Para esta entrevista era necesario acercarse al Ritz de los años treinta, y lo he hecho. Mientras el camarero se aleja, Josep Pla se acomoda en su butaca y lanza una ojeada a su alrededor. Con la apertura de las Cortes, el vestíbulo del Ritz —al igual que el del Palace— está animadísimo. La política vuelve a carburar y las mesas están casi todas ocupadas, con los diputados tomando café o licor o fumando.
Por todas partes se ven corrillos discretos de caballeros ataviados de tarde, con trajes elegantes. Reconozco a Santiago Alba, el actual presidente del Congreso, en medio de un grupo de radicales, junto a una de las palmeras de ese jardín de invierno que tanto encandila a las damas de provincias; y más allá al monárquico Goicoechea. También hay algún que otro hombre de la CEDA, la Confederación Española de Derechas Autónomas, y, por supuesto, la plana principal de la Lliga regionalista catalana, que tiene en el Ritz su centro de operaciones.
Pla, que lleva unos años cubriendo la actualidad parlamentaria para La Veu de Catalunya, está más que familiarizado con todos estos caballeros y sus códigos. Cuando el vestíbulo del Ritz se ve medio desierto, con parejitas sentimentales aquí y allá, es que nada excepcional ocurre. Cuando se llena, algo se está cociendo. Se nota la excitación en el ambiente, en los aires conspiratorios de los corros políticos. Aquí está medio Madrid y también media Cataluña, o por lo menos esa parte de banqueros y empresarios asociados a la Lliga, que pulula por los aledaños de las Cortes.
—Aquí tiene, señor Pla.
El camarero le trae un café con leche y media tostada, y Pla se lo agradece. De pronto la señorita de la mesa vecina se vuelve hacia él.
—Perdone, ¿es usted Josep Pla, el cronista de La Veu? Encantada de conocerle. Mi marido está suscrito a su periódico. Soy una sobrina del señor Ventosa —es el parlamentario de la Lliga del que Pla habla mejor—. En fin, solo quería decirle que le leemos con asiduidad. Los catalanes debemos apoyarnos y más en estos tiempos. Estará usted que trina, con el president Companys en la cárcel y los derechos constitucionales suspendidos. Esta no es la república que todos queríamos, no señor. No es esto, como ha dicho el señor Ortega y Gasset con gran criterio…
Pla esboza una media sonrisa (“Su tío es un gran parlamentario, perdone un momento”) y aprovecha que aparece Francesc Cambó por el otro extremo del vestíbulo para ponerse en pie.
Cambó, que lo busca con la vista, endereza el rumbo. Hombre de poca estatura y seco de carnes, el presidente de la Lliga a sus cincuenta años todavía no ha perdido esa tensión nerviosa que le caracteriza. Un trabajo metódico y serio lo ha llevado a ser uno de los políticos más valorados y a su edad continúa manteniendo una actividad incesante en Madrid y Barcelona, como propagador de las ideas regionalistas. Los años le han agrisado la barba corta; no así la mirada ni la inteligencia. Por el camino saluda a varios conocidos antes de llegar a la mesa donde espera Pla, a quien da un recio apretón de manos.
—Bona tarda, senyor Pla. Siéntese, y perdone que le hable en castellà, pero en los tiempos que corren no pasamos los catalanes por nuestro mejor momento… Es más discreto.
Se instalan cara a cara. Más que su jefe, Cambó es casi su padrino. Hay una gran afinidad de carácter y un tremendo respeto mutuo que ha cuajado en la obra ditirámbica que Pla ha publicado recientemente sobre él. Al ser Cambó elegido diputado, en los últimos comicios, por Barcelona, se ven con frecuencia. Pero es la primera vez en bastante tiempo que el propio Cambó, siempre bien informado de lo que ocurre entre bambalinas en Madrid, lo cita, y Pla tiene curiosidad por saber el motivo.
—Supongo que se habrá imaginado, dada mi insistencia, que acontece algo excepcional—empieza el político—. Ya habrá notado usted la electricidad que hay en el ambiente, con la apertura de las Cortes. Pues esto no es nada comparado con lo que serán los próximos días…Vamos a tener un otoño más que movido. Tengo noticias de que está a punto de estallar un gran escándalo que salpicará a las más altas instancias de esta República… —dice.
Pero se detiene, porque se acaba de dar cuenta de mi presencia. Pla le explica que hemos quedado para una entrevista y Cambó aprovecha para desaparecer, sin más. Las celebridades del pasado son así. Entonces, cansado del contexto, Pla me propone que salgamos al paseo del Prado y mientras lo hacemos se lía un pitillo calmosamente y achina los ojos.
—¿No sería más lógico entrevistar a Baroja?… Seguramente estará en la cuesta de Moyano, ojeando libros.
