Tan solo diez relatos, de entre los 1003 presentados al concurso, han conseguido llegar hasta aquí. Estos son los finalistas que compiten por los premios del concurso de relatos #cuentosdeNavidad, patrocinado por Iberdrola y dotado con 2.000 euros en premios. El fallo del jurado, que está formado por Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y Miguel Munárriz, será anunciado el viernes 10 de enero. El primer premio está dotado con 1.000 € en metálico. El premio para los dos ganadores del segundo es de 500 € en efectivo.
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OTRO MÁS
Sara García de Pablo
No te odio, pero tengo que ser honesta: no fuiste el más fácil de llevar. Hubo días en los que parecías empeñado en que lo nuestro no funcionara. Me lanzaste desafíos como quien tira piedras al río, ni te preocupó que yo no supiera nadar. Pero ¿sabes qué? Nadé. A veces a contracorriente, otras dejándome llevar, pero siempre avanzando.
También recuerdo los instantes en los que bailamos juntos. Me enseñaste a caer y levantarme, a abrazar los cambios, incluso cuando mi mundo se tambaleaba. Acabé aprendiendo a sostenerme y a creer en mí misma.
También hubo buenos momentos. Las risas llegaron, cumplimos varias metas y las celebramos por todo lo alto. Aprendí tanto de ti como de mí misma, y eso es algo que jamás olvidaré. Pero, cariño, ya no puedo seguir. Este ciclo se cierra. Lo nuestro tiene fecha de caducidad y no quiero prolongar lo inevitable.
Además, tengo que confesar algo: ya tengo los ojos puestos en otro. Es alguien nuevo, un poco más pequeño que tú, pero seamos sinceros, tiene un culo que promete grandes cosas, al fin y al cabo, todos hablan de él. Me inspira esperanza y ganas de empezar de nuevo.
Así que esto es un adiós, 2024. Tras las campanadas no habrá reconciliaciones ni llamadas a medianoche. Fuiste un maestro exigente, pero ahora estoy preparada para graduarme de ti. Y, aunque no te odio, estoy lista para pasar página. Gracias por los recuerdos que dejas. A partir de ahora me acompañará 2025.
Atentamente,
Tu ex en ciernes.
ESTAMPA NAVIDEÑA
Karen Marcos Paramio
Cuando mamá se levantó, nos miró a todos con una cara muy rara, como descompuesta.
Inmediatamente nos ofrecimos a ayudarla a buscarlo, así como estábamos, en pijama y con los panes de mermelada en la mano. No era un asunto que pudiera esperar.
Por supuesto, papá hubiera querido hacer grupos de búsqueda, numerados y con un capitán responsable del protocolo de acción, pero todos desaparecimos antes de que terminara de garrapatear su plan en una esquina de la revista de la tele. La tía pidió permiso para buscar en el dormitorio conyugal y el baño, relamiéndose por los otros secretos que allí podrían desvelársele. El tío insistió en buscar en el garaje, alegando que el piso del automóvil suele estar lleno de cosas caídas, pero todos sabíamos que solo pretendía prender la radio para escuchar las competiciones deportivas. La abuela, que es muy sabia, dijo que lo más importante durante una crisis es que haya comida disponible, y se fue a la cocina a trastear, ayudada por mi hermano, que no es de buscar, sino de crear él mismo lo que le falta.
Mientras tanto los primos querían revolver los otros cuartos, pero mi hermana abrió mucho los ojos en un gesto de horror y dijo que ella misma se encargaría. Los primos insistieron, pero al final conseguí ponerles los abrigos para que me ayudaran a buscar por el jardín, pues mamá pasa mucho rato entre las plantas. Entonces papá salió con nosotros, pensaba saludar a todos los vecinos, felicitarles las fiestas y preguntar si ellos habían visto algo. El abuelo se quedó repantigado en el sillón bueno, murmurando que algunas cosas vienen ellas solas cuando menos las buscas, y, estirando una mano hacia ella, añadió que además alguien tenía que quedarse a hacerle compañía a mamá, que se había dejado caer en el sofá pequeño, como falta de fuerzas.
Buscamos con dedicación un par de horas, y varias veces pareció que alguno de nosotros lo había encontrado, pero luego resultaba ser el calcetín desparejado desde hacía semanas, o aquella pieza del puzle que tanto nos hizo sufrir o el tesoro escondido para evitar miradas y manoseos y luego rápidamente olvidado. Al menos yo encontré semienterradas unas tijeras de podar rosas, que sí ayudaron a mejorar un poco la cara de mamá. Al final estábamos cansados de tanto buscar, y muy hambrientos, y como no nos lavamos bien las manos antes de comer, las toallas se llenaron de churretes que no se dejaban disimular.
Entre la abuela y mi hermano nos habían preparado un banquetazo, con los platos favoritos de mamá y del tío, y muchos aperitivos para picotear de aquí y allá y hacer pasar los platos de un extremo al otro de la mesa, entre risas, exclamaciones y retazos de conversación. Hasta mamá comió un poquito y el color comenzó a regresar a sus mejillas.
Queríamos seguir buscando el dichoso espíritu navideño después del postre, pero la verdad: estábamos cansados y antes de darnos cuenta ya nos habíamos quedado dormidos, apelotonados por los sofás y hasta alguno de los pequeños tirado por la alfombra, delante del árbol, sin importarnos los ronquidos de los otros ni los propios.
Cuando despertamos de la siesta, mamá se había arreglado. Ahora llevaba su vestido rojo y nos miraba con una sonrisa preciosa.
