Inicio > Firmas > Notas al margen > Lo que se dio una vez

Lo que se dio una vez

Lo que se dio una vez

El mejor día de la semana

Recuerdo el hecho, pero no el momento. Tuvo que ser entre el tercer y quinto curso de la EGB, pero no puedo precisar la motivación del ejercicio. Se trataba de que pusiéramos por escrito cuál era nuestro día favorito de la semana y explicáramos por qué. Cuando tocó leerlo en voz alta y la maestra me llamó a capítulo, mi respuesta provocó una carcajada general: «Los jueves, porque ponen Luz de luna». Entiendo que mis compañeros se lo tomaran a broma, pero para mí era una cosa muy seria: me gustaba realmente aquella serie a la que tan aficionados eran mis padres ―creo que más mi padre que mi madre, pero no estoy tampoco muy seguro― y que yo veía junto a ellos en esas noches que eran el preludio del fin de semana. Sé que me caía bien aquella pareja de detectives y que disfrutaba mucho con sus investigaciones, aunque sospecho que entendía más bien poco y lo que me pegaba al televisor eran los chistes o gracietas que trufaban sus guiones y el desarrollo de unas intrigas que, aun con sus dobleces y sus recovecos, resultaban lo suficientemente asequibles para que las disfrutara un niño como yo. Lo fui olvidando luego casi todo, salvo el placer que me procuraban aquellas píldoras ficticias semanales, y por eso cuando Filmin anunció que a partir de la Nochebuena pondría a disposición de sus abonados todas las temporadas del serial sentí un brote de alegría, pero también una cierta aprensión. Siempre duda uno a la hora de revisitar aquello que le deparó felicidad en otra época, nunca está seguro de que vaya a gozar de igual forma, o a apreciar siquiera, lo que tanto llegó a disfrutar, porque sabe que el tiempo hace su trabajo con obstinación rigurosa e implacable, que nosotros ya no somos quienes fuimos y que cabe la posibilidad de que lo que considerábamos bueno no lo fuese en realidad tanto y, al contemplar con los ojos del ahora lo que habíamos conocido con la mirada de antes, queden al descubierto sus costuras y abolidos sus encantos. De ahí que el primer día pusiera el capítulo piloto con una curiosidad no exenta de temor, y por eso estoy disfrutando tanto estas primeras noches del año en las que voy regresando a Luz de luna con la gratitud de quien visita de nuevo un lugar querido, pero también con el asombro de quien lo recorre por vez primera. Ambas actitudes son válidas en este caso: no me acordaba de excesivos detalles y a muchos efectos es una serie completamente nueva para mí, porque salvo la pareja protagonista, esos inconmensurables Cybil Shepherd y Bruce Willis, la pegadiza sintonía de la cabecera y algún que otro personaje secundario, como la encantadora señorita Di Pesto, poco más atinaba a reconstruir en mi memoria; compruebo ahora, demás, que tanto las tramas como las actuaciones eran, o son, tan buenas que mantienen su frescura y su interés absolutamente intactos pese a las casi cuatro décadas que han transcurrido desde su estreno. Asisto ahora a lo que en su momento era rutilante actualidad y hoy es un pasado cada vez más remoto: en la serie la gente se comunica a través de teléfonos fijos o de cartas o de telegramas, escribe con máquina o a mano o en ordenadores rudimentarios, ejerce hábitos que han quedado relegados o extinguidos y se mueve, en fin, en un mundo que no existe, pero que aún conocimos quienes tenemos cierta edad y por lo tanto nos resulta tan familiar como esas fotos de la niñez o de la adolescencia que miramos a veces con una melancolía teñida de estupefacción. Viene la comparación al caso: volver a Luz de luna después de tantos años, ese ejercicio simultáneo de descubrimiento y recuerdo, es como retomar aquellas noches de los jueves en las que no había problema que no quedara indefectiblemente resuelto al final de cada capítulo. Es congraciarse por la lucidez del escolar que escogió precisamente aquél como su día favorito de la semana.

Lo peor del horror

"Ángel de la Calle desarrolló la teoría de que la obra de Monteverde presentaba una peculiaridad significativa: cuando pretendía escribir novelas, le salían ensayos"