—No, le estaba buscando a usted. Me interesa.
—¿Yo? Soy un escritor catalán, te recuerdo.
—También publica artículos en castellano y dentro de unos años publicará hasta libros.
—Supongo que porque no habrá más remedio… Pero no me va bien este idioma. Está demasiado hinchado para mi gusto, demasiado barroco.
—Hay de todo. Están los Quevedos y están los Barojas. Están los veleros bergantines que van viento en popa, y está Antonio Machado.
Me doy cuenta de que la conversación va a ser complicada, porque a Pla es difícil sacarle de su hurañía, pero lo intento. Le cito a d’Ors, aprovechando que pasamos cerca de donde estará un día su monumento. Sé que es una de sus debilidades.
—Ah, d’Ors. Ha sido el más culto de todos los periodistas de La Veu, y de todos los escritores de la Barcelona de principios de siglo. Nadie, en Cataluña, tenía las lecturas que acumulaba don Eugeni. Yo leía con fruición cada uno de sus artículos durante casi quince años, hasta que dejó Barcelona en el año 20. Eran todos terriblemente nutritivos, sugerentes. Allí había referencias con las que yo construía mi cultura, que me indicaban en qué dirección dirigir mis lecturas.
—También lo frecuentó personalmente en las tertulias de la peña del Ateneo de Barcelona.
—En los años diez, en efecto. Él, Josep María de Sagarra, Francesc Pujols y Alexandre Plana eran, para mí, las personalidades más brillantes de aquella época.
—Es curioso que le haya gustado tanto d’Ors, cuando es un temperamento totalmente opuesto al suyo. Sus textos están en las antípodas de Pla. Él trabaja con ideas y usted con cosas.
—Yo trabajo con la realidad. Siempre lo digo. Tener opiniones es algo relativamente fácil, pero en cambio una buena descripción… Eso es lo difícil, en literatura. Una descripción de verdad, de una persona, por ejemplo, en la que se vea todo, desde el aspecto físico de los pies a la cabeza, pasando por el efecto que produce, cómo piensa, dónde se posiciona, todo. ¿Cuántas veces se encuentra uno con eso? O un buen paisaje, con todos sus matices. Solo Azorín ha sido capaz de intentarlo, aunque sea de una manera un tanto aritmética.
—Umbral, uno de sus admiradores, dice que Azorín no sabe coordinar…
—Una crítica malintencionada. Azorín busca una prosa voluntariamente aritmética y es de los pocos, junto con Baroja, que hace sonar el castellano de una manera diferente a la carraca esa barroca y burocrática que tanto gusta aquí.
—A usted, los escritores españoles le respetan. Consideran que hasta en castellano escribe usted bien, a diferencia de Baroja, del que siempre dicen…
—No me gusta que me utilicen para atacar a otros escritores.
—Gusta mucho su adjetivación, y se ha repetido mucho eso de que la literatura está en el adjetivo…
—Es que es cierto.
—Supongo que también estará en el ritmo.
—Es otro de los factores. Pero un adjetivo preciso… eso es una joya. El preciosismo de la literatura está en ese adjetivo. Si Valle-Inclán ha pasado a la historia de la literatura en castellano, es por eso.
—Pero usted no es tan etéreo como Valle. Él podría cerrar los ojos y seguir escribiendo sobre cualquier cosa. Usted en cambio necesita la realidad delante. Usted siempre tuvo los pies en la tierra.
—Yo he necesitado siempre escribir sobre las cosas que tenía delante, sobre lo que he vivido, sí.
—Así escribió sus dos diarios sobre Madrid, su Cartas de lejos y sus libros-reportaje como el que publicó sobre Rusia. Casi estoy tentado a decir que todas sus obras. Son textos muy sencillos, pero que funcionan precisamente por esa acumulación de detalles verídicos sacados de la observación. En eso usted siempre ha estado muy cerca de Hemingway.
—Es un gran escritor, ese Hemingway. Es, curiosamente, el único que ha sabido escribir un libro sobre el mundo del toreo como Dios manda. Me ha gustado mucho Muerte en la tarde. Un gran trabajo.
—Cambiemos un poco de tema, ya que estamos aquí. ¿Por qué le gusta tan poco Madrid?
—Porque es una ciudad de tenderos, funcionarios, la villa de recreo de los aristócratas andaluces. Aquí solo tenéis cortesanos. Es una ciudad con muy poca consistencia histórica. No tiene el pasado medieval de Barcelona. Es una construcción artificial y burocrática que nace a raíz de un capricho de Felipe II, cuando en la segunda mitad del siglo dieciséis se decide a construir su monasterio –una cosa horrenda, a mi juicio- y escoge la población más cercana como sede conveniente para su corte. Es una ciudad a la que le falta historia. No se la puede equiparar con Londres o París.