—Muchas gracias a todos por vuestra ayuda. Por fin lo he recuperado —explicó antes de abrazarnos y besarnos uno por uno.
También el abuelo sonreía y asentía con la cabeza, pues había tenido razón, y yo le di unas palmaditas en el brazo y una mirada cómplice, que a veces es mejor que decir algo.
Papá empezó a distribuir los grupos de fregado y secado de platos. Esta vez no hubo escapatoria.
UN BORRIQUITO QUE NADA SABE
José Manuel Sala Martí
Cómo me pesan las patas. Me duelen las pezuñas de tanto caminar. Estoy cansado, tengo hambre y frío, pero José tira de mis riendas y me obliga a continuar. ¿Cuándo llegaremos? Quisiera poder recostarme aquí y descansar, como en las noches pasadas, cuando José hacía un fuego y todos descansábamos al calor de la hoguera. Pero esta noche no; esta noche parece diferente a las demás.
Llegamos a un pueblecito llamado Belén. El cielo es un puro ópalo, y los tejados de paja y barro brillan bajo él. De alguna chimenea sale una delgada columna de humo, pero nadie sale a nuestro encuentro. José corre de casa en casa, llamando a cada puerta. Está tan nervioso y preocupado. Pobre José, qué bueno es. Al fin parece haber encontrado lo que buscaba y me dirige hasta un pesebre. Aquí debe ser donde dormiré yo con el resto de los animales, pero, para mi sorpresa, se quedan a pasar la noche conmigo. Qué buenos son; ¡no quieren dejarme solo!
José sigue preocupado y afanado con mil cosas. Yo me recuesto y por fin descanso, pero me siento mal por José. ¿Qué puedo hacer para ayudarle? ¿Por qué está tan preocupado si ya hemos llegado a Belén? Yo solo soy un borriquito que nada sabe, pero me gustaría poder servir y ayudar a José.
María se recuesta en un lecho de paja preparado por José, y yo me acerco un poquito. Me he acostumbrado tanto estos días a llevar siempre cerca a María que ahora me cuesta alejarme de ella. Cuando cargo con ella, me siento importante. José me mira con ojos de censura; no le gusta que me acerque tanto a María. Va a reprenderme, pero entonces una luz azulada, que ilumina pero no ciega, inunda el pesebre. Una estrella hermosa parece haberse posado sobre nosotros y nos ilumina con su cálido rayo. Se diría que está suspendida del cielo por unos hilos de plata. Yo solo soy un borriquito que nada sabe, pero me parece la luz más hermosa del mundo.
Ya no tengo frío, ya no siento cansancio ni hambre, solo una alegría inexplicable. Qué bien se está aquí. Ojalá José y María no me dejen nunca solo. Entonces suena un llanto. Es el llanto de un niño recién nacido. Es el bebé que María llevaba en su vientre. Está en brazos de su madre, y José ya no está preocupado. Unas lágrimas de alegría corren por el duro rostro del varón de varones, mientras unos cascabeles alegres suenan en alguna parte, y una música de arpas, pífanos y chirimías entona un himno de alabanza: «¡Gloria a Dios en el Cielo y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad! Hoy os ha nacido, en la ciudad de David, un salvador, que es Cristo, nuestro Señor». ¿De dónde proviene esa música? ¿Quién entona esos cánticos? Yo solo soy un pobre borriquito que nada sabe, pero doblo mis cuartos delanteros y postro la cabeza en señal de adoración.
Unos pastores han llegado al pesebre. Son gentes algo vulgares y toscas, pero tienen un tiernísimo corazón. José los deja pasar, y con paso inseguro se acercan a María y al niño. Descubren sus cabezas y miran con ojos atónitos, llenos de amor, al niño Dios. Yo también quiero ver al niño, pero no me atrevo a acercarme y me quedo tras ellos.
Hay unos nuevos visitantes: tres hombres de Oriente de aspecto ilustre. Van vestidos con unos trajes fantásticos que nunca he visto: unas sotanas de terciopelo bermellón y una aljuba de brocado celeste. Al ver al niño en brazos de su madre, caen rodilla en tierra y ofrecen regalos: «Oro para el rey de reyes»; «incienso para el sacerdote de sacerdotes»; y «un presente de mirra para honrar su sacrificio». ¿A qué sacrificio se refiere el hombre sabio? ¿Es que alguien quiere hacer daño al pequeñín? No lo sé. Yo solo soy un pobre borriquito que nada sabe, pero, si alguien quiere poner su mano sobre el niño, antes se las tendrá que ver conmigo.
Todos se han marchado ya. Vuelvo a quedarme solo con María, José y el niño en su cuna. Aún no lo he visto. Me siento indigno de asomarme a su cunita. Quizá José me regañe si me acerco demasiado a Él. Pero entonces María me mira y lee mi deseo en mis ojos de pobre asno. «Acércate, borriquito. Ven a conocer a Jesús». Pasito a paso, me acerco y asomo mi hociquito por encima de la cuna, y ¡ahí está! ¡Qué guapo es, es idéntico a su madre! Y qué indefenso y vulnerable parece. ¿Es realmente el hijo de Dios? Entonces el pequeñín me mira y me sonríe, y yo me derrito de amor por él. Quisiera tener labios para poder besarle, quisiera tener manos en lugar de pezuñas para acariciarlo, y quisiera tener brazos para arrullarlo en mi pecho.
