propia Mariana llamara al día siguiente, para proponer que cenáramos juntos esa misma noche. Yo debía cenar con Tana y con mis padres y me fui del hotel unos minutos antes de la cita con Augusto y con Mariana. Vencido por la curiosidad volví al hotel de improviso. En el vestíbulo, instalados en una conversación indolente encontré a Augusto y a Sabina. Frente a ellos una muchacha rubia envuelta en un abrigo blanco guardaba silencio. Era Mariana. Sabina se disgustó al verme.
—Olvidé las llaves del coche… —mentí.
Mariana me tendió una mano salpicada de pecas. Debía retirarme y desde la administración esperé el momento en que salían del hotel y alcancé a la muchacha que caminaba a la zaga de mi mujer y de su marido.
—Llámame al Claridge. Al cuarto 601 y dime en qué restaurante están —le dije riendo.
—¿Por qué no se lo pides a tu mujer? —me contestó con frialdad.
Me ofendió su respuesta impertinente. Pepe había olvidado decirme que Mariana parecía una deportista y que era pecosa. Respiraba salud aunque se cubriera con ese abrigo blanco en desacuerdo con la tibieza de la noche.
En el Claridge me esperaban mis padres acompañados de Tana. El teléfono sonó inmediatamente y mi madre me pasó el aparato.
—Estamos en el Ramponeau —dijo la voz de Mariana.
Abandoné a mi amante y a mis familiares. No supe las catástrofes que estaba provocando. En el restaurante Mariana se aburría. Volví a mentirle a Sabina y riendo ocupé un lugar vecino al de la muchacha. Augusto y mi mujer hablaban sobre la arquitectura moderna, que podía resumirse en dos palabras: socialista y funcional.
—No estoy de acuerdo. No somos insectos para que nos encierren en hormigueros o colmenas —dijo repentinamente Mariana.
—¡Cállate! —ordenó Augusto.
La orden cayó en la mesa como un manotazo desagradable. Mariana levantó su copa y la observó atenta. Llevaba un traje de jersey color azul celeste, de cuello alto, cerrado con un broche de oro. Sabina reanudó la conversación y de la arquitectura pasaron a Picasso.
—A mí me gusta Watteau —dijo Mariana.
La miré con una admiración fingida y le tomé una mano tostada por el sol:
—¡Somos almas gemelas! —exclamé.
Retiró la mano y leí en sus ojos la acusación: «¡Farsante!». Cuando salíamos del restaurante le pregunté por qué me había llamado al hotel.
—Porque tu mujer te obligaba a ir adonde no querías.
—¿Cómo lo supiste?
—A mí me sucede lo mismo.
Sentí vergüenza; estaba con nosotros obligada por Augusto. Guiados por su marido, fuimos a la Rhumerie Martiniquaise, lugar que horrorizó a Sabina. En el fondo del local oscuro ocupamos una mesa adosada a la pared. Mariana quedó a mi izquierda separada de los otros dos. El café estaba invadido por jóvenes ruidosos y mal vestidos. Sus voces incoherentes se levantaban en el humo anunciando a gritos los lugares comunes de la cultura y de la revolución. El ambiente era perturbador. Fue entonces cuando ocurrió algo imprevisto: frente a Mariana surgió un hombrecillo viejo y harapiento que la señaló y me señaló con un dedo:
—Ustedes dos se van a enamorar —anunció.
El viejo desapareció y Mariana se echó a reír. Augusto se volvió inquieto:
—Es un vago que entra en los cafés y predice la suerte —nos explicó.
Una vez a solas en mi habitación creí sentirme triste. Siempre fui sentimental, «como los inútiles o los crueles», me explicó más tarde Mariana. Hablar de ella en un orden cronológico es difícil. Ahora solo podría afirmar: ¿Mariana? es la mujer que me amó… Aunque puedo afirmar lo contrario: ¿Mariana? es la mujer que jamás me amó… Vivo bajo la impresión de que no existió nunca y de que nunca la amé. Tal vez su recuerdo me incomoda, aunque hay instantes que regresan y entonces veo que ambos quedamos escritos en el tiempo, como esas palabras escritas con tinta secreta y que solo mediante determinada sustancia resultan legibles, a pesar de aparecer en un papel en blanco o de llevar visible otro mensaje. Así, de pronto se reproduce la primera tarde en que salimos juntos. La esperé en una placita vecina de su casa y la vi venir corriendo hacia mí. Bajé del auto para recibirla en mis brazos, pero ella se esquivó y se introdujo veloz en el asiento junto al volante:
—¡Vámonos! Ahí viene… —gritó.
Un hombre rubio parecido a ella corría por la avenida sombreada de castaños en dirección nuestra. Eché a andar el automóvil y me alejé.
—¿Quién es?
—¡Mi sombra! No soporto que me amen. Te hace sentir un criminal. Y son ellos los criminales —afirmó convencida.
Pepe me había hablado de aquel hombre molesto y su insistencia me recordó a Tana. También yo tenía una «sombra». Detuve el automóvil en el Bois de Boulogne. Era la primera vez que veía a Mariana a la luz del sol en una luz tibia, perfumada de tierra. También ella me miró con curiosidad.
—¿Sabes?, tú eres de campo. No te va la ciudad. Deberías ser leñador… o más bien un oso.
Quise besarla por su tontería y abrí la cajuela y saqué un kleenex, le tomé la barbilla y le borré los labios.
—¿Por qué? —preguntó extrañada.
—Porque la voy a besar.
Se enfadó y se retiró hacia su portezuela para poner una distancia mayor entre los dos. No insistí, me bastaba estar con ella riendo bajo los árboles y respirando la tarde abanicada por las ramas. Nada de lo que solía decir a las mujeres se lo podía decir a ella y sostuvimos una conversación hecha a base de risas y de tonterías.
Años después, me dijo en Nueva York algo que no me gusta recordar mientras caminábamos por las calles nocturnas en las que nuestros pasos quedaron apagados por la nieve. Tal vez sus frases tontas ya encerraban su muerte o su desintegración, anunciada desde aquella lejana tarde pasada en el bosque. No supe entender ese proceso. Mariana buscaba salidas imaginarias para su mal incurable y temo haber cometido algún acto que desató su catástrofe. Un hecho inocente puede producir una catástrofe. A veces temo mover un objeto de su lugar habitual, pues ese solo gesto puede originar que el mundo tome un rumbo desconocido y me aterran los finales imprevistos. Desde Mariana cuido más mis gestos. Siempre he tenido la costumbre de culparme de lo que ocurre y ahora siento que soy una enorme culpa. Si Mariana pudiera oírme se echaría a reír y me llamaría: «Tonto», como me llamó aquella tarde memorable en los Jardines de Luxemburgo. Caminábamos sin ver a las viejas que hacían calceta, ni a sus nietos pidiendo caramelos. Los parques municipales aunque sean parisinos me producen tedio. Sin embargo, esa tarde ambos teníamos la sensación de caminar sobre el escenario de un teatro suspendido en un tiempo feliz.
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Autora: Elena Garro. Título: Testimonios sobre Mariana. Editorial: Bamba. Venta: Todos tus libros.
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