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El día de las palomitas (Pop-Corn Day)

El día de las palomitas (Pop-Corn Day)

No sé ustedes, pero me pongo a comer palomitas y no paro. Las palomitas tienen algo infernal que se apodera de la voluntad en cuanto te acercas al borde del bowl; bien puede afirmarse con Juvenal que las paredes del recipiente “limitan con la perdición”. A partir de ese instante fatal de flaqueza, te precipitas al abismo y ya no se acaba el apetito. Ni las palomitas.

El apetito de palomitas es desmedido.

Las palomitas venían antiguamente en un cucurucho de papel de estraza; de ahí pasaron al hispánico tazón, también conocido como jábega, cuya naturaleza antigrasa no resultaba menos repulsiva que la del cucurucho de papel de estraza.

Las palomitas, en definitiva, siempre han constituido una infamia barriobajera.

"Devorar palomitas es, en definitiva, una catetez, una pulsión irrelevante y un vicio que degrada a quien lo practica y desanima a quien lo contempla"

Y eso que ahora se sirven en unos simpáticos prismas de cartón decorado; se denominan bols, una denominación tan idiota como manifiestamente imprecisa, que deriva del bowl anglosajón, digo yo. Lo malo es que no sitúa adecuadamente la pieza, es decir, que no dice claramente qué es ni para qué sirve. Por otro lado, tampoco deja sitio al casticismo y encima confunde a la población.

Un desastre.

Hay otras dos denominaciones —tazones y también tambores— que siendo infinitamente más cañís, que es como decir más reciamente hispánicas, celtibéricas y carpetovetónicas, tampoco terminan de generalizarse entre una población indolente y reblandecida: las nuevas generaciones andan más al tuíter, al fúmbol, las hipotecas y las series que a lo que tendrían que estar.

Jimmy Carter, que era muy palomitero, y Dennis Hopper, que entre sorbo y sorbo de cocacola trasegaba palomitas a puñados, atribuyeron sus sonados éxitos como negociador internacional y artista del cinematógrafo respectivamente, a una ruda paletez que sería distintiva de los engullidores compulsivos que fueron ambos de popcorn, que es como los norteamericanos denominan al invento.

"Hoy sólo nos queda añorar tan dulces años mientras nos entregamos a nuestra pasión, el consumo de palomitas en la oscuridad recogida de esos tugurios llamados cines"

Devorar palomitas es, en definitiva, una catetez, una pulsión irrelevante y un vicio que degrada a quien lo practica y desanima a quien lo contempla. Devorar palomitas se descartaría y proscribiría si entre nosotros se practicara la intachable moral clásica. La psiquiatría, que ha estudiado el fenómeno, ya sentenció que comer palomitas es una patología que puede acarrear consecuencias. Se han descrito, por ejemplo, casos de anemia, disfunciones respiratorias y, en Alaska concretamente, problemas de erección entre algunos miembros de la tribu de los ynmann, etnia que hasta hace nada vivía de amaestrar focas para los mejores circos y espectáculos de variedades y que desde que descubrió las palomitas no levanta cabeza.

A la postración que diezma a los ynmann se atribuye la práctica desaparición de los números de focas amaestradas que padecen los circos y los escenarios de variedades de todo el mundo. Estos números, que han venido proporcionando horas de alegría y dicha a generaciones de espectadores desde hace por lo menos un siglo, cada vez se ven menos. Y es una lástima. Se trata de un arte, el de amaestrar focas, descubierto por Albertito Colmenero, joven chileno que estuvo en una de las primeras expediciones de su país al continente antártico, la Expedición Araujo-Antojo, que a su regreso a Valparaíso en 1882 llevó consigo treinta y dos leones marinos de la especie conocida como otario de la Patagonia. Hoy sólo nos queda añorar tan dulces años mientras nos entregamos a nuestra pasión: el consumo de palomitas en la oscuridad recogida de esos tugurios llamados cines en los que de unos años a esta parte sólo se pasan DVDs en pantallas descomunales.

Y para los sembradores de bulos, nuestro desprecio.

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