Yo solo soy un pobre borriquito que nada sabe, pero no tengo duda de que estoy en presencia de Dios.
EL POLVO DE LAS ESTRELLAS
Juan Carlos Giraldo González
Las nubes no habían roto en décadas, pero aquella noche algo diferente flotaba en el aire: un brillo tenue que parecía luchar por atravesar la oscuridad eterna. Kallia se detuvo al borde del acantilado, el viento azotando su capa hecha jirones. Su aliento formaba nubes diminutas que se desvanecían casi tan rápido como aparecían. Sus dedos apretaron con fuerza la vieja linterna de gas que apenas iluminaba el sendero.
Kallia no dudó. Corrió colina abajo, esquivando rocas y raíces retorcidas, siguiendo el rastro de humo brillante. Cuando llegó al cráter, el calor era sofocante, pero lo ignoró. En el centro, entre fragmentos de roca incandescente, yacía un pedazo de Nivélita, pulsando como un corazón vivo. Su superficie parecía líquida, pero al tocarla sintió que se endurecía, conectándose con ella como si ambas fueran parte de algo más grande.
La magia la inundó al instante. La percepción del tiempo se alargó y contrajo: las gotas de sudor caían lentamente, pero su corazón latía rápido. Instintivamente, Kallia levantó la vista. Por un breve momento, las estrellas eran visibles a través de un claro en las nubes, como si la observaran. Pero, casi tan rápido como aparecieron, las estrellas se apagaron, y con ellas, el mundo volvió a su lúgubre normalidad.
«Kallia… el tiempo corre para ti ahora», dijo una voz profunda y ajena, resonando en su mente. Ella se giró rápidamente, pero no había nadie. El mineral en su mano brillaba con más intensidad, y un escalofrío le recorrió la columna.
«No hay elección», respondió ella en un murmullo, y en ese instante decidió: entregaría la Nivélita, pero no a los Portadores. La devolvería al cielo.
LAS UVAS
Jorge Andreu
¡Las uvas! ¡Que me faltan las uvas! He dicho que iría a comprarlas yo misma, y Margarita la mágica siempre cumple.
Tres manzanas con este frío, dios mío de mi vida, que corta el cuerpo. Pero me comprometí, y yo cumplo. Cuánto tráfico todavía, si ya tendrían que estar todos. La plaza sí, la plaza está vacía, claro. Mira esa casa qué bien decorada, qué buen gusto, y la luz amarilla del salón con todos los nietos dentro. Como debe ser. Esa era la de Maruja, que desde que se le murió el marido la tienen tan arropada, su Paco, el pobre, qué bueno era y qué pronto. Maruja estará en su butacón calentita y tendrá la cena preparada, buena es ella también.
Chari, querida, ¿tú tampoco? Por San Jorge, esta noche me la cargo. Y dónde, si no. Maduro no tiene y el supermercado ya. Sí, debería haberme acordado antes, pero qué hago con esta cabeza de vieja. Cerca de aquí había, eso es, en esta esquina, ahí está el chino. Madre de mi corazón, qué precios. Te vas a coronar hoy, chimpún. Menos mal que no me entiende. En mi época no había chinos, esto es la moda de ahora, pero a lo hecho pecho. Al menos tengo las uvas, ahora tengamos la fiesta en paz.
Nunca pensé que la vejez se haría tan cuesta arriba. Desde luego, la vejez la hacen los nietos, qué vieja me han hecho con lo ágil que yo estaba. Este escalón me da un miedo tremendo, cada vez más alto, o yo cada vez más torpe. Espera, que este ¿va a pasar?, no, sí, me deja, gracias, hijo, feliz año, gracias. Mi Agustín tiene un coche parecido, creo, ya habrán llegado. Y mi pequeño estará más guapo que nunca. ¿Cuánto hace de la última vez? La comida familiar para despedir el verano, cuando el mayor y su padre se echaron los trastos a la cara. Qué sufrimiento, una madre nunca descansa. No puedo dejarlos, el día que descanse se irá todo a pique y entonces a ver.
¡Anda! Adiós, guapa. Qué bonita la niña de la Chari, los tendrá a pares. Un pelín desabrigada, creo yo, pero oye, que con lo mío hay bastante. Mi Agustín me mata, como no haya llegado en cinco minutos me la devuelve. Bueno es. El padre y el hijo, una calcomanía el uno del otro. Con lo bien que se llevaban, dios mío. Hasta los villancicos me suenan agrios desde que no hay unión. Sin mí no, tengo que llegar ya, estoy en el tiempo de descuento como quien dice.
Y por qué tengo que acordarme de sus encontronazos, vamos a ver. Por qué yo. Si lo único que intento es lidiar con los dos bandos. Ni que todavía estuviésemos en guerra, hombre. Mucha autoridad y muchos modales desde pequeñito, pero al final la que pone la carne en el asador es la vieja, Margarita la fantástica. Margarita la mágica, que sólo me falta volar para ser santa.
Y esa mujer ¿qué hace? Ni limpia, ni cocina, ni cuida del niño, todo para él, todo mi Agustín, que encima le trae el dinero a casa. Pero yo soy una señora y esas cosas me las callo. Si hablara, cambiaría el tiempo. Pero yo me callo porque eso es lo que sé. No le dará la patada en el culo, no. Se la tiene que dar al padre que lo hizo. Y al final el lastre para mí, para tragármelo en solitario. Ya pueden estar buenas las uvas por ese precio, ya pueden servir de algo.
