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Primeras páginas de Mosaico de una vida, de Claire Nicholas White

Primeras páginas de Mosaico de una vida, de Claire Nicholas White

Claire Nicholas White (Holanda, 1925) recompone en esta memoria los fragmentos de su infancia en Europa, la huida a Nueva York en 1940, y las vicisitudes para adaptarse a ese nuevo mundo. Después de la guerra viaja a California con su madre y con su futuro marido, Bobby White, para visitar a sus tíos, María y Aldous Huxley, en donde llega a conocer a Igor Stravinsky, Christopher Isherwood y Greta Garbo. Al modo de cuadros impresionistas, los recuerdos componen un retrato delicado, conmovedor y lleno de matices, en donde asoman parientes y personajes célebres que la autora describe con ternura y sentido del humor.

Con este libro, Claire Nicholas White se traduce por primera vez en España aunque ha ganado premios literarios tan importantes como el Honorable Mention PEN Translation Prize (1985), Phyllis Whitney Writing Award (1988) y Walt Whitman Birthplace Award (2005). Actualmente vive en St. James, Long Island, y sigue escribiendo a sus 92 años.

A continuación, puedes leer las primeras páginas de Mosaico de una vida, de Claire Nicholas White.

 

PREFACIO

Aunque este es un libro de recuerdos, los hechos no son necesariamente reales. Los recuerdos de una niña son poco fiables, y no es tanto la veracidad de lo que recuerdo como el por qué y el cómo lo que me interesa.
Mi padre y mi madre, Joep y Suzanne Nicolas, eran artistas. Cuando yo era niña, eran parte de la bohemia intelectual de los Paí ses Bajos en la época de entreguerras. Sus dos grandes amigos, el poe ta Adriaan Roland Holst y el artista y doctor Henk Wiegersma, eran personalidades imponentes que me fascinaron durante toda mi vida. Hace pocos años, visitando la colección de arte de Wiegersma en el museo de Deurne, me he llegado a dar cuenta de la tragedia que debió suponer para mi padre haberse peleado con él. Las pinturas de Henk Wiegersma me sorprendieron por ser más originales y potentes que las de muchos de sus contemporáneos.
Supongo que la desordenada vida amorosa de mis padres me ha convertido en una especie de puritana. Encontré un refugio de privacidad en la familia White, con uno de cuyos miembros me casé. La discreción familiar era también una reacción a la personalidad dominante del abuelo de mi marido, Stanford White. Su asesinato hizo que mi familia política rehuyera la exuberante vida pública que pudo haberlo provocado. He cambiado los nombres de algunos de los personajes menos conocidos de este libro. Para que su estructura fuera más concisa y formal, he convertido ocasionalmente algunos detalles en ficción, pero el capítulo acerca de nuestra estancia con los Huxley en California es tan exacto como puedo recordar. Algunos nombres pertenecen a la historia; a otros se les debería permitir que desaparecieran en la borrosa textura del pasado.

