Leo Bloodchild, de Octavia Butler, qué historia más impresionante. Muy desagradable, incluso repulsiva, un relato que lees con el estómago encogido, y al mismo tiempo tierna, sabia, una hermosa aceptación de la crueldad en la naturaleza.
Leo Este libro es de mi madre. Recuerdo a Erich Hackl con afecto, aunque nunca me he encontrado con él. Cuando yo andaba desesperado porque vivía en Alemania y no me publicaban allí —siguen sin publicarme, salvo una novela, pero ya no estoy desesperado— recurrí a él para que me echase una mano. En realidad, le estaba pidiendo algo imposible, pero yo sabía tan poco del mundo literario que no me daba cuenta. Él respondió con amabilidad, casi diría con paciencia, como si yo fuese mucho más joven que él, y en cierto sentido lo era. Tengo que buscar esas cartas que intercambiamos.
Cuando leo un libro tan bueno, me dan ganas de traducirlo, si lo he leído en otro idioma, o de escribir una reseña. Nunca he querido ser crítico, pero sí escribir sobre los libros que me gustan. Lo hice un tiempo en el blog Larga distancia, y lo dejé por motivos que no vienen al caso. Pero ahora me vuelven las ganas de hacerlo. Voy a escribir una sobre el libro de Hackl.
No sé qué sentirá un traductor literario que lo es por auténtica vocación. Debe de haber en él un deseo de compartir un hallazgo, el de un tesoro que sería triste dejar enterrado. Yo tengo la vocación, pero no la generosidad. Más de una vez he deseado traducir un libro que me entusiasmó, pero después llega mi egoísmo a corregirme: tú lo que quieres es escribir, no traducir lo que ha hecho otro; la vida es corta, decídete. Y siempre me he decidido por la escritura. Pero supongo que ahora que he escrito más de lo que pensé nunca que escribiría, incluso ahora que mi grafomanía es una exigencia excesiva para cualquier editor, empiezo a pensar que la traducción podría ser una salida interesante para mi escritura obsesiva.
Tengo casi sesenta años. Desde los treinta y cinco he publicado veintiún libros —o veintidós, tendría que comprobarlo—. Tengo dos libros terminados, uno ya apalabrado, el otro, de poemas, para el que aún no tengo editor. Un ensayo en marcha, diarios, artículos. Mi editor me ha propuesto ir reeditando toda mi obra. Pero con esa acumulación lo que me preocupa es: ¿cuándo podré publicar mi próxima novela? Una novela que ni siquiera está escrita —pero sí empiezo a pensarla y a tantear—. Y no porque espere el éxito con ella. La verdad es que he dejado de esperar un éxito que vaya más allá de lo conseguido hasta ahora —reconozcámoslo, un éxito discreto—.
Después de terminar el libro de poemas he empezado a enviarlo a premios literarios. No va a ganar ninguno. Es, a ratos, demasiado obsceno, hay demasiada vulgaridad en sus versos como para lograr el consenso de un jurado. ¿Por qué lo hago entonces? Porque se lo envié a una editora y lo rechazó sin leerlo. Enviar el libro a premios es un subterfugio para no tener que enviárselo a editores, para no deprimirme con los rechazos. Para no tener que llamar a puertas que no se abren y quedarme con cara de idiota delante de la puerta cerrada. (Mientras que no ganar un premio es lo lógico, nada con lo que deprimirse).
Recuerdo haber leído un artículo de Vila-Matas sobre el rechazo editorial. Venía a decir que todos lo hemos sufrido alguna vez, unos al principio de su, llamémosla así, carrera literaria, otros más tarde. A él le rechazaron su tercer libro. A otros les han rechazado muchos más. Luego él hablaba de otros rechazos, pero el que me interesa estos días es el literario. Me ha dado por hacer una lista mental de mis rechazos.
Hasta que cumplí treinta y cinco años me rechazaron todos los editores que me leyeron y también los que no encontraron tiempo o ganas de leerme.
Después empecé a publicar. He publicado más de veinte libros, he ganado algunos premios. Pero en ese tiempo me han rechazado (debería escribir “han rechazado una obra mía”, pero se siente como un rechazo personal) numerosas editoriales. Unas tras leer el libro que les ofrezco, otras sin leerlo. Otras con esa forma desagradable que es no responder. Alguna de forma aún más antipática, que consiste en decirte que sí (en una editorial boliviana incluso me dijeron que sería un honor publicarme) y después, a la hora de concretar, dejar de responder a los correos.
En Planeta tampoco me publicaron, sin rechazarme, hace muchos años, en un momento en el que quería cambiar de editorial: el/la editor/a me dijo: “José, me interesa mucho tu trabajo y si quieres te publico, pero Planeta no es un buen sitio para ti; nadie te va a cuidar y tú necesitas un editor que te cuide.” Cito de memoria, pero fue muy parecido a esto. Nunca me habían tratado con tanto afecto en el mundo editorial.
No me quejo. En serio que no me quejo por estos rechazos. Sigo aquí. Continuarán rechazando y aceptando mis libros. Espero que lo segundo más que lo primero. Sigo aquí. Voy a seguir aquí. Escribiendo, pase lo que pase.
Hoy E. lee la reseña que he escrito del libro de Hackl y se le humedecen los ojos. Me alegra ese hermoso elogio.
Voy terminando de leer Open city, de Teju Cole. Aunque me costó decidirme a aceptar su estilo, me ha conquistado. Al principio pensé que era una imitación no muy lograda de Sebald —el paseante que va recordando, describiendo, fijándose en detalles que le sugieren reflexiones…—, aunque sin su profundidad. Pero sí, sí es profundo, y profundamente triste.
Lo malo de escribir un diario con anotaciones que pocos días después serán publicadas: que me preocupa el qué dirán. Esto es, cuando me alegro por un éxito mío, si lo escribo para mí, en privado, es aceptable. Si lo escribo en público parece presunción, autobombo, publicidad calculada. Y si escribo sobre fracasos puede parecer falsa modestia. Si ya es difícil escribir para otros sin afectación, sin eso que los angloparlantes llaman self-consciousness, más difícil es evitar que los prejuicios de los lectores, favorables u hostiles, impregnen el texto, más bien, lo transformen. Los momentos en los que mejor me siento es cuando escribo sin intención ninguna, por el placer que produce encontrar la manera de expresar un instante. Recuerdo aquello que escribió Sten Nadolny —cito también de memoria—:
Las intenciones son veneno para la literatura, y las peores son las buenas intenciones.
¿Qué sucede entonces con eso que hemos dado en llamar literatura comprometida? Que probablemente no producirá grandes obras. Pero eso no significa que sean libros superfluos o condenables: la literatura no es un fin superior a la transformación de la realidad. Sin embargo, me siguen interesando más, en general, los libros que la transforman sin proponérselo.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: