Viernes, 7 de julio
Cuenta la leyenda que, en sus primeros tiempos, el Tren Negro era un tren negro de verdad, es decir, un convoy completo y maqueado según los más estrictos preceptos de la estética negrocriminal. Abandonaba al filo del alba los andenes de Atocha o Chamartín y llegaba a orillas del Cantábrico en cuanto comenzaba a dejarse nacer la tarde. Luego, a medida que los años iban transcurriendo en la misma medida en que menguaban los presupuestos, el Tren Negro pasó a estar conformado únicamente por dos vagones y una cafetería. En estos últimos tiempos, desde hace cosa de un lustro, no ocupa más que unas cuantas localidades en una línea regular del Alvia que recorre de manera consuetudinaria el trayecto entre Madrid y Gijón. Ello no impide que la impresión de jovial alborozo que se extiende por la estación provisional de Sanz Crespo cuando se adivina la locomotora a lo lejos sea la misma que en las mejores épocas. La Semana Negra, además de ser un festival pionero, es también la puerta de entrada del verano en las latitudes norteñas. Para quienes leen mucho, el sol acostumbra a salir antes.
La llegada del Tren Negro es también, para los que de una u otra manera llevamos ya un tiempo vinculados al certamen, el momento gratísimo en el que volvemos a saludar a gente a la que no vemos tanto como nos gustaría. Se ha convertido en tradición abrazar de verano en verano a Fritz Glockner, que llega desde México con su cargamento de libros inencontrables en nuestros pagos, y ponerme rápidamente al día con Ignacio del Valle, que este año es uno de los finalistas del premio Dashiell Hammett con su novela Soles negros (Alfaguara) y continuará celebrando en la Semana Negra la puesta de largo de Índigo mar (Pez de Plata), su último libro. Uno que también llega este año en el Tren Negro, y en su caso por primera vez, es Leandro Pérez. Leandro es el director de Zenda, pero también el padre literario de un investigador, Juan Torca, que se inscribe en una larga estirpe que parte del Carvalho de Vázquez Montalbán —con antecedentes directos en el Plinio de García Pavón— y se ha venido extendiendo hasta nuestros días a lo largo de todo el periodo democrático. Su presencia viene a reparar una injusticia: debió de haber debutado en el festival cuando hace unos años publicó Las cuatro torres, la novela en la que el mencionado Torca presentaba sus credenciales; se les pasó a los organizadores incluirle entonces en la lista de invitados, pero el lapsus queda compensado ahora que está en las librerías La sirena de Gibraltar (Planeta), segunda entrega del universo torquiano, y cabe reivindicar a autor y personaje para que los lectores sepan de su existencia. Con Leandro viene Lorenzo Silva, que publicó hace poco más de un mes Recordarán tu nombre (Destino), una novela que se aleja de sus beneméritos Bevilacqua y Chamorro para rescatar la figura del coronel Aranguren, emblema y orgullo de una Guardia Civil, la anterior a 1939, cuya hoja de servicios ha quedado imperdonablemente olvidada. Tras estrecharles la mano a ambos, le doy un abrazo veloz a Daniel Mordzinski, que abandona el vagón escopetado hacia la siguiente foto. Consuela ver que hay cosas que nunca cambian.
La tradición dicta que al Tren Negro hay que recibirlo con música. Antes, cuando aún había dinero, se encargaba de esta labor la Banda de Música de Gijón. Ahora corre por cuenta de la charanga El Ventolín. Se ha perdido en solemnidad lo que se gana en irreverencia. Se interpretan el himno de Riego y la Internacional junto a himnos más o menos oficiosos del rojerío y un viejo colega, entre enfebrecido y nostálgico, me dice que va a dejar escrito en sus últimas voluntades que en su entierro alguien se ocupe de interpretar estos mismos acordes mientras descienden su féretro hacia el fondo del hoyo.
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La Semana Negra ocupa un recinto habilitado sobre el solar de lo que fue uno de los astilleros más pujantes de la ciudad y hoy es sólo una ruina industrial. No obstante, el festival cuenta con una sede paralela que conocen bien quienes lo han venido frecuentando. La terraza del hotel Don Manuel es el cuartel general donde organizadores, periodistas e invitados se encuentran a lo largo de las mañanas y las noches, las dos franjas del día en las que no hay actividad cultural bajo las carpas del certamen. A las seis de la tarde, cuando apenas ha transcurrido media hora desde la llegada del Tren Negro, me veo allí con Juan Madrid. Es uno de los invitados estrella de esta edición en la que la Semana cumple 30 años. Él estuvo en la primera convocatoria —era entonces una joven promesa— y viene a esta última convertido en clásico. Pero hay, al menos, otros dos motivos para la celebración: acaba de superar un ictus y ha publicado a sus setenta años la que para muchos (también para mí) es su mejor novela. Uno lee Perros que duermen (Alianza) y tiene la impresión de que Juan Madrid lo ha dado todo, de que quizá estuvo toda su vida preparándose, sin él saberlo, para llegar a escribir esto. Es una epopeya familiar, pero también un exorcismo personal y un ajuste de cuentas histórico y un enorme fresco dibujado a tres tiempos con el que se pretenden evidenciar los claroscuros de un país cuya historia no siempre habría sido tan boyante como nos quieren contar. Intercalado en todo ello, hay una novela negra, negrísima, que está ambientada en el Burgos tomado por los franquistas y que constituye una verdadera obra maestra del género. Había coincidido con Juan Madrid en varias ocasiones, pero creo que nunca antes habíamos estado él y yo a solas. Durante poco más de una hora charlamos sobre su trayectoria, las piedras que se encontró en el camino, la tradición de género en España y en Europa, sus fuentes reconocidas y las irreconocibles. La conversación dio para mucho, pero no es cuestión de desglosarla ahora porque pronto podrá leerse en estas mismas páginas. Queda pendiente.