CAPÍTULO 1

El sacrificio

Llegué por primera vez a St. James, Nueva York, mi futuro hogar, en el invierno de 1946. No era un día brillante de hielo ni un día de nevadas de suaves contornos blancos y carreteras silenciosas; solo un día gris y frío sin nada digno de reseñar. Llegué un domingo por la mañana en el ferrocarril de Long Island. Las ventanas del tren estaban sucias, los suelos mojados, el calor surgía en bocanadas rancias de algún lugar que estaba debajo de mi asiento, y llevábamos un retraso de media hora.
Yo era una refugiada, como lo es la mayor parte de la gente en Norteamérica, o lo ha sido, o sigue siéndolo durante toda la vida, trasladándose de este a oeste, de norte a sur, de la ciudad a las afueras, siempre en busca de una forma de vida mejor, un lugar mejor en el que vivir.
Era una chica de veinte años que iba a graduarse en Smith College; me adaptaba mal a la vida nómada y ansiaba verme inmersa en la espesa sopa de la historia. La guerra era como un puente que había cruzado y que había reventado tras de mí. Durante los últimos seis años, había soñado con cruzar de nuevo aquel puente, con volver a mi Holanda natal. Pero los sueños se convirtieron en pesadillas. En ellos caminaba por la casa de mi abuela, de habitación en habitación, y me la encontraba muy ajetreada, sin advertir mi presencia.
–Bomma –decía yo–. Estoy aquí. He vuelto.
Pero ella me ignoraba, concentrada en sus ocupaciones, cerrando y abriendo armarios con las llaves que le colgaban en un manojo del cinturón, como la había observado hacer cuando yo era niña. Era como si no fuera ella la que había muerto, sino yo, como si su mundo siguiera adelante para siempre, sin incluirme ya a mí en él.
A veces soñaba que cogía el autobús hacia el norte desde Alkmaar y que el conductor abría y cerraba la puerta de golpe mientras recitaba los nombres de los pueblos: Bergen, Schoorl, Camperduin, saltándose siempre Groet, la aldea en la que yo había nacido. Buscaba ansiosa lugares de referencia –las calles de ladrillo, la oficina de correos, el café llamado De Rustende Jager– pero lo único que veía eran fábricas y columnas de humo alzándose donde solía haber praderas. Me despertaba empapada en sudor y, empezando de nuevo, trataba de hacerlo bien esta vez, encontrar la casa con el tejado de brezo y las contraventanas azules, pero eso nunca ocurría.
Ahora la guerra había acabado y el puente se había reconstruido, pero yo había empezado a darme cuenta de que nadie puede volver atrás. Se habían cortado las raíces. Yo era una persona desplazada. En la estación de St. James cogí un taxi. Sabía el nombre de mis anfitriones, amigos y amigas estadounidenses de mis padres a quienes no conocía. Normalmente eso me habría hecho sentir recelosa, pues prefería a mis propias amistades expatriadas en Nueva York. Pero durante algunos días tuve la premonición de que aquella comida sería importante, de que no me la debía perder.
El taxi atravesó una verja blanca de hierro y se adentró por un camino largo y musgoso entre muros de rododendros con las hojas mustias por el frío, como manos flácidas. Aquellos eran los días en que las chicas leían Rebeca y Lo que el viento se llevó, y surgían en la mente visiones inevitables de Manderley y de Tara, casas que habían sido una referencia y más tarde habían desaparecido pasto de las llamas. Aquel camino de entrada llevaba hasta un gran prado y después hasta una casa, a una fuente, a sarcófagos romanos y estatuas. Los altos arbustos de boj estaban pulcramente atados entre sí con cordeles para protegerlos del peso de la nieve. Unos perros ladraban y la puerta principal se abrió. Se podía ver el estrecho de Long Island al pie de la colina.
La atmósfera de aquella casa, decorada con columnas barrocas, chimeneas y tapices renacentistas, instrumentos musicales y azulejos de Delft, con las paredes cubiertas de libros encuadernados en cuero, evocaba de inmediato recuerdos de Europa. Todos aquellos objetos desplazados parecían estar allí en su hogar, reunidos con gusto ecléctico pero certero. Yo había oído hablar del hombre que había construido la casa. Había sido un gran artista, un arquitecto llamado Stanford White, una figura destacada y popular. Hubo un escándalo acerca de una mujer y a él lo había matado de un tiro un loco celoso. Aquello también evocaba ecos de mi pasado.
