Preside el salón de casa. Teresa estuvo de acuerdo, porque supongo que entendió que no había nada a lo Band of Brothers en la fotografía. Un grupo de cuarentones desaliñados, algo tripudos, echando una siesta en la playa no tiene nada de machismo emboscado. En la penúltima silla duerme plácidamente el sobrino de uno de ellos. Tendrá unos diez años, se puede permitir tener la cabeza ladeada, el cuerpo en escorzo y la espalda en una curva imposible para sus compañeros de cabezada que, de intentarlo, arrastrarían toda la semana terribles dolores de espalda.
Lo pobremente descrito es el último fotograma de una buena adaptación cinematográfica de El bar de las grandes esperanzas, la magnífica novela autobiográfica de J. R. Moehringer que demuestra que podemos sentirnos atraídos por aquello que no tenemos, en su caso un padre que les abandonó nada más nacer, y que lo volverá a hacer a cada ilusión del crío por tener eso que se le negó, para finalmente darse cuenta de que lo que de verdad te hace hombre es aquello que te acoge.
Al terminar de verla, justo antes de los títulos de crédito, hice una foto a la imagen final, porque esa y no otra ilustra mi anhelo vital, lo que dirían los clásicos: mi estado aspiracional. Cada vez que llego a casa, antes de caer rendido en el sofá, miro la imagen convertida en cuadro gracias a las habilidades impresoras de mi cuñada. Los protagonistas deben de andar roncando, pendientes en su duermevela de no ahorrarse un rayo de sol de media tarde. Probablemente sea domingo y antes de volver al curro quieren tostarse un poco, nada preocupados de que alguno se mofe de su moreno de obrero, o su panza desbordada, de las camisetas sin mangas o esos bañadores que hizo al que se los vendió empleado del mes de los grandes almacenes. Porque a la playa se va pertrechado de birras fresquitas y camiseta sin mangas o no se va.
Creo que guarda un mensaje claro: hay un momento en que no merece la pena aparentar, no hay que camuflarse, no necesitas teatralizar una vida con sus mierdas y también sus pequeñas victorias: tumbarse despatarrado a todo lo que das en una silla de plástico con unas bermudas que desafían las normas de estética, un frisbee que siempre llevas y nunca lanzas y unos cestos plenos de vidrio y huérfanos de viandas. Eso, aspirar a lo normal, a ser capaz de disfrutar de lo que tienes, es lo que veo en ese cuadro que me sirve de terapia; que me recuerda que la familia no la eliges, los amigos, sí. A mí, mi banda es la que me escolta a cada pedrada, me sostiene, me arropa, me reprende pero me abraza.
Vivimos tiempos de dogmas, lemas, sermones exprés y un “deberías” y “tienes que” constante, y confesando aquí que mi mayor anhelo es tumbarme a toda panza rodeado de mis cuates seguro que más de uno considera que soy el tipo menos ambicioso del universo, un personaje de cuarta.
Quizá. Pero también puede ser que sea un afortunado que ha descubierto, pasados los cincuenta, que me basta mirar hacia esa pared del salón para darme cuenta de que lo mejor que tengo está a golpe de teléfono: un puñado de pendejos que llevan desde el acné ejerciendo de asidero. Uno es más grande por los amigos que tiene, así que no se equivoquen: están leyendo a un gigante, a un triunfador. Soy calvo, tripudo, desgalichado, vacilante, aturullado y algo colérico: la viva imagen del éxito.
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