When you talk, it’s like a movie and you’re making me crazy
Cause life imitates art
Son dos versos de la canción “Gods & Monsters”, de Lana del Rey, de quien la escritora Mariana Enriquez no solo se ha declarado fan públicamente en más de una ocasión sino que, ya en un artículo de 2023 publicado en Página 12, definió como “la más extraña de las chicas tristes”, “puteadora social” que hace “música de desintegración emocional con beats opresivos”. En otro texto publicado en 2017 para el festival Assises Internationales du Roman en León, en el que la argentina habla de la experiencia sinestésica que acontece en su escritura —reconoce que sus textos siempre surgen por intervención musical— afirma que para concebir el personaje de una chica morena y orgullosa escucha a Lana del Rey. Enriquez también confiesa en ese mismo artículo que ya a los nueve años entendió que la literatura puede provocar sensaciones físicas —arrojó lejos el libro Cementerio de animales, de Stephen King, al leer una frase terrible—. Tanto el life imitates art de Lana del Rey como lo que dice Mariana Enriquez en esos artículos apuntan a la misma cosa: la capacidad del arte, en cualquiera de sus formas, para infiltrarse en la experiencia sensible hasta desdibujar las fronteras entre la ficción y la vida misma. En este caso, además, Enriquez alude a la porosidad de las artes para interconectarse, retroalimentarse y crearse mutuamente.
En “Chemtrails Over the Country Club”, un grupo de mujeres burguesas, impecables en sus vestidos vintage y perlas, toman cócteles al sol en el jardín de una mansión, riéndose de nada, bailando en coro. Todo en la escena evoca la elegancia de otro tiempo hasta que, más o menos a mitad del vídeo, las imágenes de repente las sentimos extrañas: una sonrisa que se tensa y se estira en un rictus ambiguo, una sonrisa que se sostiene apenas un segundo más de lo necesario, ese segundo exacto en el que deja de ser sonrisa para tornarse otra cosa, algo a medias entre la burla, el desconcierto y el presentimiento de que algo está por cambiar. En ese instante, el vídeo se fractura: los planos, antes pulcros como los vestidos vintage de las señoras adineradas, se alteran con cortes abruptos, la música se interrumpe o se distorsiona levemente. Algo en la escena deja de encajar del todo, el ritmo se vuelve irregular, las imágenes empiezan a caer por el precipicio de la pesadilla sin abandonar del todo la estética idílica. Y ahí lo tenemos: la elegancia presentada como disfraz. Las mismas señoras, ahora convertidas en una manada de lobas, aúllan bajo la luna llena, despojadas de toda compostura y artificio social. La revelación de que lo salvaje estaba ahí desde siempre contenido bajo los códigos de la feminidad tradicional. En “Chemtrails Over the Country Club”, Lana del Rey sube el volumen a la realidad —parafraseando a Enriquez— para mostrarnos los intersticios de una realidad que se deshace en sus bordes y se evapora porque nunca fue sólida. Aunque los relatos de la argentina suelen presentar a personajes de clases sociales empobrecidas, que habitan el umbral, nos conducen a lo mismo, a esa fractura de la realidad que está por debajo de un velo fácilmente desgarrable. Si en “Chemtrails” la opulencia se descompone en una animalidad primitiva como si la naturaleza reprimida finalmente reclamara su lugar, en los relatos de la argentina la normalidad es solo una superficie frágil que oculta algo: una casa familiar puede volverse un umbral a lo ominoso o una metáfora de la violencia política, una amistad adolescente puede derivar en un ritual de sangre —como las chicas necrofílicas que, en un éxtasis de devoción fanática, desentierran a un ídolo rockero muerto para devorar su carne en descomposición: un amor siniestro en el que seguir a alguien al pie de la letra implica llevarlo hasta el último extremo y hacerlo parte de ti, en el sentido más literal posible—. Y es que los personajes de ambas artistas suelen ser neo-arquetipos de la femme fatale o la bruja marginada actualizados a un contexto contemporáneo, las dos lúcidos espacios fronterizos donde los cuerpos fluctúan entre lo sublime y lo abyecto. Lana del Rey los canta, Mariana Enriquez los escribe: ese palimpsesto que transgrede la representación para hacerse carne viva.
Esta sinestesia sensorial alcanza cuotas vertiginosas y produce levitación por éxtasis —expresión enriqueziana por antonomasia— cuando se relee la novela Nuestra parte de noche (2019) escuchando la icónica “Gods & Monsters” —sea o no un trasunto de Hollywood, eso es lo de menos— que nos habla de pactos con lo oscuro y sus consecuencias ineludibles. La novela de Enriquez resuena con la misma pulsión oscura donde ese pacto es tangible, se corporiza: la Orden se alimenta de sacrificios, de cuerpos que son consumidos y que atraviesan umbrales tras los cuales no hay retorno. Las figuras medio humanas medio espectrales que aparecen en el videoclip de Lana del Rey bien podrían ser los rostros de las sombras que aparecen cuando la Orden contacta con ese más allá enriqueziano del que casi ningún personaje logra escapar, y la voz de Lana del Rey, susurrante y embriagadora, la reverberación de todo ese conglomerado espectral, la banda sonora de su contraparte literaria. Y es que un lector no puede sino imaginar “Gods & Monsters” como banda sonora de Nuestra parte de noche.