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En los últimos años se hizo famoso el Boccalino, un restaurante italiano próximo al muelle cuyo propietario, Pruden, era uno de esos tipos capaces de atender sus cometidos con eficacia y pulcritud mientras ponía cara de malas pulgas y fingía odiar a todos y cada uno de sus comensales. Era fachada, claro. En realidad era un trozo de pan cuya máscara se venía abajo a poco que uno rascase. Cuando esta tarde, tras la charla con Juan Madrid, terminé sentado a una mesa en compañía de varios argentinos, uno de ellos pronunció la frase socorrida: «Después del corte de la cinta, nos vamos al italiano a que nos maltraten». «Ir a que nos maltraten» era, claro, ir a ver a Pruden, que bufaba cuando se le pedía una mesa y protestaba si la comanda se ejecutaba en desorden y gesticulaba con gran cabreo cada vez que un cliente incurría en algún comportamiento que se apartaba de lo que, según su criterio, debían ser las normas de la casa. Ocurre que, una vez consumado el carnaval, todo eran atenciones y un trato exquisito y, sobre todo, una comida excelsa. De ahí que el Boccalino se convirtiese pronto en el restaurante más querido de los semaneros. De ahí que los argentinos que me acompañaban en la terraza del Don Manuel se apenen tanto al saber que el bueno de Pruden ya no está entre nosotros. Falleció hace cosa de un par de semanas, de un infarto, y a Carlos Salem y Tatiana Goransky les duele sinceramente el saber que ya no podrán volver a recibir sus broncas. Que al menos queden unas líneas que expresen cuánto se le apreció, y cuánto se le recuerda, por estos lares.
Pese a todo, el Boccalino sigue, y hacia él nos encaminamos tras el corte de la cinta inaugural Lorenzo Silva, Leandro Pérez y yo mismo. Se nos unen en el camino Juanjo Braulio, que inaugurará mañana las presentaciones del Espacio A Quemarropa con su novela Sucios y malvados (Ediciones B), y su mujer, Yolanda. También se incorpora al aquelarre Juan Carlos Galindo, probablemente el periodista español que más sabe del género negro, del que escribe periódicamente en su blog Elemental, dentro de la cabecera de El País. Una fotógrafa de una página web en la que se retrata con puntualidad finisemanal a los noctámbulos habituales pide permiso para fotografiarnos. La tertulia que se arma en torno a las pizzas es tan agradable —y variada, la conversación engloba temas tan interesantes como la verdadera receta de la paella, los porqués del auge del cachopo, el fenómeno de la autoedición o un rápido repaso por nuestros youtubers preferidos— que decidimos prolongarla en la terraza del Don Manuel. Por poco tiempo, eso sí. La Semana Negra acaba de comenzar y es obligado dosificarse.
Sábado, 8 de julio
Daniel Mordzinski me ha traído un regalo hermoso esta mañana a la terraza del Don Manuel. Se trata de dos impresiones en papel de las fotografías que nos tomó el año pasado con ocasión de la velada poética. Participaban en ella Fernando Beltrán, Miguel Munárriz y Luis Eduardo Aute. Fue una delicia escucharles, pero fue una delicia aún mayor recibirles y pasar con ellos las horas que transcurrieron entre su llegada y su marcha. Al ver las imágenes me entra un pequeño brote de melancolía. Beltrán, que debería venir el próximo viernes, ha tenido que causar baja por cuestiones familiares. Munárriz estará hoy, pero sólo de paso, y Aute sigue recuperándose del susto que se llevó él y nos dio a todos los que, por una u otra razón (o por todas juntas) le apreciamos.
