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Emma Cohen, una clásica de la heterodoxia española de su tiempo

Emma Cohen, una clásica de la heterodoxia española de su tiempo

Esteve Riambau y Casimiro Toreiro recuerdan a Emma Cohen en las páginas de La Escuela de Barcelona: El cine de la “gauche divine” (Anagrama, 1999), cuando aparecía acreditada en las películas de aquellos realizadores como Emma Beltrán. Yo la recuerdo en la azotea del diario El Mundo, cuando la redacción estaba en la calle Pradillo y todas las primaveras celebraban la nueva edición de la Feria del Libro de Madrid con una fiesta memorable en el mismísimo cielo de mi ciudad. En aquellos días —hablamos del fin de siglo o poco más—, ella, principalmente, se dedicaba a la literatura. Yo entonces colaboraba en La Esfera de los Libros —el suplemento literario del periódico en aquella sazón—, que dirigía mi caro Miguel Munárriz. También fue allí donde conocí a mi buen amigo Leandro Pérez Miguel, “el joven Leandro” le llamábamos entonces.

Emma Cohen ya era una auténtica clásica de la heterodoxia española. Pero yo la admiraba desde que la vi incorporando a una hippie en El hombre que se quiso matar (Rafael Gil, 1970). Ése era su prototipo en los comienzos de su filmografía, el de la hippie de los repartos del cine comercial. Su actividad teatral, donde al parecer dio lo mejor de su actividad profesional, ya discurría por personajes de enjundia. Destacada columnista en El Mundo finisecular, yo la llamaba siempre que podía para los entrecomillados de mis artículos —preguntarle la opinión sobre los temas que fueran menester— y ella siempre me contestaba muy gentilmente, incluso cuando no tenía nada que decir. Me hacía mucha ilusión poder hablar con una persona que había trabajado junto a Jane Birkin, Patty Shepard y otras actrices referenciales de mi mitología personal. Así que siempre la saludaba cuando me la encontraba en la azotea de El Mundo, allí en la línea del cielo de mi ciudad, y ella me contestaba con simpatía, como si yo no fuera ese diletante que siempre he sido. Fue entonces cuando comprendí que Emma Cohen carecía totalmente de esa afectación, común a los grandes de la cultura, que no ocultan ni quienes pretenden hacerlo, en efecto, bajo la máscara de la falsa modestia, ni, por supuesto, yo critico en modo alguno. Eso sí, me quedo con la espontaneidad de aquella auténtica heterodoxa de la España de su tiempo —su figura trascendió la escena y las dos pantallas— que fue la gran actriz que hoy nos ocupa. Aunque estuviera charlando con las más prestigiosas firmas de la casa, a Emma Cohen nunca le faltó una sonrisa para mí.

"Sin caer en semejantes dramatismos, el cine rompedor o bien se extingue en la cartelera comercial o desaparece sin más"

Supongo que llega un momento en que el cine basado en la ruptura con la pantalla imperante en la cartelera precedente tiene que renunciar a esa fractura, so pena de convertir ese afán rupturista en un nuevo dogma, en una nueva ortodoxia. De ser así, se estaría cayendo en una rutina semejante —se me antoja— a esa que hace que el fin último del revolucionario, ya asaltados los cielos —tomado el poder—, sea el de convertirse en policía para la salvaguarda del nuevo orden impuesto por la revolución. Y, ya puesto a ello, prohibir, detener, torturar, asesinar y desaparecer a los enemigos entre la noche y la niebla: exactamente igual que hicieron con los revolucionarios los defensores del orden anterior.

Sin caer en semejantes dramatismos, el cine rompedor o bien se extingue en la cartelera comercial —la misma contra la que se alzó— o desaparece sin más. Ese fue el caso de la Escuela de Barcelona, toda una ruptura en la pantalla española de los años 60, que, en el mejor de los casos, permaneció en la marginalidad de José María Nunes —precursor, heraldo del grupo— o Jacinto Esteva y Joaquín Jordá —los más rompedores, codirectores de Dante no es únicamente severo (1967)—. Los demás, para poder seguir haciendo películas —el Vicente Aranda de Fata Morgana (1965), el Jaime Camino de Mañana será otro día (1967), el Gonzalo Suárez de El extraño caso del doctor Fausto (1969)— tuvieron que reconvertirse en cineastas más o menos comerciales y realizar sus respectivas filmografías, sobradamente conocidas por cualquier aficionado al cine español de su tiempo.