Ambas, además, son la cronista de sus respectivos países: mientras Lana retrata la orfandad del sueño americano —la bandera estadounidense es omnipresente en sus clips— que explora, sobre todo, en su “National Anthem”, donde se apropia del mito de J. F. Kennedy para ofrecer una visión distorsionada del patriotismo de un país obsesionado con su propia imagen, en el que el dinero y la fama son la única moneda de cambio y el esplendor siempre va de la mano de la fatalidad, Enriquez, por su parte, nos sumerge en los márgenes oscuros de Argentina, en los fantasmas de la dictadura y en la violencia cotidiana que atraviesa los cuerpos y esos barrios empobrecidos que son el escenario de relatos como El chico sucio, Los años intoxicados o Bajo el agua negra. Si en Lana la de-cadencia se disfraza de glamour retro, en Enriquez la podredumbre es explícita, pero en ambas persiste la misma pulsión: el retrato de una nación con sus monstruos escondidos bajo una alfombra o un velo chic. Lana y Mariana como dos caras de una misma moneda donde sendas psicogeografías hacen encaje.
Las coincidencias se multiplican cuando uno se detiene a mirar. La carretera, el viaje, como metáfora de la huida, del deseo de desarraigo. Son incontables las imágenes de Lana del Rey recorriendo la geografía estadounidense en coches descapotables o abrazada a la cintura de rockeros corpulentos en motos —evocando el mito de “estar on the road” que Enriquez ya menciona en su artículo de Página 12—, además de sus guiños recurrentes al modus vivendi de Kerouac. En Tela de araña, de Enríquez, dos primas atraviesan el Paraguay de Stroessner, donde acaban abandonando al marido primitivo e imbécil de una de ellas, que se espejea en el filme Thelma & Louise, de Ridley Scott. La carretera como espacio de emancipación femenina.
Otro tropo compartido: las piscinas —piletas— que más que agua contienen un tiempo estancado —Ese verano a oscuras (2019)— o, en el caso de Lana, las ruinas de un paraíso prometido, el vértigo al amor fácil, fragmentos de elegías a lo que ya no queda de ella misma, como si lo único que pudiese desear a partir de ahora fuese la inocencia perdida. Runaways y adolescentes que se inyectan droga para sobrevivir a un país estancado en su propia parálisis, dope, shoot it up straight to the heart, please, canta Lana en “Gods & Monsters”. Las constantes referencias a lo veraniego: chicas jóvenes que se ahogan en el Buenos Aires de los veranos tórridos, y en el caso de Lana, por ejemplo, el “Summertime Sadness” o la letra de “Doin’ Time” —summer time and the living is easy—. O como la línea like a groupie incognito posing as a real singer hace pensar, de alguna manera, en las adolescentes necrófilas de Carne. La coincidencia en los títulos: Cómo desaparecer completamente (2004), segunda novela de Enriquez y “How To Disappear”, canción del sexto álbum, Norman Fucking Rockwell!, de Lana del Rey.
Más allá de las coincidencias estético-temáticas, uno no puede evitar pensar una conexión formal entre las creaciones de una y otra. Las canciones de Lana tienen una ingeniería narrativa que se escuchan como literatura en sí mismas. Los cuentos de Enriquez, por su parte, tienen una cadencia casi musical: sus relatos rara vez irrumpen en el horror de manera abrupta, más bien se parecen a una partitura construida con acordes menores y crescendos moderados —al estilo de las baladas de Lana—, como si cada párrafo añadiese una nota más grave cada vez, reptando en una sucesión de bemoles ominosos que conducen a un falsete final, como ese quiebre emocional o grito ahogado de las canciones de Del Rey. Las palabras vibran como notas: El chico sucio avanza como un riff en bucle, su repetición obsesiva funcionando como un estribillo narrativo que oprime, del mismo modo que Lana regresa una y otra vez a ciertos versos e imágenes, atrapando al oyente en un loop emocional que trasciende lo artístico y sigue resonando en la mente del lector después de acabar la lectura. Como los beats opresivos y la música de desintegración emocional de Lana —descrita por la propia Enriquez—, todo pasado por el filtro de belleza del desencanto.
Del Rey y Enriquez, alter-egos transartísticos que nos enseñan la silueta de la realidad, como esas imágenes de supuesta felicidad en los videos de Lana del Rey, una felicidad borrosa y desenfocada. Si Mariana Enriquez escribiese una canción veríamos en el videoclip una chica triste bailando bajo unas luces de neón, derramando lágrimas technicolor, o balanceándose en un columpio inmenso que cae del cielo en un desierto. Si Lana del Rey escribiese una novela, nos hablaría de que el mal tiene glamour, la ruina es una estética irresistible y la belleza es el espejismo que precede a la caída. Y sobre todo nos enseñaría que amar es entrar a una hoguera con los ojos abiertos. Ambas nos harían concluir que, de alguna manera, life imitates art y, sobre todo, que en los reversos de la realidad hay algo que merece la pena ser contado. O cantado.
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Abel, se te ha pasado un detalle importante. “Life imitates art” es una cita textual de la premisa que defiende Oscar Wilde en The critic as an artist (1889), que supone una suerte de antimímesis artificiosa y decadentista. Esto es contrario a la poética de Henríquez, cuyos monstruos irrumpen sobre un realismo detalladamente construido (igual que en S. King). Posiblemente esto sí sea válido para la poética de Lana del Rey como directora de sus propios videos.