Si lo miramos por el lado más frívolo y superficial, el argumento de El borde cortante, la última novela del murciano, de espíritu universal y cosmopolita, Ginés Sánchez, nos recuerda a aquel famoso videoclip de la canción titulada “Crazy”, de la que es autor el grupo Aerosmith: dos muchachas, guapas y atrevidas hasta rabiar, saltan por la ventana de un internado, donde, se supone, realizan sus estudios, y se marchan, con los rubios cabellos al viento y una infinita alegría reflejada en sus rostros, en un descapotable a hacer travesuras por el mundo, mientras que al fondo suena la canción de marras que resulta, ciertamente, pegadiza, imposible de no caer en la trampa de tararearla.
Ginés Sánchez nos tiene acostumbrados, a quienes hemos seguido su modélica trayectoria de narrador, desde los tiempos de su sorprendente y brillante Lobisón, de 2012, hasta hoy mismo, a ofrecer pocas concesiones al lector, al que, por las razones que él sabrá, le hace morder el polvo hasta conseguir que se implique en la trama y deduzca, tirando de su sesera, lo que la verdad esconde, lo que se cuece en lo más profundo de la caverna humana.
Esa es la razón por la que, en la mayor parte de sus relatos publicados hasta la fecha, como Las Alegres (2020) y De tigres y gacelas (2023), sus dos últimos lanzamientos, funciona a la perfección esa atmósfera y ese tono típico de drama teatral, con su correspondiente juego de luces y de sombras, en el que los personajes, de inequívoca raigambre unamuniana, se nos presentan reducidos a la mínima expresión —sueños de una sombra, que diría el clásico—, en tanto se debaten, mostrando una feroz resistencia, entre el ser y la nada.
En esta ocasión, Sánchez, con gran acierto, se ha valido de la técnica del diálogo, que aquí funciona a la perfección, como una maquinaria bien engrasada. El autor, de ese modo, no tiene necesidad de presentar a los personajes, yéndose por las ramas, por lo que deja que sean ellos mismos los que vayan marcando su perfil, con sus palabras, con sus pensamientos en voz alta, de lo que aspiran en la vida, sabiendo de antemano que aquí no se cura nadie. Diálogo por una parte y, asimismo, un lenguaje acorde con lo narrado y con la condición de los actores participantes, de ahí que no dude, en ningún instante, en echar mano de expresiones propias de la edad, de frases hechas típicas de una adolescencia difícil, con más fiebre que alegría.
Se pone en pie la imagen —a veces da la impresión de ser simples sombras chinescas, lo que resulta, igualmente, muy del gusto del aludido don Miguel de Unamuno— de tres jóvenes, Mari Cruz, Litolbely y Carri, muy distintas entre sí, pero absolutamente complementarias que, con sus diferentes modos de actuar, dan suficiente juego como para que el autor se luzca, a pesar de nadar, y de qué manera, en medio del lodo, de lo más negro y oscuro de la existencia humana, como es la locura. Tres nombres, y un puñado más de figurantes a su alrededor —conviene no perderse todo lo referente al Juan Manuel viejo—, que se quedan grabados para siempre en la mente el lector, como si hubiera asistido a una pesadilla, a un sueño del que conviene despertar cuanto antes.
Ya he dicho en más de una ocasión que leer a Ginés Sánchez es como firmar un contrato de mutua ayuda, comprometerse a llegar a final, cueste lo que cueste, porque fácil nunca nos lo pone, empezando por una estructura, con frecuentes saltos temporales, y unos cambios de ritmo a los que hay que estar muy atentos para no quedarse descolgados de quienes tiran, desde la cabeza del pelotón, con un ritmo endiablado. Y, junto con esa estructura, que tiene todas las trazas de haber sido meditada largamente, hay que considerar una acción, una musculatura que nunca falta en estos relatos. Sánchez va soltando datos por el camino, a la espera de que sea el lector, paciente y deseoso de echar una mano, quien termine de componer este puzle para poder ver con precisión la figura que trata de ponernos ante los ojos, como un auténtico cuadro puntillista. Pero no hay que ser impaciente. Hay que perseverar, porque aquí no queda ni un solo cabo suelto, y, como las aguas, que saben encontrar su cauce, todo va a su sitio hasta encajar la última pieza.
El libro, además, aunque obedece, de principio a fin, a una meditada y consciente sobriedad, está repleto de eso que ahora llaman sensaciones, de símbolos marca de la casa y de originales imágenes, de gran brevedad —como cuando alude a las tres chicas, que, en el amanecer, parecen “tres pájaros petrificados sobre un alambre”—, que, no obstante, equivalen a páginas y páginas de otros escritores menos precisos, menos valientes, menos imaginativos y, sobre todo, más cobardicas. Ginés Sánchez también aborda en su relato, ambientado, en buena parte, en la costa murciana —aunque nunca hace alarde de ello, ni ofrece pistas demasiado explícitas—, el delicado asunto de la anoxia que vienen sufriendo las aguas del Mar Menor. Y lo hace a través de esa imagen que dio la vuelta al mundo de “cadáveres plateados” —se refiere, naturalmente, a los peces muertos que se amontonan en la orilla—, poniendo de relieve lo que aquí se denomina “poesía del asco”.
Creo que fue Aristóteles quien dejó escrito en alguna parte que no ha existido ninguna gran mente —ni ningún gran personaje, si se me permite añadir— sin un mínimo toque de locura.
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Autor: Ginés Sánchez. Título: El borde cortante. Editorial: Tusquets. Venta: Todos tus libros.
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