En 2019 me sorprendió muy gratamente la lectura de Villa (1996), de Luis Gusmán (Buenos Aires, 1944), un autor argentino del que nunca había oído hablar y que en España publicaba la pequeña editorial Contrabando, ubicada en Valencia. Villa hablaba sobre las personas que, en las dictaduras, considerándose apolíticas, tratan de seguir con su vida, mirando siempre para otro lado cuando las consecuencias de esas dictaduras irrumpen en su entorno. Era una novela escalofriante. La elegí entre mis diez novelas argentinas favoritas del siglo XX. Esto hizo que en mi primera visita a la librería Lata Peinada, que abrió su sucursal de Madrid en 2020 (ya ha cerrado) comprara, entre otros libros, Tennessee (1996), de Luis Gusmán. Sin embargo, mi habitual desbarajuste de lecturas, que hace que dé prioridad a aquellos libros que solicito a las editoriales y postergue los que compro, ha hecho que no me haya acercado a esta novela hasta cuatro años después. Por fin, en el verano de 2024, me acerqué a la lectura de Tennessee.
El personaje principal de Tennessee es Walenski, un cincuentón que, hace años, trabajó como «pesista» o persona que realiza espectáculos levantando pesas. En el mundo de las pesas le introdujo su amigo Smith, con el que había trabajado en un camión frigorífico de reparto de carne. Smith, en el pasado, llegó a ser medalla de oro, como levantador de pesas, en los Juegos Olímpicos de Tennessee. Tuve que comprobarlo en internet: nunca ha habido unos juegos olímpicos en Tennessee. Esta ciudad, que da título al libro, simboliza el lugar de la felicidad, al que Smith siempre ha soñado con volver, como se sueña con volver, en realidad, no a un lugar físico, sino a la propia juventud y al mundo del éxito y la esperanza. Para Walenski, sin embargo, Tennessee simboliza la idea de aquello que ya no podrá alcanzar nunca, porque tiene más de cincuenta años, y en el pasado nunca llegó a ser tan buen pesista como su amigo.
Walenski vive y trabaja en el Regatas, un club náutico, bastante decadente, a las afueras de la ciudad de Buenos Aires, que, según sople el viento o no, puede impregnarse de un olor fétido. En realidad, el Buenos Aires que retrata Luis Gusmán en esta novela no es, en ningún caso, el de las postales turísticas, sino un Buenos Aires de arrabales, de villas miseria y de oscuridad. Así, por ejemplo, se nos hablará de robos habituales en funerarias o en visitas a los cementerios. «Las viejas hablaban del miedo que les daba ir al cementerio, ubicado cerca de la vía, en los fondos de una villa. “Porque cuando suben las escaleras para poner flores en los nichos altos, desde abajo, pendejos, sobre todo pendejos, les mueven la escalera y las amenazan hasta obligarlas a tirar los monederos. La gente va sin plata, sin relojes, solo con las flores en la mano, cuando los pétalos vuelan por el aire es señal de que han tirado a alguien”» (pág. 20).
«La ciudad tiene otra ciudad clandestina adentro, como si fuera un guante. Hay garitos, peleas a muerte entre perros, lucha entre mujeres; sólo hay que leer los avisos del diario para enterarse», leemos en la página 96.
Walenski, pese a su tamaño y sus músculos, se siente un hombre desamparado, un hombre que creció sin padres, al amparo de Ema, una mujer que lo había criado, al igual que a otros niños, que son para Walenski sus «hermanos de leche». Cuando comienza la acción de la novela, Ema acaba de morir, lo que le sumirá en una honda tristeza. Para Walenski ya pasaron sus mejores años, y la hernia que le está creciendo, cada vez más, en el abdomen le está haciendo pensar que ya no va a desear, dentro de poco, que le vean desnudo ni las prostitutas que suele frecuentar.
Después de acercarnos, durante unos breves capítulos, al mundo de Walenski, la narración va a empezar realmente cuando este reciba la visita de Deganis, un abogado de la ciudad, que le preguntará por Smith, al que no consigue localizar y que quizás esté relacionado con el pasado de Salermo, el dueño de una de las fábricas más importantes del barrio de Avellaneda y que ha muerto hace poco. Deganis le comunica a Walenski que, quizás, Smith hubiera estado extorsionando a Salermo por algo que sabía de su pasado, y ahora está empezando a extorsionar a su hija Telma, la cliente de Deganis.
En principio, Tennessee se desarrolla bajo los parámetros de una novela negra, más o menos clásica. Walenski, ejerciendo de detective, tendrá que averiguar dónde se oculta su antiguo amigo Smith. Para ello deberá —como marcan los parámetros del género— visitar algunos de los lugares más sórdidos de la ciudad. Por supuesto, en Tennessee también habrá una bella mujer, Telma. Pero, como en toda buena novela negra —o en toda buena novela, en general—, no hallaremos en Tennessee simplemente la narración de una persecución, sino que la historia irá haciéndonos comprender los lazos que han unido, y siguen unido, la vida de estos dos personajes: Walenski y Smith. «Hace mucho tiempo que para la gente nos hemos convertido en una sola persona. No es la primera vez que para encontrar a Smith me vienen a buscar a mí. Si le digo que hace mucho que no lo veo no me va a creer», leemos en la página 24.
El texto, escrito en tercera persona, nos acerca al punto de vista de la historia de Walenski, pero no siempre es así. De este modo, me sorprendió que en la página 75 empieza un capítulo que se fija en las andanzas de otro personaje, al que Walenski ha tenido que ir a buscar a Pehuajó, un pueblo de la provincia. Los escenarios decadentes no solo se limitan a las afueras de Buenos Aires, sino que también se adentran en su provincia. En los capítulos de Pehuajó conoceremos a Ordóñez, un siniestro jefe de policía, que nos acerca a los presupuestos de Villa, puesto que el narrador nos insinuará que Ordóñez ha sido un torturador en los tiempos de la dictadura de Videla y que, ya en democracia, ha seguido teniendo la capacidad de ejercer su poder con abuso de autoridad; por ejemplo, sobre sus rivales sexuales.
Sin grandes excesos verbales, la prosa con la que Gusmán ha escrito Tennessee es precisa y bella. Me gusta, por ejemplo, la limpieza de esta frase con la que comienza una escena: «Los días fueron pasando como el río, lentos, oscuros, estancados» (pág. 54). Es destacable la maestría con la que el autor maneja el flujo de la información que le da al lector; cómo la retiene, la sugiere o la expande en los cortos capítulos de la novela.
Entre Villa y Tennessee me quedó con Villa, pero, como ya he dicho, Villa es una novela que me gusta mucho, y Tennessee, pese a no llegar a la hondura de Villa, sigue siendo una gran novela corta, que me ha hecho disfrutar mucho en el caluroso julio de 2024. Como punto final, me gustaría reivindicar la obra de Luis Gusmán, un autor poco conocido en España, y también reivindicar la gran labor de las editoriales pequeñas como Contrabando.
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