Dice Luis Alberto de Cuenca que “los versos de Aitana son enigmáticos, pero tan sugerentes y tan hipnóticos como un atardecer samoano en la isla de Vailima con Robert Louis Stevenson oficiando de narrador ante un grupito de nativos ensimismados”. ¿Hace falta decir algo más?
En Zenda reproducimos tres poemas, uno de ellos en prosa, de Salve (Espasa), de Aitana Monzón.
***
Génesis de una poética:
Tener sed quiere decir no tener ojos
Un dibujo de Toulouse-Lautrec. Costó que entrara por los ojos. Es una mujer elegante, con ese gesto de dignificación que trae la derrota. Unos guantes larguísimos. El rostro apuntando a lo de arriba con los párpados bajados y los brazos dejándose abatir. Esta postal, que preside mi escritorio, habla conmigo. Solo cuando he aceptado la conmiseración he comprendido a Yvette Guilbert. ¿Qué ocurrió con ella? ¿Qué la llevó a ese gesto? ¿Un largo darse a qué? ¿Al desgaste que sucede a esa gran interpretación entre el silencio y los aplausos? ¿Un largo darse, entonces? Es ese silencio en el que pienso. Pienso en la entrega desmedida. No sabría explicarlo. Vicente Gallego lo expone deliciosamente en Ser el canto: «porque ver es llenarse de nada en absoluto / y verse lleno de toda esta hermosura».
Esto busco incesantemente.
Ah, pero el lento existir de aquellos ojos. Si solo redujésemos la poesía a la visión, ¿en qué lugar la dejaríamos? Hablar tan solo de imágenes, símiles y sombras es no hablar del todo. Falta lo demás. Lo que no dice. El vaivén de las cosas. El fuego, el rumor, el aliento. Otra idea: dar importancia a lo que se intuye. La poesía es un baile sin origen ni forma. ¿Qué puedo decir que no haya leído antes? Lo que digo está preñado de símbolos y claves encubiertas. Es labor del lector indagar en ellos. Forma parte del acto comunicativo. Me refiero a lo arqueológico de la lectura. Fisgonear entre los fragmentos, acudir a lo que no se ha dicho, esa otra inclinación hacia los nombres, qué querrá decir aquel jacinto que amanece entre las páginas, a qué se debe ese ritmo, quién es realmente el Señor.
Francis Bacon aseveraba en una entrevista que no había pintado todas aquellas crucifixiones por una cuestión religiosa. «¿Por qué hombres inteligentes como T. S. Eliot o Claudel —se pregunta el pintor— eran creyentes?». Pensé durante años en esto.
Primera lección: no se crean nada de lo que les digan. No den nada por sabido. Aquel que escribe no es aquel que se duele del canto ni aquel otro que recibe los versos.
Leo estos días reseñas —rara vez encuentro críticas— que ensalzan la agudeza creadora de mi generación.
Veo lo sagaz, sí, también el resplandor del verso divino que se deja subrayar, sí, anoto la inteligencia, pero me sobra toda la teoría. Esta es la era de la pornografía. ¿Dónde está el velo, lo sinuoso? Recuerdo aquí las palabras tan sabias de mi abuelo: «Un poema ha de tener alma. Si no tiene, más vale no escribir». Este es mi dogma. No es oficio del poeta ser teórico, tampoco editor, tampoco crítico. El poeta es un artesano y debe conocer cuál es su tarea. Si se empeña en abarcar otras cuestiones es que no conoce la pulsión lírica. No es inteligencia, no es robótica, no es, ni siquiera, disciplina, ni remuneración, ni una afiliación o una tendencia. Recuerdo la voz de Constantino Molina —una noche en que leímos a Cernuda y hablamos de la imagen de la muerte*— diciéndome que la poesía consistía tan solo en esto: inteligencia, cultura y emoción. Busco a esta última obstinadamente y apenas la encuentro entre los vivos. Yo no quiero lucidez, quiero desgarro.
«Perder» procede del latín perdere, verbo a su vez formado por el prefijo per- y el verbo dare. Dar es perder. Procedo a perder mi escritura gestada en el silencio.
Amo lo que perdí.
Amo mis manos fatigadas de asombro. Amar, igual que escribir, es meditar constantemente. Para que yo dé he de creer en quien recibe y sostiene sus palmas huecas. Creo en la danza inextinguible, en la «voz / que se inclina / cómo / puede / romperse». Yo, como Juan Eduardo Cirlot, «daría / ¿no tengo?».
Los poemas que ofrezco a continuación son una extensión de mi pensamiento último con el diálogo de varias voces para mí fundamentales: la visión de Yvette Guilbert, el vals de Shostakovich, el fuego en Georges de la Tour, la sed de T. S. Eliot.
[*Mi muerte es siempre así: imagino a un niño corriendo por un campo de trigo a pleno sol. Un pájaro atraviesa el cielo y arroja una piedra minúscula, un canto que da en su cabeza. Oímos su respiración agitada. La muerte es lo que ocurre en el golpe seco de la piedra.]
***
Aguas negras
No fue aquí el silencio. Hubo frío
en la cavidad antigua
de la psique. No fue tampoco
esa lluvia nocturna.
Aquel jardín sin símbolos.
Lo que se lleva la luz. Lo
que cae y hiere
en su caída.
*
No fue aquí el silencio.
Hubo golpes en las huellas del agua.
Salve.
***
Mas no caer
Se sabe del dolor
porque se dice el rastro
de la pulpa. Importa
la caída del fruto,
su exactitud
deshabitando cuerpos.
No hay origen ni flecha posibles.
El dolor es decir y no caer.
—————————————
Autora: Aitana Monzón. Título: Salve. Editorial: Espasa. Venta: Todos tus libros.
BIO
Aitana Monzón (Tudela, 2000), es graduada en Estudios Ingleses por la Universidad de Zaragoza con Premio Extraordinario y Máster en Literaturas Hispánicas por la Universidad Autónoma de Madrid. Hasta la fecha, su obra lírica, teatral, narrativa y audiovisual ha recibido más de cuarenta reconocimientos, entre los que destacan el IV Premio ESPASAesPOESÍA con su libro La civilización no era esto, el Premio Andreu Febrer 2023 por su traducción de Mina Loy y su puesto como finalista en los Galardones de Juventud 2023 (Instituto Navarro de la Juventud), además ha sido finalista en el II Premio Nacional de Poesía Viva #LdeLírica. También es autora de Dormir à la belle étoile (Editorial Amarante) y ha prologado los Sonetos del portugués de Elizabeth Barrett Browning (Austral). En la actualidad es contratada FPU de investigación en la Universidad de Zaragoza.
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