Lo conocí hará pronto veinte años, en la Semana Negra de 2005. Yo acababa de presentar por primera vez, con el preceptivo fracaso, la que era mi primera novela, y me lo encontré justo después en la terraza de un bar en el que, no sé de qué modo, había entablado conversación con unos amigos míos que estaban allí esperándome. Me preguntó por qué traía esa cara y cuando se lo dije me escuchó con atención e hizo lo posible por animarme, él que tan depresivo era, aunque eso lo supe después. Nos vimos y hablamos con frecuencia en los días siguientes y seguimos haciéndolo cada vez que el verano y los libros lo llevaban por Gijón. Nos estrechábamos en un abrazo largo al encontrarnos y buscábamos tiempo para tomar algo o dar un paseo mientras nos contábamos que había sido de nuestras vidas en los meses o los años que habíamos pasado sin vernos. Para entonces yo ya había leído algunos de sus libros y sabía que Eduardo Monteverde era un escritor bien interesante, uno de esos tipos capaces de aunar la experiencia con las referencias culturales en batiburrillos tan inextricables como gozosos en los que sólo cabía extraviarse y abandonar toda esperanza de encontrar una salida para dedicarse a disfrutar la intensidad del merodeo. Había estudiado Medicina pero se había curtido en el periodismo, muy especialmente en el de sucesos, y con su bagaje en el oficio trenzó un libro con el que obtuvo el Rodolfo Walsh justamente en la fechas en las que mantuvimos nuestra conversación primera. Ángel de la Calle desarrolló la teoría de que la obra de Monteverde presentaba una peculiaridad significativa: cuando pretendía escribir novelas, le salían ensayos; cuando, por el contrario, tenía intención de organizar un ensayo, terminaba pergeñando una novela. Desde esa premisa, que tenía una parte de chiste y otra de verdad, le organizamos un pequeño homenaje que consistió en una conversación a tres bandas con él que se prolongó durante una hora y que recuerdo como una experiencia tremendamente divertida. Me parece que no lo volví a ver después de aquello, aunque le escribí de vez en cuando y alguna que otra vez me llegaron noticias suyas a través de amigos comunes. Las últimas me informaron de que andaba algo achacoso de salud, lo que unido a su tendencia al desmoronamiento anímico lo mantenía prácticamente encerrado en casa, sin mantener más que contactos puntuales con unos pocos amigos. Es ahora el propio Ángel quien me comunica el frío de su muerte, y la consternación trae los ecos fragmentarios de conversaciones desarboladas, el relampagueo de sus digresiones lúcidas y erráticas, la sonrisa triste que dibujaba tras su bigote tupido cada vez que constataba que no hay muchas más certezas al margen de la fatalidad, la vehemencia con que defendía sus puntos de vista, la sombra de su mirada cuando evocaba horrores que había contemplado, ignorando todavía que a partir de ahora lo peor de ese horror va a ser su ausencia.

El tiempo sin Franco

"Menospreciar la necesidad de mantener esa memoria es defender un olvido que no hace ningún bien al futuro"

Todos los países civilizados celebran el momento en el que comenzaron a serlo, lo que es tanto como decir el final de aquello que les impedía regirse mediante unas pautas de decencia que pudieran pretenderse universales siguiendo el ideal kantiano y que podrían resumirse en un puñado de premisas básicas: un régimen de libertades articulado en torno a una Constitución que garantice la celebración periódica de elecciones y el derecho a decir lo que uno piensa sin temor a represalias, un acceso universal y gratuito a la educación, una cobertura sanitaria y asistencial a todo aquél que las precise, un reconocimiento de igualdad ante la ley, unas administraciones volcadas en el bienestar de las personas y no en su menosprecio. Celebrar eso, o el instante en el que empezó a darse, implica también recordar lo que hubo antes, lo que es tanto como decir que conviene tener en cuenta que las cosas no fueron siempre como son y que, de hecho, lo que se tiene es el fruto de un gran compromiso colectivo que tiene como objeto el evitar que vuelva a darse lo que se dio una vez y fue indeseable y debería seguir siéndolo para cualquiera. En España existió durante cuarenta años una dictadura de derecha extrema que, por mucho que digan los acólitos que aún quedan, sumió al país en un retraso considerable y abocó a la muerte o al exilio o al ostracismo a quienes no comulgaban con sus preceptos. Quizá no sea la de la muerte del dictador la fecha más adecuada para traer a colación todo eso, pero sospecho que la mayoría de quienes con no poca iracundia protestan contra las conmemoraciones no lo hacen por razones de calendario, sino porque les molesta algo mucho más profundo que ni siquiera ellos mismos se atreven a nombrar. Es bonita esa alusión a la voluntad de reconciliación, a la renuncia de los vencedores a ejercer su poder y a la de los vencidos a la revancha. La desgracia es que también es falsa: los franquistas no se plegaron fácilmente y sus oponentes tuvieron que tragar sapos bien amargos, como el de olvidar a miles de muertos que continúan hoy sin tumba. Esquivar esa verdad es tergiversar los pliegues de un proceso que fue modélico porque llegó a buen puerto cuando bien pudo frustrarse, pero que no por ello tiene que ver disimuladas sus zonas de sombra. Duele pensar que quienes no lo ven así es porque o bien no entienden que hubiera nada demasiado malo en esas cuatro décadas ominosas, o las añoran secretamente, o se han dejado arrullar por quienes mienten al aseverar que aquella época fue más próspera que ésta. Aterra ver que algunos valoren tan poco la libertad, la verdadera, como para olvidar o relativizar la extraña mezcla de alivio y congoja que sacudió este país hace medio siglo, cuando los periódicos amanecieron con la noticia que constataba la muerte del sátrapa. Menospreciar la necesidad de mantener esa memoria es defender un olvido que no hace ningún bien al futuro, porque olvidar los males del pasado es el mejor modo de facilitar la llegada de los posibles desastres futuros.

3.8/5 (19 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios