La editorial Siruela publica todos los relatos de uno de los mayores escritores del siglo XX. Y acompaña la edición con ilustraciones originales del autor, así como con un prólogo de Francesco M. Cataluccio.
En Zenda reproducimos el arranque de unos de los relatos presentes en Madurar hacia la infancia (Siruela), de Bruno Schulz.
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LAS TIENDAS DE COLOR CANELA
Agosto
I
En julio, mi padre solía irse al balneario y me dejaba con mi madre y mi hermano mayor a la voluntad de los días veraniegos abrasadoramente blancos y alucinógenos. Ebrios de esta luz, hojeábamos el gran libro de las vacaciones, cuyas hojas ardían resplandecientemente y ocultaban en su fondo la pulpa de peras doradas, dulce hasta el desmayo.
Esos días, la oscura cara del primer piso que daba a la plaza del mercado era atravesada por el enorme verano; el silencio de las vibrantes capas aéreas, las baldosas de resplandor que dormían su sueño apasionado sobre el suelo; la melodía del organillo surgida de la veta dorada más profunda del día; dos o tres compases del estribillo interpretado al piano en algún lugar una y otra vez, desmayándose al sol sobre las aceras blancas, perdidas en el fuego del día profundo.
Tras hacer la limpieza, Adela hizo aparecer la sombra sobre las habitaciones cerrando las cortinas de hilo. Entonces, los colores bajaban una octava y el cuarto se oscurecía sumido en la claridad del abismo marítimo, reflejado opacamente en los espejos verdes, y todo el color del día respiraba entre las cortinas, que ondeaban ligeramente en los sueños del mediodía.
Los sábados por la tarde salía de paseo con mi madre. Desde la semioscuridad del recibidor se entraba directamente en el baño solar del día. Los peatones, tanteando en aquel oro, mantenían los ojos semicerrados por el ardor, casi como pegados con miel, y el labio superior subido descubría sus encías y sus dientes. Y quienes pisaban este día áureo llevaban ese rictus de calor, como si el sol impusiera a sus feligreses la misma máscara de la cofradía solar; y todos los que iban por la calle se encontraban, pasaban unos junto a otros, ancianos y jóvenes, niños y mujeres, se saludaban con esa careta pintada sobre los rostros con una gruesa capa de tizne dorado, exhibían ese rictus báquico, la máscara bárbara de un culto pagano.
La plaza del mercado estaba vacía, amarilla por el fuego, barrida por los vientos calurosos, igual que un desierto bíblico. Las espinosas acacias, crecidas en la soledad de la plaza amarilla, bullían con su hojarasca clara, sus ramos de filigranas verdes noblemente dispuestos, a semejanza de los gobelinos viejos. Parecía que los árboles excitasen el viento estremeciendo teatralmente sus coronas, para mostrar, en patéticas flexiones, la elegancia de sus abanicos foliáceos de vientos plateados como pieles preciosas de zorro.
Las viejas casas, pulidas por el viento de muchos días, se teñían con los reflejos de la gran atmósfera, los ecos y los recuerdos de los colores diseminados en la profundidad del tiempo policromático. Parecía que generaciones enteras de días estivales desconchaban (como artesanos pacientes quitando el moho de los estucos de las fachadas) los azulejos engañosos y día a día descubrían a la luz la faz verdadera de las casas, la fisonomía de la vida y del destino que iba formándolas desde su interior.
Ahora las ventanas dormían cegadas por el resplandor de la plaza desierta: los balcones confesaban su soledad al cielo, los vestíbulos abiertos olían a frescor y a vino.
Un hatajo de harapientos, salvado de la llameante ola de calor, se escondía en un rincón de la plaza, rodeaba un fragmento del muro y lo sometía a prueba sin cesar lanzando botones y monedas, como si pudieran leer el verdadero misterio del muro garabateado con jeroglíficos de lisuras y grietas que formaban el horóscopo de esos redondeles metálicos. Por otra parte, la plaza estaba vacía.
Se esperaba que se acercara al vestíbulo abovedado, lleno de los barriles del bodeguero, refugiado en las sombras de las acacias temblorosas, el asnillo del Samaritano llevado por el bozal, y que los dos sirvientes bajarían cuidadosamente a su amo enfermo de la silla que ardía y lo subirían por las escaleras frescas hacia el piso con olor a Sabbath.
Así recorrimos mi madre y yo los dos lados soleados de la plaza, arrastrando nuestras sombras truncadas por todas las casas como por un teclado. Las baldosas del pavimento pasaban lentamente bajo nuestros pasos suaves y llanos, unas de color rosa pálido como la piel humana, otras doradas y lívidas, todas ellas planas, cálidas, aterciopeladas bajo el sol, como unos rostros solares pisoteados hasta no poder reconocerlos, hasta albergar la plácida nada.
[…]
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Autor: Bruno Schulz. Título: Madurar hacia la infancia. Relatos y dibujos. Traducción: Elzbieta Bortkiewicz. Editorial: Siruela. Venta: Todostuslibros.
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