Cuando nos preguntamos por la vigencia del amor romántico, creemos estar refiriéndonos a uno de los elementos centrales de nuestra sociedad. Sin embargo, cuando uno echa la vista atrás se percata de que su presencia en nuestras vidas no ha sido en absoluto constante, pues requiere como premisa ineludible un concepto de la individualidad más o menos afianzado: el enamoramiento se sustenta en un marco cultural que, primero, conceda valor a los sentimientos subjetivos de la persona y, segundo, permita su posterior desarrollo.
Así se aprecia en los tiempos de Roma. La poderosa administración imperial dio lugar a figuras jurídicas en las que se daba un papel protagonista al individuo, como la libertad de testar o, más significativamente, la affectio maritalis, o voluntad mutua y continua de los cónyuges de vivir como marido y mujer. Los romanos podían enamorarse.
En cambio, los pueblos bárbaros que propiciaron la caída de Roma en el año 476 carecían de unas estructuras públicas análogas, lo que suponía que el individuo se disolviese en el conjunto. En coherencia, los matrimonios se decidían por los jefes de las casas familiares, sin consultar a los interesados, y se usaban como instrumento para crear alianzas políticas o unir patrimonios. En los tiempos del feudalismo, enamorarse no era una opción: ni tus sentimientos eran relevantes ni tampoco podías actuar de conformidad con ellos.
La reaparición del individuo —y, con él, la del amor romántico— se produjo con el Renacimiento y la consolidación del Estado moderno, una entidad que se encarga de recaudar impuestos, de dotar de unas condiciones mínimas a los desfavorecidos, de la defensa de los ciudadanos o de la administración de justicia. Poco a poco, el consentimiento volvió a configurarse como elemento imprescindible en las relaciones afectivas.
Desde entonces, el individualismo ha experimentado un crecimiento imparable. Si bien tuvo en el Romanticismo una de sus manifestaciones más representativas (y, de su mano, la exaltación hasta el paroxismo del enamoramiento, inmune a cualquier condicionante externo), no alcanzaría sus cotas más altas hasta que entró en contacto con dos elementos que le darían un impulso definitivo: la paz y la prosperidad.
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, Occidente ha disfrutado de su periodo más largo y estable de bienestar económico, mientras que la mayoría de sus ciudadanos no ha conocido la guerra. El Estado facilita el individualismo, pero la paz y la prosperidad lo han potenciado más allá de toda ponderación.
En las nuevas generaciones se aprecia un anhelo muy característico por encontrarse a uno mismo y por la autorrealización: se prefieren salarios más modestos a cambio de una jornada laboral que no sea abrasiva, se viaja de manera desenfrenada y las relaciones afectivas se subordinan al cálculo del propio interés. La anteposición de una buena oportunidad profesional o una estancia en el extranjero a una pareja entra dentro de la más estricta normalidad.
Si bien cada uno tiene derecho a emplear su tiempo y dinero como estime conveniente, el clima cultural imperante durante las últimas décadas lleva aparejado un riesgo incuestionable: una tendencia cada vez más acentuada a la atomización.
Este es el marco en el que discurrieron los 25 primeros años de mi vida. Sin embargo, un (buen) día descubrí que está construcción, que daba por sentada, era susceptible de ser superada. Por medio del amor romántico comprendí que ese yo, al que prestaba todo tipo de atenciones, estaba —quizás— algo hinchado. La inclusión, de forma genuina y desinteresada, del bien ajeno en mi escala de prioridades me condujo a una sana relativización de mi figura que, curiosamente, estaba en más armonía con mi propia naturaleza.
Aunque es cierto que no hay que dejar velar por uno mismo, y sin añorar ni remotamente tiempos pretéritos en los que el individuo se subsumía en otras categorías más amplias que lo hacían desaparecer, el amor es el mecanismo más eficaz para adquirir consciencia de que ese yo al que permanentemente tratamos de complacer encuentra mayor satisfacción cuando, de vez en cuando, atempera su ensimismamiento.
¿El amor romántico está en crisis? Sin duda, consecuencia de un individualismo no educado. Pero volverá más fuerte que nunca, pues servirá para vehicular una verdad ontológica, una forma de existencia superior: aquella que, siendo consciente de su individualidad, la matiza en beneficio de los demás.
Para ello será insoslayable superar un obstáculo final: que la relación de pareja no acapare la atención antes dedicada al individuo. Pasar de creer que soy especial a que lo somos, dando lugar a un aislamiento binomial. ¡Error garrafal! Pero esa cuestión se abordará en otro momento.
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Extraordinario artículo
Estupendo artículo, profundo, muy pertinente, bien informado.