—Hubiera sido más lógico que Toledo fuera la capital de España, ¿no es así?
—Eso habría tenido más sentido. De todas maneras, yo la primera vez que llegué a Madrid venía de París, y aquello no se podía comparar. Todo esto resultaba muy pobre y algo triste en comparación. Se supone que una ciudad es la cristalización de un proceso histórico imperial…
—“Imperio”. Una palabra muy d’orsiana.
—D’Ors está teniendo más influencia de la que parece, sí. En realidad, ha influido más en José Antonio que Ortega. Pero como aquí se le ha leído poco, no se dan cuenta. Decía que una ciudad es la cristalización de un proceso histórico imperial, de un esfuerzo nacional importante, y ahí están las pruebas. Roma, Londrés, París, Viena, son todas la materialización arquitectónica y espiritual de sus respectivos imperios. Pero ¿Madrid? ¿Dónde se siente eso? Parece increíble que esto haya sido la capital de uno de los grandes imperios históricos.
—A lo mejor cuando se la hizo capital, ya empezaba a declinar el imperio… Pero vamos, algo le gustará a usted de esta ciudad. Al menos este paseo del Prado, y Recoletos, sí que le gustan.
—Estos dos paseos son realmente maravillosos. Es lo único que se salva. El Madrid de los Austrias, pase, pero para Galdós. Los barrios bajos, bueno, tienen su personalidad, pero como todos los barrios bajos de cualquier ciudad. Y los barrios modernos son tan anodinos como cualquier barrio moderno. La Gran Vía aspira a ser de un funcionalismo norteamericano sin ningún interés. Pero este ensanche…, esta gran arteria que se abre desde Atocha y que llega hacia el norte, buscando el Guadarrama. El conjunto que forman el paseo del Prado, Recoletos y la Castellana, con su arbolado, sus fuentes y bancos, es sencillamente una maravilla.
—Y está el Prado. La pinacoteca.
—El Prado es un museo que no se merecen los madrileños, ni los españoles. Es, en mi opinión, la mejor pinacoteca del mundo. Ninguna otra, ni siquiera el Louvre, alcanza su categoría. Es el mayor tesoro artístico del país, y solo por el Prado merece Madrid que la visitemos una y otra vez. Esta mañana estuve en él, paseando.
—Como d’Ors.
—¿Le ha visto?
—No, todavía no porque está ahora mismo en París. Pero lo tengo pendiente. Siempre he pensado que usted y él son como Ortega y Baroja, dos temperamentos opuestos y complementarios. Son ustedes las dos mayores figuras de la cultura catalana de principios de siglo.
—Cataluña es un país pequeño.
—¿Quiere usted hablar del problema catalán, en estos momentos? Lo digo porque es una cuestión que va a traer mucha cola… Usted escribió un buen libro sobre el asunto, el que le dedicó a Cambó, muy ditirámbico, por cierto, en el que trazó la genealogía del pensamiento nacionalista catalán…
—El catalanismo, la existencia de Cataluña, no es un problema, como pensáis los castellanos; es una realidad. Aquí, tenéis tendencia a actuar como los ateneístas de nuestro amigo Azaña. Esa gente se reúne, debate los problemas del país, votan una solución, y piensan que el problema, así, estaba resuelto. Y resultaba, claro, que la realidad va por su cuenta y ni se ha enterado. Aquí, en Madrid, lo discutís todo en vuestro Congreso y en vuestros periódicos y vuestras tertulias, y pensáis que así quedan resueltos los problemas… Pero la realidad es muy tozuda.
—De siempre, los catalanes han querido ser muy ingleses a nivel de mentalidad política, muy pragmáticos.
—Es normal. Francia, en cuestión de centralismo, ha sido peor que ningún otro país. Y los catalanes franceses pueden atestiguarlo. En muchos sentidos, están peor que nosotros. Al final, fuerza es reconocerlo, no nos ha ido tan mal con España.
Es una bonita frase de cierre y como veo que Josep está nervioso por volver al hotel, decido despedirme y lo dejo alejándose por entre los plátanos crecidos de Recoletos. Es el autor catalán más importante del siglo XX y, según se aleja, me pregunto qué puede pensar alguien como Artur Mas de su obra. ¿Y de Cambó? ¿Cuánto ha cambiado el catalanismo desde sus tiempos a hoy? Yo diría que poco en lo esencial, pero todo en lo circunstancial. Se diría que han perdido el seny, y sin embargo están más cerca que nunca de su independencia efectiva. Lo que acontezca en los próximos meses nos dirá si todo ha sido un espejismo más o si el proyecto soberanista es una realidad viable, y veremos también si, al igual que en los años treinta, no se ve obligado el Gobierno español a suspender la autonomía. En los tiempos que corren, a mí, por lo menos, ya no me extraña nada.
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