Recorro ermitas y santuarios de la costa vasca, y el templo que más me impresiona es la ruinosa central nuclear de Lemoiz. Nuestra catedral atómica no admite fieles, no hay una señora en el pueblo a la que pedir la llave, pero ofrece apariciones. Si la miramos desde el oeste, justo entre sus dos cúpulas de hormigón emerge en el horizonte San Juan de Gaztelugatxe.
Gaztelugatxe parece una exhibición estética: una ermita en la cima de un islote, colgando sobre los acantilados, entre olas que revientan contra los peñascos negros de la costa, como si los monjes de hace mil años hubieran tenido un fino talento paisajístico para crear escenarios de películas y fondos para los selfis de los turistas. El marino Xabier Armendariz, en cambio, me explica que su ubicación no es ningún capricho estético sino una necesidad práctica. Las ermitas del litoral siempre las construían en puntos prominentes y las pintaban de blanco, para que sirvieran de referencia: en plena tormenta, cegados por las brumas y amenazados por las olas, los marinos distinguían la ermita blanca en la costa oscura y sabían dónde quedaba el puerto más cercano. Rezaban al santo, le prometían limosnas a cambio de la salvación, le asignaban donaciones en sus testamentos: así crecieron santuarios costeros monumentales como el de la Virgen de Itziar, donde se fueron acumulando muletas de los cojos curados por milagro, grilletes de los prisioneros liberados de las mazmorras norteafricanas, bolas de cañón disparadas por los portugueses y desviadas por la Virgen, incluso un kayak de cuero del siglo XVII perteneciente a una familia inuit, mikmak o beothuk que un capitán ballenero se trajo desde la Terra Nova.
Armendariz cuenta que hace veinte años, cuando el GPS aún era muy impreciso, navegaba hasta el punto exacto en el que veía alineadas las cúpulas de la central de Lemoiz con la punta de cierto monte: así sabía dónde sumergirse para bucear alrededor de una montaña submarina, oasis de congrios y langostas. Juan Sebastián Elcano legó ducados de oro a las iglesias costeras para agradecerles su guía y protección; nosotros, tan racionales, dedicamos 384.000 euros anuales al mantenimiento del templo de hormigón abandonado para que Nuestra Señora del Átomo, al menos, nos provea de langostas.
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