Cualquier día me cojo la puerta yo, fíjate lo que te digo. El día menos pensado. Agustín padre, ahí te quedas. Agustín hijo, ahí te las avíes. Margarita la folclórica se larga de parranda. Y verás tú que se les pasaba la tontería de un plumazo. Que soy un paño de lágrimas para todo el mundo y a mí no hay quien me escuche, caramba. A la que se descuiden dejo el puchero puesto. Si no fuera porque los he criado, si no fuera porque les he dado todo lo que tenía. Porque así tiene que ser una familia como dios manda. Si no fuera por mí, quién iba a salir, a ver, quién iba a ir corriendo a sacar las uvas de donde no hay. Lo que yo te diga. Por mucho que no quieran admitirlo, soy lo que más necesitan, los dos, padre e hijo. Y eso es lo que haré, se lo diré ahora mismo, en cuanto llegue a casa y le dé a mi niño el beso que se merece.
Mi niño, mi pobre niño que no tiene culpa de nada, que le tengo un regalito que se le van a caer dos lagrimones. Si no fuera por este maldito autobús que ya no me da tiempo.
LA APOSTANTE
Miguelángel Flores
A la tía Enriqueta, que era hermana de mi bisabuela, le tocó la lotería en cuatro ocasiones en su vida. Tantas como las veces que se casó. Pero una cosa no atraía a la otra, no, le tocaban los décimos y se le morían los maridos sin más. Así, a lo largo de su vida, se fueron alternando lutos y gordos de Navidad.
—El dinero une mucho a las familias —respondía ella misma a las cuidadoras que alababan tanta visita, guiñándome un ojo.— Aunque, en el fondo, como todo el mundo, me iré sola, lo mismo que si no tuviera sobrinos ni un duro en el banco —añadía.
Y ahí no me miraba a mí. Ni a nadie. Se veía de sobras que se miraba hacia adentro.
La tía Enriqueta no tuvo hijos. Pero, como era tan avanzada que incluso vistió pantalón cuando aún era delito para las mujeres, nunca llegó a saberse si no quiso o no pudo. Al preguntársele sobre el tema, siempre respondía, para darlo por zanjado, que Dios prefirió que mejor que madre, fuera solo tía, que así podía abarcar mucho más.
Como si fuera el inicio de todo en su vida, comenzaba siempre hablando de su primer marido, de cuyo nombre hoy día nadie se acuerda. Muchos opinan que fue Torcuato, aunque hay otros que creen que ese nombre perteneció al tercero. Y es que ella hablaba de sus maridos como si solo hubieran sido uno. Uno solo con pequeñas pausas temporales. Llegándoles a intercambiar los nombres y los recuerdos atribuidos a cada uno, según llevara ella el día o le acudiesen ellos a la cabeza. Se llamara como se llamase, de su primer esposo contaba, eso sí lo tenía presente, que lo conoció un día de diciembre en la cola de Doña Manolita, la conocida administración de Madrid. Hasta ella cada año, desde bien jovencita, se desplazaba a comprar, habiendo ahorrado lo suyo sirviendo en casas, su décimo de Navidad. Pero eso fue mucho antes de que estallara la guerra, que fue la que se lo arrebató de un balazo en el pecho; en el mismo que hasta entonces, le gustaba recalcar, solo había reinado ella. Al parecer, aquella tarde fría de otoño él le pidió la tanda y ella, al girarse, se la dio junto a una sonrisa de anzuelo donde él irremediablemente picó. Y le tuvo colgado del mismo dulce gancho hasta que, en el frente, lo descolgaron miserablemente del disparo. Contaba que cuatro días después de que le tocara la lotería, le trajeron desde el frente la noticia de su muerte. Él nunca llegó a saber que se iba de este mundo siendo afortunado dos veces. Solo supo de una, la de haber conocido a esa mujer a la que la vida le rebosaba por los ojos, las manos y las comisuras de la boca.
Así, el destino en una semana la hizo rica y viuda. Y a partir de ahí la fortuna y la desgracia se fueron alternando en su existencia.
—Aunque los otros tres siguientes se me murieron de cosas más mundanas. Vamos, de lo típico que se mueren los maridos cuando hay paz: de infartos y cosas así —decía con su forma tan particular de ver y contar las cosas.
Al menos, en las demás ocasiones en las que le tocó la lotería, sí tuvo oportunidad de gozar de su buena fortuna con el marido de turno.
—Y viceversa —apostillaba ella con picardía.
A los tres últimos, resumía, los disfrutó sin distinción, como una prolongación del primero, y a los premios, igual. Eso sí, jamás perdió la ilusión por arriesgar. Ni en el juego ni en el amor. Y, haciendo balance, la tía Enriqueta alardeaba de sentirse muy afortunada, pues, según sus palabras:
—De todas mis apuestas, en cierta manera, solo cuatro veces perdí: las que enviudé.
El día que abrieron su testamento, asistimos más sobrinos de los que yo tenía el gusto de conocer en persona. De algunos, muy pocos, solo conocía remotamente del día que nacieron; pues de todos ellos, la tía siempre presumió recordar cada una de las fechas de nacimiento. Y las recitaba seguidas y en orden de mayor a menor, sin cometer un solo error, a quien las quisiera escuchar, cuando la visitabas.