En ese momento, sus numerosos nietos y nietas me recibieron calurosamente. Aparecieron por todas partes vestidos con cálidos jerséis y me condujeron hacia la chimenea, pues hacía frío en aquellas habitaciones grandes y algo desvencijadas. Pero el vínculo esencial entre mi pasado perdido y aquel lugar aparecía ahora en la forma espléndida de la viuda del artista, la abuela.
Salió por una puerta del descansillo de arriba, la puerta que daba a la llamada suite de la abuela. Llevaba un vestido de lana color vino, con los agujeros hechos por las polillas cuidadosamente zurcidos. Tenía el pelo blanco recogido en lo alto en un moño como el de mi abuela, pero ella era más alta, más majestuosa, y sus ojos alegres no tenían nada de la melancolía que acechaba en la expresión de mi Bomma. Al verla, sentí inmediatamente que aquel lugar podría convertirse en mi hogar. Sus antepasados se habían establecido allí en el siglo XVII. Los pueblos y las calles llevaban sus nombres.
–La tierra es mía hasta donde yo puedo ver –solía decir ella, deliberadamente ciega ante las viviendas que ya rodeaban su propiedad. Cuando me casé con su nieto, nos dio a mi marido y a mí una vieja granja que había en su terreno, donde he vivido durante cuarenta años. Mis dos hijos y mis dos hijas nacieron allí y una está enterrada junto a la abuela en las tierras de la familia. Yo me uniré a ella algún día, pues tal es mi destino lógico.
No hay duda que esta americanización mía tenía que ocurrir, pero fue mi padre en realidad el que la llevó a cabo. Él hizo añicos mi pasado y yo lo recompondré como él componía su arte, uniendo trozos de vidrio de colores. Mientras pueda regresar, con la facilidad tan conveniente de coger un avión sin nada más que una bolsa de fin de semana, un billete y un pasaporte que delate mi origen, seguiré cruzando el océano, moviéndome entre el presente y el pasado. Conservaré mi difícil equilibrio entre continentes.
Mis hijos y mis hijas nunca lo entenderán. Consideran sus derechos de nacimiento como algo dado y se sienten muy satisfechos, mientras que yo me he convertido en un símbolo, en un vínculo. Mientras estoy aquí sentada frente a un paisaje americano, mi mente vuelve una y otra vez al jardín que estaba delante de la casa donde mi madre acaba de morir, allá lejos.
Entre los troncos cubiertos de musgo se yergue una estatua que ella hizo. Representa a una mujer pequeña con falda larga. Se inclina hacia delante y su pelo toca el suelo. Quizá se está lavando la cabeza en un arroyo. Sus brazos rodean las largas trenzas en un gesto protector. La figura entera, como los troncos y las plantas invernales que la rodean, está cubierta por el brillo orgánico del musgo, como si la estatua también se hubiera convertido en un vegetal. Con el pelo parece estar extrayendo la savia de la tierra. Tanto los pies como la cabeza han echado raíces.
Quizá algún día yo seré como ella. . . .
Nací en la cama de mi madre en nuestra primera casa, que era el paraíso. Mis padres artistas, huyendo del rígido catolicismo de Limburg, se habían trasladado al casarse a un pueblo llamado Groet en el norte de Holanda. La granja del siglo XVII volvía la espalda a las dunas de arena, pero daba la cara a los pólderes, praderas verdes y llanas que se extendían hasta donde llegaba el horizonte. Unos cuantos kilómetros al norte había un hueco en las dunas donde se había construido un dique para contener al Mar del Norte que, como una bestia enorme y salvaje, se cernía sobre la tierra detrás del muro de arena y piedras, amenazador y al mismo tiempo fascinante. En ningún otro lugar de la tierra era la hierba tan verde, como si necesitara de la proximidad del peligro para crecer serena y espesa. Durante todo el día el viento limpiaba el aire, de modo que la gente siempre respiraba aire puro y mantenía su frescor.