"Bien distinto fue el caso de Emma Cohen, recién llegada de las barricadas que aquella primavera del 68 cerraron algunas calles parisinas pero abrieron el camino de la revolución"

En cuanto a las actrices de la Escuela de Barcelona, pasó más o menos igual. Teresa Gimpera, la más destacada, también lo fue del resto de la pantalla española. Pero de modelos como Romy, Irma Walling o Mijanou Bardot —la hermana de Brigitte, que abandonó el cine tras protagonizar la notabilísima Después del diluvio (1968), de Jacinto Esteva— nunca más volvimos a saber. Emma Cohen, que como tantos actores y actrices de su tiempo estudiaba Derecho cuando descubrió la interpretación mientras integraba el Teatro Español Universitario, se inició en el cine y en la Escuela de Barcelona dentro del reparto de Tusset Street, de Jorge Grau. Este brillante realizador ya se había destacado con una película del calibre de Noche de verano (1963), un acercamiento al solaz de varios matrimonios de la burguesía barcelonesa en la noche de San Juan, que algunos comentaristas consideran un precedente de la Escuela de Barcelona, en tanto que a otros nos resulta más en la estela del Antonioni de aquellos años. Pero parece ser que fue una mesetaria como la manchega Sara Montiel —mesetarios llamaban los cineastas que operaban en Barcelona a sus colegas que lo hacían en Madrid, a su juicio los representantes del canon oficial de entonces, así como de la comercialidad—, la que expulsó del rodaje a Grau. La actriz era la estrella y no estaba conforme con la forma en que el realizador iba dirigiendo la película.

Bien distinto fue el caso de Emma Cohen, recién llegada de las barricadas que aquella primavera del 68 cerraron algunas calles parisinas pero abrieron el camino de la revolución. La joven se incorporó al equipo artístico de Grau, y en lo sucesivo fue uno de los realizadores con los que más habría de trabajar. Historia de una chica sola (1968) fue la siguiente cinta de su larga serie de colaboraciones.

"Aunque en aquellos comienzos de su filmografía comercial a menudo hizo de novias autóctonas y buenas, era una actriz tan cosmopolita que tuvo mucho predicamento en aquella pantalla de las coproducciones internacionales rodadas aquí"

Para Gonzalo Suárez fue la Mujer de la Botella de El extraño caso del doctor Fausto. Para el siempre estimable Francisco Rovira Beleta fue la María de La larga agonía de los peces fuera del agua (1970), la aleccionadora historia de Joan, un pescador de Ibiza recreado por Joan Manuel Serrat que abandona a María, su novia de la isla, por irse detrás de una hippie inglesa que tuvo con él un lío en el verano. Ni que decir tiene que, ya lejos de casa, cuando Joan se presenta en Londres ante la inglesa, ella no le quiere ni ver. Era lo malo que tenía las hippies. Eran muy libres y guapas, pero siempre que te ibas con ellas a donde fuera, una vez allí, en el fin del mundo, llegaba otro con el que te acababan por dejar.

Aunque en aquellos comienzos de su filmografía comercial a menudo hizo de novias autóctonas y buenas —recuérdese a la Paula de La semana del asesino (Eloy de la Iglesia, 1972)—, era una actriz tan cosmopolita que tuvo mucho predicamento en aquella pantalla de las coproducciones internacionales rodadas aquí. Así, con las mismas que incorporó a la bailarina gitana en Cabezas cortadas (Glauber Rocha, 1970), ese clásico del nuevo cine brasileño rodado íntegramente en Cataluña, pudo vérsela en Nicolas y Alejandra (Franklin J. Schaffner, 1972). Meses antes, en Las petroleras (Christian-Jaque, 1971), incorporó a Virginie, una de las villanas de la cuadrilla de Brigitte Bardot (Louise). Cinta paródica, donde se incluyó el mayor duelo de escotes de la historia del western mediterráneo, el habido entre BB y Claudia Cardinale (CC), está claro que tanto Emma Cohen como Teresa Gimpera (Caroline) en aquellas secuencias intervinieron en aquella gracieta por dinero. Pero tanto una como otra demostraron la misma personalidad que si hubieran estado haciendo el más exquisito cine de autor.

"Otro día hablaremos de la gallina Caponata y el resto de sus trabajos para la televisión. La recuerdo entre los grandes de la cultura, en la línea del cielo de mi ciudad"

Y también recuerdo a Emma Cohen en mi queridísimo fantaterror español —El espanto surge de la tumba (Carlos Aured, 1973), El extraño amor de los vampiros (León Klimovsky, 1975)— y en una muestra del excelente terror inglés de los 70 rodado en España. Tal fue el caso de La cruz del diablo (1975), una adaptación de Bécquer rodada entre nosotros por John Gilling. Bien es cierto que desde que, tiempo después, empezó a colaborar con algunos de los realizadores más destacados de los años venideros —Fernando Colomo, José Luis Garci, Imanol Uribe…—, al igual que en las dos pantallas y en la escena lo venía haciendo en trabajos de Fernando Fernán Gómez, su futuro marido, su filmografía se fue volviendo más selectiva. En los más de 80 títulos que la integran hay donde elegir.

Yo creo que ese eclecticismo de los comienzos de su filmografía —tras abandonar las rupturas para que no se convirtieran en el nuevo canon— nos demuestra su falta de afectación. Emma Cohen, toda una referencia en la heterodoxia española de su tiempo —bastaba con leer sus libros o sus columnas en El Mundo para descubrirlo—, siempre fue esa mujer sin prejuicios, que ya parecía serlo cuando se dio a conocer como una hippie que siempre fueron mejores que las y los progres, con su conciencia política— en la pantalla española de comienzos de los años 70. Otro día hablaremos de la gallina Caponata y el resto de sus trabajos para la televisión. La recuerdo entre los grandes de la cultura, en a línea del cielo de mi ciudad.

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