Cuando se procedió a su lectura, la difunta, tan particular e imprevisible como siempre, había dejado dispuesto que, a cada sobrino, ostentara el nivel que ostentase, se le hiciera llegar de por vida un décimo de lotería para el sorteo del 22 de diciembre; y que, cuando ellos faltaran, esta gracia pasara a sus descendientes. Por lo visto, y según las cuentas, aquello podía dar para muchas, muchas generaciones. Tras el desconcierto general, con la decepción súbita en los rostros de mis parientes y en el mío propio, el notario continuó leyendo. La tía Enriqueta consideraba, y así había añadido para acabar sus últimas voluntades, que ella, que siempre se sintió agraciada y agradecida, lo más valioso que podía dejar y hacer por aquellos que había amado, como a los hijos que nunca tuvo, era regalarles ilusión a perpetuidad.
TITA IRENE Y LOS DESCUBRIMIENTOS
Ricardo Tello Tovar
La sala de tita Irene es un santuario de recuerdos. La niña, a gatas, rodea la mesa y se impresiona. Observa la canasta de porcelanicrón llena de monedas antiguas, la toma, siente su peso, la inclina suavemente y deja caer algunas monedas sobre la alfombra. Tita Irene ni se inmuta. Las fechas y los escudos que ve la niña no significan nada para ella: aún no ha necesitado de la noción del tiempo. Recoge las monedas, las vuelve a dejar en la canasta y la pone en su lugar. Su atención salta a la pecera llena de piedritas y cristales pulidos.
—Son de fantasía —responde tita Irene.
Es una niña precoz, «muy entendida» dicen en casa. Ha tenido tiempo para pensar. Si bien a su edad no debería entablar esa clase de conversaciones con su soledad, es lo que hay. Tita Irene la mira sin juzgar, como tratando de no dejarse ver; intenta comprender a la niña en su hábitat natural. La niña es hija de Alexandra, su hermana menor. Desde hace un par de años se dedican esas noches: Tita Irene y la abuelita sienten una emoción similar a la de la niña. Ella ve en la casa —y en tita Irene y en la abuelita— cosas que no se revelarían por su propia cuenta.
—Es que en mi casa —dice la niña— no hay nada que hacer.
Tita Irene sonríe y le dice que la entiende; que con el tiempo irá descubriendo que dentro de ella tiene todo lo que necesita. Y también, eso lo piensa, aprenderá que no basta. ¿O es que ya lo sabe?
La niña habla de juguetes, objetos interesantes, ópalos e historias.
—Desde que papá se fue no volvimos a armar árbol. Y además se llevó la biblioteca.
Tita Irene le muestra sus propios libros. Estudió y se graduó de economía cuando era muy joven; un prodigio en la familia que tal vez por sus virtudes eligió otra vida. Le dio la vuelta al mundo: amó y aprendió. Regresó a Colombia a los veintitrés años, un poco orgullosa de sus cicatrices y más orgullosa de sus heridas abiertas. Abrió un restaurante llanero que se hizo famoso, un lugar elegante que agradecía el trabajo y el tiempo que se le invertían. Era grande, con vigas de madera y un techo muy alto cubierto de tejas de barro. La cocina iba desde el interior y se extendía hasta la entrada, desde donde se veían las carnes a la parrilla y las estacas de mamona. Tita Irene vendió el restaurante poco después de cumplir cuarenta años. Vive de ese dinero y de viejas inversiones. Mantiene a la abuelita, y la cuida. No tiene esposo ni hijos. Para eso, bromea, tiene a su sobrina, a la que puede devolver.
—Es que mamá no sabe cocinar —dice la niña.
—Nunca aprendió —dice la abuelita.
Cenan jamón relleno y puré de papa. Oscurece temprano. El frío y el ritmo de las luces hacen que el tiempo se mueva despacio. La abuelita, la niña y tita Irene miran la pólvora desde el balcón. El alumbrado público se refleja en el humo. Nubes de color naranja. Al otro lado de la calle está la casa de Alejandra y la niña. Las luces están apagadas. Un agujero entre el entramado de iluminaciones y decoraciones que cubren las demás casas, como telas de araña cubiertas de rocío.
—Decile a tu mami que venga, muñeca —dice la abuelita.
—Me dijo que no quería —responde la niña.
—Ah…
—Mi papá también se llevó el equipo de sonido.
—¿No se lo había regalado a tu mamá? —pregunta tita Irene.
—Yo no sé.
La abuelita y tita Irene se miran y comprenden: la niña cometerá los mismos errores. Todas tienen que volver a aprender lo mismo, como si fueran la primera mujer.
—A mí me gusta mucho que vengas —dice la abuelita.
—Nunca dejes sola a tu mami —dice tita Irene.
La pólvora revienta el cielo.
—¿Por qué la más bonita suena menos? —pregunta la niña.
Las torres de la iglesia se iluminan de rojo, y luego de azul. Se dibujan en el cielo formas que solo la niña entiende. Después, con la oscuridad y el rumor del pueblo que celebra, el sueño.
Tita Irene se sorprende al ver lo rápido que la niña se queda dormida, hundida en la colcha de plumas de ganso.
—Tres años es mucho tiempo para una nena de esa edad.
—¿Se acordará de la cara de su papá? Yo la olvidé. Recuerdo una mezcla de caras: los ojos de uno, la barba del otro. Las gafas y el pelo largo. Y ese reloj carísimo.
—Yo no lo recuerdo… ni siquiera recuerdo a tu padre —dice la abuelita.
Un tipo va pasando por la calle del frente. Saca una botella de vino del abrigo. Bebe, levanta la mirada y sus ojos se encuentran con los de las mujeres en el balcón. Se limpia el rostro y se va tambaleando, de vuelta por donde había venido.
