César Mallorquí regresa a las librerías con un thriller histórico protagonizado por tres generaciones de mujeres (abuela, madre e hija) que tienen que enfrentarse, cada una en su momento, a los representes del mal.
En Zenda reproducimos un fragmento de El secreto de Gabriela Salazar (La Esfera de los Libros), de César Mallorquí.
***
Argentina. Febrero de 1952
A las seis y media de la tarde, el tranvía de la línea 90 dejó a Guadalupe Salazar en la parada de la Plaza Constitución, frente a la estación de ferrocarril. Guadalupe regresaba de darle clase al hijo de un funcionario del Gobierno que vivía en Villa Urquiza; un largo trayecto, y aún le quedaban treinta minutos de caminata para llegar a su casa. Echó a andar hacia el este y luego se desvió en dirección al parque de Lezama. Lo atravesó, siguió por la avenida del Almirante Brown y torció por Arzobispo Espinosa. Poco después, se adentró en La Boca, el barrio más popular de Buenos Aires.
Hacía calor. Dejó atrás La Bombonera, el estadio del Boca Juniors, y se internó en la zona más humilde del barrio, con casas de chapa ondulada y madera, algunas pintadas de colores vivos, y un vecindario que hablaba tanto en castellano como en italiano, noruego o en otros idiomas de imprecisa localización. Así debía de ser la Babel de la Biblia, solía pensar Guadalupe.
Al pasar frente al almacén de doña Manuela, se detuvo para comprar tres empanadas de carne. Poco después llegó a la casa que compartía, una modesta construcción de madera de dos plantas pintada de verde oscuro. Desde una radio lejana sonaba «Siga el baile», el viejo éxito de Alberto Castillo. Pilar Marcos, su compañera de vivienda, estaba en el salón, trabajando con la máquina de coser.
—Hola, Lupe —la saludó—. ¿Qué tal el día?
—Hola, Pilar. Mucho calor.
—Sí que lo hace —asintió Pilar sin dejar de coser—. Pero en días así, me consuelo recordando que en Palacios de la Sierra, el pueblo de Burgos donde nací, ahora mismo hace un frío que raja las piedras. No veas los sabañones que le salían a mi madre de ir al lavadero. Esto es mejor.
—¡Mami! —exclamó una voz infantil.
Gabriela, la hija de Guadalupe, entró a la carrera en el salón y se abrazó a su madre. Tenía once años, el pelo rubio recogido en una coleta, los ojos claros y una expresión traviesa en la mirada.
—¿Te has portado bien? —le preguntó.
—Sí, mamá —respondió la niña; y añadió burlona—: ¿Y tú?
Guadalupe sonrió. Pilar, sin dejar de accionar el pedal que hacía funcionar a la máquina de coser, comentó:
—Las mamás siempre se portan bien. Y en este caso, la hija también.
—¿Ves, mami? Soy buenísima.
—No estás mal —bromeó Guadalupe—. Aunque no tengo más hijos, así que no puedo comparar. ¿Has hecho los deberes?
—Sí, mami.
—Más vale que sea verdad, Gabi, porque luego los revisaré y te tomaré la lección.
—Sííííí, mamá. —De repente, Gabriela abrió mucho los ojos, como si hubiera recordado algo, y dijo—: Ha venido una gente a verte.
—Es verdad —terció Pilar, interrumpiendo por primera vez su labor—. Hace como hora y media; un hombre y una mujer han preguntado por ti.
—¿Quiénes eran?
—No lo han dicho. La mujer era española y el hombre tenía acento argentino.
—¿Y qué querían?
—Ni idea. Les he dicho que volverías sobre las siete y se han ido.
Guadalupe se encogió de hombros.
—Ojalá quieran que les dé clase —dijo mientras se dirigía a la cocina—. Me vendría bien más dinero. Ah, he comprado empanadas para la cena.
—Estupendo —dijo Pilar—. Luego prepararé una ensalada.
Unos minutos después, cuando Guadalupe dejaba la bolsa con las empanadas en la alacena, llamaron a la puerta golpeándola con los nudillos. Salió de la cocina y abrió; al otro lado del umbral aguardaban un hombre de treinta y pocos años y una mujer de unos cuarenta.
—¿Es usted doña Guadalupe Salazar? —preguntó el desconocido.
—Sí. ¿Qué desean?
—Mi acompañante se llama Amaya Echávarri y yo soy José Herrero. Queremos contratar sus servicios. ¿Podemos entrar?