El principio fue pura felicidad, como quizá lo sean todos los principios en el recuerdo. Luego, en 1928, cuando yo tenía tres años, ocurrió algo preocupante relacionado con el nacimiento de mi hermana. El día anterior mi madre había pintado todo el suelo de la cocina. Yo estaba mirándola desde el vestíbulo pavimentado de ladrillos mientras se arrastraba con su gran vientre por los suelos de madera que se volvieron de un rojo brillante bajo su pincel.
–No toques –dijo–. ¡Mantente lejos!
Detrás de mí, Truus, nuestra doncella, estaba de pie junto a un barreño humeante frotando sábanas sobre una tabla de lavar. Cuando acabó, inundó el suelo del pasillo con agua jabonosa blanquecina que corrió por el canalón de ladrillo hasta el exterior.
–Ten cuidado –me regañó–.
Te vas a mojar los pies. Me quedé atrapada en una isla y empecé a llorar.
–Eres una pesada –gruñó Truus, alzándome con manos húmedas y arrugadas, y soltándome fuera, en la hierba, donde una mariposa me acompañó hasta el jardín.
A la mañana siguiente, salí de mi cuna, que estaba pintada en azul Delft, y trepé a la cama de padre para despertarlo abriéndole los ojos con crueldad. En la pared, sobre su almohada, colgaba una estampa de la Imagerie d’Epinal de un Cristo que subía por el tortuoso sendero del Gólgota llevando la cruz. Por aquel sendero serpenteante lo seguía una triste procesión de amigos, y yo recorrí el camino con el dedo índice.
En la alcoba se encontraba la cama de madre, que estaba hecha de madera clara de cerezo con cabezas de cisnes talladas. Era como un trineo tirado por las cuatro aves, un trineo en el que yacía escondida madre.
–¡Creo que está llegando! –gritó.
Los dos corrimos a su lado y ella, con un guiño tranquilizador dirigido a mí, añadió:
–Como una pepita saliendo de un melón.
Me llevaron rápidamente a la cocina y, aunque por entonces el suelo estaba seco y brillante, Truus no me dejó arrastrarme por él de vuelta al dormitorio. Corrió frenética, con el cabello desordenado. Padre me cogió en brazos y me llevó hasta la ventana del comedor.
–Mira –dijo señalando hacia un pájaro que volaba sobre el empinado tejado–, una cigüeña. Va a dejarte una hermanita por la chimenea.
A lo lejos oí un llanto infantil. Mi padre me dejó atrapada en mi silla alta con forma de barril y desapareció, dejándome sola y desconcertada. Entonces una extraña entró en la habitación. No me imaginaba de dónde podía haber salido. Me miró con ojos oscuros e inquietos, se sentó junto a mí a la mesa puesta para el desayuno y me mostró cómo cortar tostadas con mantequilla en tiras y mojarlas en la yema de un huevo pasado por agua. El sabor resultante fue un consuelo y la gourmandise se convirtió en una sustituta de los celos.
–Las tiras de tostada se llaman soldados –me explicó, colocándolas geométricamente en un plato.
Durante todo el día permaneció a mi lado, como si tratara de ocupar el lugar de madre, pero parecía distraída, mirando por la ventana y suspirando, retirándose detrás de la oreja los mechones de su media melena. A la mañana siguiente me volvió a consolar con soldados de pan y luego abrió una cortina que había delante de un armario. Sobre los estantes había filas tambaleantes de pasteles de crema de moka esperando para el bautizo. Cada granjero vecino había mandado uno, como era la costumbre, pero incluso la visión de semejante abundancia de glaseado rico y cremoso me revolvió, y todo se puso oscuro por un momento, como si me estuviera hundiendo en el abismo de los ojos marrones de la mujer.
–Jeanne –llamó mi padre a aquella extraña, con voz lisonjera–, Jeannon…
Cuando lo vi besarla tras la oreja, hundiendo la nariz en un rizo de su pelo, pregunté:
–¿Quién es?
Él me explicó:
–Jeanne es tu tía, la hermana mayor de tu madre, igual que tú lo eres ahora de Sylvia. Al principio, aquella hermana pequeña permaneció como un objeto borroso y lejano en su cuna. Sylvia… el nombre susurrado como el de mi madre, Suzanne, mientras que el sonido de Jeanne era acariciante, sedoso. Mayores o menores, puede que hermanas y tías fueran ecos unas de otras. Luego Jeanne se marchó en el autobús y una vez más fuimos una familia unida.
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Autor: Claire Nicholas White. Título: Mosaico de una vida. Editorial: Sabina. 
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