—Pobre, va perdido.
La niña, en sueños, descifra lo que en la vigilia no puede comprender. Sabe que puede ver tesoros que su madre, tita Irene y la abuelita ignoran. No sabe que ha visto a su padre por última vez. Sabe que mamá no está en casa. No sabe que la abuelita no la reconocerá en la próxima navidad. Sabe que conocerá el amor. No sabe que tendrá que entrenarse para la derrota. Es tan joven… hay cosas que no se pueden enseñar; tienen que descubrirse.
TERCIOPELO ROJO
Rafael Fuentes Pardo
La cámara es rectangular, con las paredes blancas, nada del otro mundo, incluso resulta pequeña para tanta parafernalia. La silla es otra cosa, la silla es impresionante. De madera oscura, respaldo alto y brazos sólidos. Toda ella maciza, uno de esos objetos artesanales que ya nadie construye, con los cables y correajes recorriéndola por fuera. Al frente hay una cristalera para que puedan verme los testigos. Yo también puedo verlos, pero no escucharlos. A pesar de ello sé que están riéndose, siempre lo hacen, se trata de una risa incontenible, de carácter nervioso. Me lo ha dicho Chet, el guardia que me acompaña. Es la primera vez que me fríen, pero él lleva unas cuantas ejecuciones a las espaldas. No sería propio decir que es un honor estar aquí, con alguien como él, pero si sería un auténtico drama que su puesto lo ocupara un novato que solo conseguiría ralentizar el proceso. Tengo la seguridad de que Chet es una de las pocas personas que quedan en el mundo capaces de hacer bien su trabajo. Aunque sea el peor trabajo del mundo. Incluso se molestó en estar presente cuando me raparon la cabeza y me depilaron las extremidades para que no hubiera fallos al día siguiente. Me comentó que en una ocasión, en Florida, inyectaron a un recluso un fármaco poco contrastado y el desenlace fue una agonía interminable, tardó cuarenta minutos en morir, entre convulsiones, atado a una camilla.
Se marcha.
Al rato escucho su voz por el sistema de megafonía, la ciudad de Tulsa y el Estado de Oklahoma me conceden la posibilidad de unas últimas palabras. Cojo aire, porque las que voy a decir son como un proyectil que si no suelto me acabará saliendo por un pómulo tras destrozarme los dientes:
—Llevo veinte años en vuestro país comiendo vuestra maldita tarta de terciopelo rojo y estoy harto. Estamos en navidades, quiero la tableta de turrón de Alicante que pedí ayer de postre. Algo que con todo vuestro sistema de derechos y libertades, repartido a presión por medio mundo, fuisteis incapaces de conseguirme.
Hay un revuelo en la sala, la palabra Alicante, desvirtuada por su maldito afán de poner acentos donde les apetece en lugar de donde deberían ir, estará corriendo de boca en boca mientras cruzan sus miradas con cara de desconcierto. «El hispano ha pedido un cante. ¿Un cante? ¿Flamenco? No, no ha sido un cante, ha sido un terrón ¿Un terrón? ¿De azúcar? ¿Blanca o morena? Ni son horas ni son formas de pedirlo».
Debería contarles porque estoy aquí, con Chet, sentado en la silla de las visitas inoportunas, pero apenas queda tiempo, lo único que puedo decirles es que mi condena era a perpetua. Debía pasar el resto de navidades de mi vida encerrado en un cenicero de cemento, lejos de casa, comiendo mazorcas de maíz, fumando todo el crack que pudiese comprar a un camello que se llamaría Elvis y cantando el Jingle Bells. Muriéndome cada día un poco más por culpa de un crimen que no he cometido. Por suerte, el sistema judicial, pese a sus imperfecciones, a veces, funciona. Con la ayuda de un abogado con ganas de publicidad presenté un recurso de carácter insólito: no quería que revisaran mi caso, solo la sentencia. Que cambiaran la perpetua por la pena de muerte. Aunque salían ganando no aceptaron, y, a su vez, me abrieron los ojos sobre la forma en la que debería haber planteado la solicitud.
Cinco días después me encontré con el magistrado que la había denegado. Estábamos en el despacho del alcaide para una de esas absurdas actividades que tanto les gustan: decidir si mi recurso debería sentar jurisprudencia en sus libros de leyes y ser estudiado en sus prestigiosas universidades o, por el contrario, pasar desapercibido, como si nunca hubiese llegado a existir. Pese a que cinco personas intentaron impedirlo conseguí sujetar a su señoría por el cuello y estrellar su cabeza en seis ocasiones contra el tablero de la mesa. Mi intención no era matarlo, me conformaba con que me enviaran al corredor de la muerte por intento de asesinato. También, con que no volviera a mirar a un acusado como me miró a mí tras dictar sentencia: como si pudiera atravesar a las personas porque detrás de ellas estuviese viendo, a lo lejos, ondeando, una bandera.