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Es tarde de reencuentros. Ha llegado a Gijón Paco Ignacio Taibo II, y eso en la Semana Negra es siempre motivo de alegría. El fundador del festival no ha perdido su pericia para escabullirse. Durante las primeras horas de la tarde intento darle caza y captura, porque quiero hacerle a toda costa una entrevista para Zenda, pero sólo lo consigo cuando ya había desistido y le veo aparecer por una esquina en la avenida de las librerías. No ha dejado de fumar y continúa en plena forma. Le toca charlar esta tarde con Juan Madrid y Alejandro M. Gallo en la Carpa del Encuentro, y Leandro y yo tendremos que perdérnoslo porque a esa misma hora presentamos La sirena de Gibraltar en el Espacio A Quemarropa. Entre medias han ido llegando Berna González Harbour, que presenta hoy mismo Las lágrimas de Claire Jones (Destino), o Rosa Montero, que hará lo propio mañana con su última novela. Nuestra presentación sale tan bien que se cierra con una sorpresa inesperada: ha venido a vernos Roberto Núñez, antiguo cómplice de andanzas salmantinas y audaz reportero de la televisión leonesa. Le ha gustado tanto nuestra conversación que se lleva bajo el brazo las dos novelas de Leandro. Unos minutos después, hurgando por los anaqueles del Supermercado del Libro —donde los hijos de ese monstruo de la edición que fue Silverio Cañada rescatan a precio de saldo el legado de su padre— encuentro una primera edición de Tú serás Baudelaire, espléndida novela de Fernando Poblet que, me temo, no es tan conocida como debiera, pese a que la recuperó Ediciones Trea hace unos años. Me la llevo sin pensarlo, aunque no es para mí. En realidad, quiero regalársela a Miguel Munárriz, que sé que tiene querencia por estas cosas y que andaba preguntando hace unos minutos dónde podía conseguir los ejemplares que le faltan de Los Cuadernos del Norte.
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La noche nos sorprende en el viejo barrio de pescadores de Cimadevilla. Está aquí Palmira Márquez y ha organizado una cena en la que participamos una docena de comensales. Están Leandro Perez y Lorenzo Silva y Rosa Montero, Berna González Harbour y Alejandro Carantoña, Juan Carlos Galindo y Miguel Munárriz. También han venido Reme y su marido, Emilio, que una vez cenados ponen rumbo a su casa de La Robla para atender a su perra, que se ha quedado sola. Sofía y yo, que también hemos dejado al cuidado del hogar a nuestra Elna, suspiramos.
Domingo, 9 de julio
La mañana está gris, lluviosa, y el día toma un inevitable deje melancólico. Se van hoy Leandro y Lorenzo. Se van también Galindo y Carlos Salem. La Semana Negra acomete su primera muda de piel: deja que unos la abandonen para que lleguen otros a ocuparla. La mitad de la mañana la paso conversando con Tatiana Goransky en torno a su novela Fade out (Comba), que presentaré mañana y de la que ya hablé aquí hace unos días. Tatiana completa, con Taibo y Madrid, mi trío de entrevistados para Zenda en esta Semana Negra. Rechazo la invitación para sumarme a la comida con la que van a despedir a la troupe argentina, de la que también forma parte el gran Mordzinski, quien también pone esta tarde tierra de por medio. La encantadora Silvia Fernández, a quien vuelvo a ver con gusto después de muchos años sin coincidir, me regala un ejemplar de El color del silencio (Roca), que es la última novela de Elia Barceló y tiene una pinta estupenda.
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En la tarde hay una presentación que me interesa mucho en torno a un libro del que hablé aquí en cuanto salió de la imprenta. Se trata de Para parar las aguas del olvido (Drácena), de Paco Ignacio Taibo. Paco Ignacio Taibo era, lógicamente, el padre del Paco Ignacio Taibo II que se sienta a la mesa junto a Ángel de la Calle, director de contenidos de la Semana Negra, para hablar del libro y de su progenitor. Es una celebración simpática y emotiva. También un acto de justicia para alguien que, pese a ser un muy buen escritor, nunca llegó a lograr un reconocimiento amplio en su propia tierra. Algún editor sensible debería plantearse la publicación en España de una selección de títulos de Taibo senior. Dicho queda, por si alguien coge el guante. Me gusta ver entre el público a Concha Quirós, la dueña de la librería Cervantes, en Oviedo, y a una de sus manos derechas, Susana Tejedor. Concha es hija de Alfredo Quirós, el fundador del establecimiento que ella regenta ahora, y éste fue a su vez quien empleó muchos años atrás a un joven Taibo que buscaba medios para la supervivencia en un Oviedo que se había puesto irrespirable de tan azul. En la Semana Negra también hay muchas veces círculos que se cierran.
Aparece Sofía justo para llegar a la presentación de Rosa Montero, de cuya novela La carne (Alfaguara) todo el mundo habla maravillas. No me quedo esta vez a trasnochar —si es que uno puede llamar trasnochar a acostarse en torno a las dos de la mañana— porque el cuerpo va teniendo ya una edad y porque con tanto trajín se me van amontonando los libros en la mesa. También porque empiezo a deber más artículos de los recomendables, y uno sospecha que sus neuronas ya no están tan finas como cuando era capaz de abandonar la Semana Negra a medianoche y quedar luego hasta las cinco o las seis de la madrugada componiendo el A Quemarropa en el taller de los Morilla, allá en las penumbras de la calle Arroyo.
Fotos: Daniel Mordzinski
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