Hasta ahora siempre he fracasado cuando he intentado castigarme. Me ha faltado valor o no me habéis dejado. El dedo tembloroso acariciando el gatillo, pero no lo aprieto porque pienso en mi padre. Él me enseñó a disparar. Cuando me asomo a un puente y veo el río, me vienen imágenes de la ternura de mi madre. Me pasa lo mismo con el coche. Temo matar a alguien o que me rescaten y quedarme tetrapléjico. Una vez casi lo consigo, pero me interrumpieron. He tenido tratamiento, pero las voces no callan.
Quieren que les cuente lo sucedido, como otras veces, pero de sobra lo saben. Yo soy el loco y ustedes se lo hacen, ¿quién está peor? Quieren que les cuente otra historia, pero eso no es posible. Se niegan a meterme en la cárcel, se niegan a declararme incapacitado. Mi abogado alega que soy un héroe. Creen todas esas mentiras y yo he intentado mostrarles la verdad: soy un asesino que solo desea la cárcel. Hace dos años solté un puñetazo a un superior. No conseguí que me echasen del ejército, tan sólo una ridícula sanción. Al año siguiente robé a punta de pistola en cuatro licorerías. Me han detenido hasta en ocho ocasiones por peleas y escándalo público. Nada de eso ha sido suficiente para ustedes. Solo me queda la esperanza de que hoy hayan cambiado de idea y me juzguen severamente.
Cuando pulsé el botón, tenía 27 años y solo deseaba ser el mejor piloto para que mi familia estuviera orgullosa de su hijo y de su marido. Un día enseñaría a mis hijos las fotos junto a los cazas que he pilotado. Aquella misión me convertiría en alguien, abandonaría el anonimato. Mi padre me lo decía a menudo: la vida solo te da un par de oportunidades para ser un héroe y hay que aprovecharlas. Aquel día me dieron unas indicaciones de vuelo y un sobre que debía abrir cuando hubiese alcanzado unas coordenadas. La carta indicaba qué botón debía pulsar de aquella modernísima aeronave. Si lo hubiese sabido jamás hubiese despegado del portaaviones.
No pueden comprenderlo, nadie puede hacerlo, porque la culpa que ustedes han sentido alguna vez es concreta. Tiene un rostro. Se imaginan a alguien sufriendo y se arrepienten por ello, piden perdón y pueden recibir consuelo. Se puede sentir la culpa por un asesinato, pero mi culpa no tiene una cara y eso me consume. Es una agonía sin límites, no pueden imaginarlo. ¿Cómo pueden tener rostro 200.000 muertos? A veces pienso que mi castigo consiste en no poder ser castigado. Quizá merezco enloquecer y escuchar cada día las voces de las personas que asesiné.
Imaginen a un asesino consumido por la culpa y que todo el mundo felicita. Imaginen los días sin lograr la reparación del sueño. Imaginen a una persona acosada por fantasmas y asfixiada por las pesadillas. Solo pido una cosa: la cárcel.
Recuerde, Mr. Eatherly, usted ha alcanzado la gloria en vida, es un héroe y su nombre será eterno para este gran país. Debe estar a la altura de su hazaña, ahora no puede hacerse pequeño, tome estas pastillas durante las próximas semanas. Esas fueron las palabras del último especialista. Señor juez, no me interesa la vida eterna, antes sí, pero ya no, ahora solo quiero salir del infierno de esta. Ayúdeme, por favor.
Cuando el sastre vino a hacer los últimos arreglos del traje y coser las insignias me dijo: Las damas se vuelven locas con estos trajes, debe cuidarlo porque será su pasaporte a muchas camas. Siempre he sido obediente, ese ha sido mi gran defecto, mi padre pertenecía a la 82nd Airbone Division, seguí sus órdenes y acabé en la 308th Bomb Wing, seguí más órdenes y pulsé un botón.
Ojalá ese botón sirviera para poner fin a mi conciencia, pero las pastillas ya no hacen efecto, señor juez, cada noche mis terrores nocturnos aumentan de intensidad. Miles de rostros sin nombre me persiguen pidiendo explicaciones. Cuando aprendí a usar distintos tipos de armas en el campo de tiro lo tomé como un juego, jamás pensé que tuviese que disparar a nadie. Era un niño. Tampoco puedo dispararme a mí mismo. Odio ser inofensivo, y sin embargo he matado más de 200.000 personas, ¿por qué nadie lo entiende? Antes de morir quiero pagar mi culpa, señor juez, eso es lo único que les pido.