Echo un último vistazo a mis fans, estoy seguro de que la mayoría no volverán a repetir la palabra Alicante en toda su vida. Chet acaba de colocar la mano sobre la palanca. Dicen que la electricidad se puede ver, oír e incluso oler. No sé lo que pasará en unos segundos, de momento solo huele a mierda porque acabo de cagarme encima. Los testigos han enmudecido, como si pudieran adivinarlo en la crispación de mis ojos y mis puños. Es posible que a alguno de ellos haya que sacarlo a rastras y enviarlo a casa en la trasera de un pick up, como si fuera el último abeto de estas fiestas. Siento algo húmedo corriendo por mi pómulo. ¿Una gota de sudor o una lágrima? Si se da un poco de prisa en llegar a los labios lo sabré. Tienen un sabor inconfundible. Todavía recuerdo la última. Estaba pasando una Nochebuena, en casa, con quince años, cuando me enteré de que el abuelo acababa de morir en el hospital. Aquella lágrima cayó sobre el turrón de jijona que estaba comiendo y me lo dejó amargo.
EL JUEGO DE DESPERTARSE TARDE
Aroa Rey Campa
Los ruidos de cacharros en la cocina me despiertan. Ya es de día. Tardo unos segundos en darme cuenta de que no estoy en mi casa: huele a madera quemada y a frío. En la cama de al lado, mi prima aún duerme. O eso parece.
No me hace caso, quizá duerma de verdad. Entre nosotras tenemos el juego de ver quién es la última en levantarse. Nunca lo hemos hablado ni establecido reglas, pero sabemos que quien se levanta antes, pierde. No estoy segura de qué pierde exactamente, pero pierde. Así que hoy he perdido yo.
Bajo a desayunar y me encuentro con mi abuelo trasteando en la cocina, atizando la cocina de carbón que calienta la casa. Mi abuela también trastea, dando órdenes a mi abuelo mientras remueve algo en una olla al fuego. Huele a comida, a una mezcla de todo: a pescado, a sopa y a guiso de carne. Mis abuelos, si me han visto, no me han hecho caso.
Esta noche nos juntamos los 15 de la familia, y hay que cocinar para 30. No hay tiempo que perder. Habrá mucha comida, regalos y juegos. También peleas, quejas porque la sopa está sosa, porque el pescado tiene espinas o porque «no habéis traído Suchard, que es el que a mí me gusta». Después, mis tías recogerán los platos y se pelearán por fregar. Y yo me quejaré, a las dos de la mañana, porque aún es temprano y quiero seguir despierta.
Treinta años después me despierto en casa de mi madre. Hace tiempo que mi tía ha cogido el relevo de los fogones. Nos juntamos menos porque cada uno tiene su «otra mitad» de familia, y hacernos coincidir a todos es imposible. Pero, como marca la tradición, cocinamos para el doble, nos quejamos de la sal y del postre, abrimos regalos y mis tías se pelean por fregar.
Ya no huele a madera quemada ni a frío, y mi prima Susana ya no juega conmigo a ver quién se despierta más tarde. Y yo, según acabo de cenar, me voy a dormir, a ver si al día siguiente me despiertan los ruidos de los cacharros.
JUNTOS POR NAVIDAD
Jesús Navarro Lahera
Andrés entró en la cocina, y con la ayuda de un guante sacó del horno el asador de barro en el que humeaba una paletilla de cordero. A continuación, lo puso sobre la encimera y se quitó el delantal, quedándose en mangas de camisa y pantalón vaquero. De fondo, mientras colocaba la carne en una fuente alargada, desde el comedor podía oírse la voz del presentador del especial de Nochebuena, que anunciaba la siguiente actuación.
Después, recorrió arrastrando los pies el resto del pasillo, cruzó la puerta del comedor y fue hasta la mesa, donde dejó la fuente con el cordero en medio de dos platos, con sus correspondientes copas llenas de vino, juegos de cubiertos y servilletas de color rojo adornadas con renos. Luego se dio la vuelta y se agachó hasta quedarse de rodillas delante del mueble en el que estaba el Belén.
Allí se dedicó a mover de sitio a algunos animales, como una pareja de patos, un rebaño de ovejas y un cerdo con sus crías. También adelantó las figuras de los Reyes Magos, a los que hizo cruzar el puente y los dejó justo frente al portal, entre dos pastores que parecían mirar extrañados el pesebre vacío, a excepción de la mula y el buey.
Asintiendo, introdujo la mano en uno de los cajones del mueble y sacó las figuritas del niño, la Virgen y San José. Entonces, en lugar de colocarlas en su sitio, se puso en pie y se quedó observándolas, a la vez que caminaba lentamente hasta el árbol de Navidad repleto de luces parpadeantes que había pegado a la ventana. Y solo apartó la vista de ellas para fijarla en dos regalos que, envueltos en papel de colores, descansaban junto a un par de patucos azules y una foto en la que estaban él y una mujer, abrazados y con una amplia sonrisa.
Dio un beso a las tres figuras y las dejó justo al lado de los regalos, y acto seguido, entre sollozos, regresó cabizbajo a la mesa, se sentó y cortó un trozo de cordero que se sirvió en el plato. Comió en silencio, con la mirada puesta en la carne, salvo para echar de vez en cuando algunas ojeadas al televisor, donde las imágenes de gente contenta vestida de fiesta se sucedían entre actuación y actuación.
Al cabo de media hora, y una vez se había comido toda la carne del plato, cogió una de las copas, la alzó y brindó con la que seguía apoyada en la mesa. Luego se la llevó a los labios, dio un largo sorbo y, con voz ronca, casi rota por la emoción, dijo:
―Por nosotros, cariño. Feliz Navidad.
Tras secarse con el dorso de la mano una lágrima que le acababa de nacer del ojo derecho, puso la copa en la mesa y se levantó. Solo apagó el televisor y la lámpara del comedor, y dejó encendidas las luces del árbol, que iluminaron con sus parpadeos multicolores los pasos que dio por el pasillo hasta llegar a la habitación.