Guadalupe se apartó a un lado y los invitó a pasar con un ademán. La pareja entró en la vivienda y saludaron a Pilar con sendos cabeceos.
—¿Quieren aprender alemán? —les preguntó Guadalupe—. ¿O son clases privadas para algún niño?
Herrero miró a Pilar, luego a Gabriela y finalmente a Guadalupe.
—Disculpe —dijo—. ¿Podríamos hablar en privado?
Guadalupe parpadeó, sorprendida.
—No creo que sea necesario… —comenzó a decir.
Pilar, que había dejado de coser, se incorporó.
—Voy a descansar un rato —dijo—. Anda, Gabi, ven conmigo. Le pasó un brazo por los hombros a la niña y ambas remontaron la escalera que conducía a la planta superior. Desconcertada, Guadalupe invitó a los recién llegados a sentarse en torno a una mesa.
—Bien —preguntó cuando se acomodaron—, ¿qué desean?
Herrero sacó una cartera del bolsillo interior de la americana, extrajo de ella cuatro billetes de cincuenta dólares y los dejó sobre la mesa.
—Esto es para usted —dijo.
Cada vez más confusa, Guadalupe miró el dinero y preguntó:
—¿Para mí? ¿Por qué?
—Por escucharnos y responder unas preguntas, eso es todo.
Guadalupe entrecerró los ojos y contempló a la pareja. Él era moreno, con el pelo peinado hacia atrás, gafas de montura metálica y lentes redondas. Ella era una mujer recia, vestida con discreción, de facciones marcadas y una seriedad abrasadora en la mirada. Parecían normales, pero… ¿Doscientos dólares por escucharlos? Eso no tenía nada de normal.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó con apenas disimulado recelo.
—Supongo que se refiere a qué o a quién representamos —respondió Herrero—. Eso se lo aclararemos más adelante. De momento, y a cambio de ese dinero, ¿le importaría contestar unas preguntas?
Guadalupe echó un vistazo a los billetes y se encogió de hombros.
—Adelante —dijo.
El hombre carraspeó.
—Es usted española. ¿Dónde nació?
—En Madrid, en 1920.
—Durante la Guerra Civil se casó con don Manuel Escudero, ¿no es así?
—No llegamos a casarnos. Primero una guerra, luego otra… no tuvimos tiempo.
—Pero ante los ojos de Dios eran marido y mujer.
—No creo en Dios, pero sí: éramos marido y mujer.
—Su marido, Manuel, luchó en España por la República, y luego en Francia contra los nazis. En 1940 lo detuvo la Gestapo y fue internado en el campo de exterminio de Mauthausen, donde falleció poco después. En 1941 nació el fruto de su relación, su hija Gabriela. Supongo que es la niña que estaba aquí cuando llegamos.
Guadalupe lo miró con el ceño fruncido.
—¿Cómo sabe todo eso? —preguntó.
—No importa. En 1945 emigró con su hija aquí, a Buenos Aires. Desde entonces se ha ganado la vida dando clases particulares a niños y enseñando alemán. ¿Cómo aprendió ese idioma?
—Mi segundo apellido es Schüller. Mi madre, Greta Schüller, era alemana. Ella me enseñó.
—De modo que lo habla bien…
—El hombre hizo una pausa y preguntó—: ¿Qué opina de los judíos?
Guadalupe sacudió la cabeza, desconcertada.
—¿Qué clase de pregunta es esa? —Exhaló una bocanada de aire—. Si lo que quiere saber es si soy antisemita, no lo soy.
—¿Y de los nazis?
—¿Que qué opino de los nazis?
—Sí. —¿Usted qué cree?
—No lo sé; por eso se lo pregunto.
Guadalupe desvió la mirada y volvió a sacudir la cabeza. ¿A qué venía ese interrogatorio?
—Entre los muchos crímenes que cometieron —respondió al fin—, uno de ellos fue asesinar al padre de mi hija. No, no me caían muy bien los nazis, qué quiere que le diga. Por fortuna, esa pesadilla ya ha acabado.
El hombre y la mujer intercambiaron una mirada. Luego, Herrero contempló a Guadalupe y le dijo:
—Pero es que aún no ha acabado, señora Salazar.
[…]
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Autor: César Mallorquí. Título: El secreto de Gabriela Salazar. Editorial: La Esfera de los Libros. Venta: Todos tus libros.
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