Estoy en un picnic rodeado de familias japonesas que han salido a celebrar la floración de los cerezos. Parecen felices mientras comen setas. Hay niños jugando con cometas que tienen forma de carpas que brillan en el cielo. Los árboles comienzan a arder y el cielo se congela con una nube gris. Las familias aúllan de dolor mientras su carne, sus huesos y sus órganos se desintegran. Abro los ojos en medio de la noche, sudo a mares y mi corazón está a un salto de salirse del pecho. Me metí en la ducha durante un largo rato, me gustaría disolverme y desaparecer por el sumidero. Al salir me puse el traje hecho a medida, metí la pistola en el bolsillo interior, me miré frente al espejo, han vestido a un héroe para disfrazar al peor criminal de la historia. La corbata contiene la prolongación de mis ojeras y las insignias camuflan mis delitos.
Han pasado siete años, todavía tengo la piel pegajosa por el champán que arrojaron mis compañeros, todavía resuenan los aplausos y los vítores mientras caminaba por el portaviones. Aquella sensación de incredulidad no me ha abandonado: ¿qué he hecho? ¿qué era esa seta? Todos reían y decían: misión cumplida, la guerra ha terminado. Esa fue la consigna de Truman durante los meses siguientes. También decía: hemos evitado un mal mayor. Soy el mártir de una época.
Siempre me han vigilado. No sé cómo lo hacen, pero su efectividad se mide en que evitaron que me suicidara en el dormitorio de mi apartamento tras tomar varias docenas de pastillas. He perdido el derecho a morir. No quería otra medalla, señor juez, solo quiero mi castigo, ¿cómo se les ocurrió que podría participar en un acto en la Sede de Naciones Unidas?
Embutido en mi uniforme de gala, salí del hotel con el convencimiento de robar un banco otra vez. Sería distinto, lo haría junto a la Sede, ya no podrían ignorar el criminal que soy. No tendrían más remedio que detenerme. Vendrán periodistas de todo el mundo, escribirán artículos y por fin me quitarán el título de héroe.
Mi hotel estaba a seis manzanas, caminé con paso ligero por las calles cuadriculadas. Las personas con las que me crucé caminaban concentradas en sus naufragios cotidianos. Algunos de ellos me miraron, uno se paró y me dio la mano, con una sonrisa de anuncio me agradeció mi labor. Seguí caminando, otras personas me miraron de reojo porque hablo solo, creo que lo hago desde hace varios años, pero no soy consciente hasta que me miran.
Hablar solo es una forma de aligerar un poco el peso. Aunque a veces hablo con vagabundos, me gusta como me tratan, son los mejores confesores. Si eres un loco en Nueva York, tienes total libertad para dar rienda suelta a tus desvaríos. Si eres una persona honrada, serás tomado por un loco. Yo soy la excepción, no me toman por loco, a pesar de la honradez de mi confesión. Sé que me disperso, señor juez, pero según me acercaba a la Sede vi un letrero que ponía Japan Society. No pude creerlo, me enfureció, ¿qué hacen ellos aquí? ¿Usted dejaría a uno de sus hijos en casa del asesino de su madre? Lo peor de todo, estaba casi al lado de la Sede de Naciones Unidas. No lo pensé dos veces y entré en el edificio.
—¡Yo os he matado, yo lancé la bomba atómica! ¡Llevadme a Japón y que allí me arranquen las carnes! Me puse de rodillas en el vestidor y levanté los brazos. No quise sacar la pistola, era para atracar el banco, la usaría para intimidar. Jamás dispararía a alguien, señor juez. Llegaron dos hombres de seguridad, me tomaron por las axilas y me arrastraron por el barnizado suelo hasta la salida. Uno de ellos, con su dedo índice apretó con fuerza varias veces sobre mi Medalla del Aire y me dijo con tono amenazante que no se me ocurriera volver. Era un hombre fuerte, con el mismo corte de pelo que nos hacían al ingresar en la academia militar. Primero metí el cañón en mi boca, pero lo saqué y disparé en otra dirección. No quiero ser un héroe, por favor.
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