Ya allí, y sin quitarse la ropa, se sentó en la cama y, a tientas, cogió el móvil que había encima de la mesilla e hizo una llamada. Como esperaba, le saltó el contestador, aunque le dio igual, ya que dejó un mensaje idéntico al de las siete noches anteriores:
―Te quiero, mi vida. Espero que el niño y tú estéis bien. Nos vemos en un rato.
Luego soltó el móvil, y con la misma mano abrió el cajón y sacó un frasco al que quitó la tapa sin esfuerzo. Después, muy despacio, se lo llevó a la boca y, en lugar de las dos pastillas que le habían recetado para dormir, esta vez lo vació por completo.
No hizo nada más, salvo tumbarse, girar el cuello y mirar a su izquierda, a la zona de la habitación donde estaba la cuna con la ropa de bebé a estrenar. Y así se quedó, con los ojos abiertos y una media sonrisa en los labios, mientras en su mente, como en las noches previas, volvía a reunirse con su hijo y con su mujer, a los que se fundió en un abrazo eterno antes de perder la consciencia.
Espero que premien a «El borriquito que nada sabe». Es simplemente precioso. Con una sencillez pasmosa, cuántas cosas dice y cuántas deja ver entre líneas. Enhorabuena a todos, pero especialmente, para mí, a D. José Manuel Sala Martí. Suerte.
Son todos preciosos, ha sido un gran regalo leerlos. El borriquito es muy tierno. La búsqueda familiar de la Estampa navideña es divertida y como la vida misma. Pero quizá me quede con la Apostante, que deja la ilusión como herencia. Sin duda, ganará el mejor. Todos son preciosos.
Participé y mi relato no fue seleccionado, pero me han gustado los relatos elegidos. Especialmente, me ha enamorado y hasta hecho quebrantarme «El borriquito que nada sabe». La primera Navidad, desde la perspectiva de un burro, contada de una manera muy sublime, conmovedora, divina. Lost for words! Felicito al autor por su extraordinario cuento.
1003 cuentos para leer en 3 días por 5 personas?. Inverosímil, o al menos difícil para un análisis serio de cada entrega. El nivel bajo y aleatoriedad de los 10 finalistas es prueba de aquello.
Entre los seleccionados hay cuentos que poca coherencia tienen con la temática cuentos de navidad, ejemplo: «Otro más» o «la apostante», y todos están repletos de los típicos recursos narrativos, tramas obvias y llenos de clichés que aburre leer a pesar de ser cuentos tan cortos. »
Transparenten la rubrica con la que son seleccionados, si es que existe, o al menos una reseña de los jurados para cada cuento finalista , y de esta manera entender el potencial que al parecer mis ojos y mentes mortales no logran comprender. En resumen, soporífero.
En cualquier caso leyendo los ganadores de ediciones anteriores baja expectativa tenía.
Y sí, participé y no fui seleccionado. El resultado poco me pesó hasta que horas después decidí leer los cuentos que «superaron mi propuesta». He aquí mis conclusiones. ¿Debo suponer que me equivoco y solo es mi ego herido ? ´Seguro que sus respuestas será que sí, aún cuando mis argumentos son racionales y ninguno emocional.
Suban el nivel.
Saludos.
Tengo por insana costumbre participar en este concurso. Lo hago y no hay criterios de evaluación ni pautas, ni justificaciones.
Todos los años me llevo chasco y luego me fijo que los argumentos de los finalistas son…, como son.
No sé si deberían explicarnos a los participantes qué pretenden los convocantes.
1000 relatos, 5 días…
Creo que leen 10 ó 12 cada miembro del «jurado» y ya.
El mío iba de la DANA este año y lo intenté bordar. Y ya ves, luego lees y no sé para qué me lo intenté currar tanto.
Yo también participé y ,leyendo los finalistas, entiendo porqué mi cuento no fue seleccionado. Todos están escritos con primor, con sensibilidad, con cercanía. Hasta el turrón amargo del condenado a muerte. Espero que no pierda usted la ilusión y que la próxima Navidad volvamos a coincidir aquí, quizá con mejor suerte. ¡feliz año!
Estoy de acuerdo con otros comentarios en que debería ganar un borriquito que nada sabe. Es absolutamente entrañable y habla del origen de la Navidad. Enhorabuena al autor. Me ha emocionado
Este concurso es un verdadero fiasco . No sólo por la calidad bastante discutible de los cuentos seleccionados, sino que además, porque tiene una bases que no cumple ni siquiera el jurado en su selección. El cuento Polvo de estrellas, a parte de ser un compendio de frases esquilmados, no tiene nada que ver con la navidad. Más parece el adelanto de una disque novela de algún amigo de un jurado. Hay un cuento que parece sacado de la Tía Tula, novela menor de Unamuno, pero que supera con creces a su imitador de este concurso. La verdad ese cuento y otros ocupan la palabra navidad (y a veces ni siquiera eso) , para escribir sobre otra cosa. El cuento «Otro más», ya supera todo. Nada que ver con la Navidad, es más bien el desahogo de una fulana al borde de un ataques de nervios y tan insustancial como las pelis de Almodóvar.
Si hubiese que rescatar algo de esta lamentable selección, destacaría «Terciopelo rojo». Por lo menos hay algo, una leve brisa se literatura, pero no está muy bien logrado .
En resumen: un fiasco de proporciones.