Sentada en la butaca durante la representación de Shakespeare en Berlín ―texto original de Chema Cardeña― me venía constantemente Patria de Aramburu a la cabeza. Nada tienen que ver los argumentos y, sin embargo, fluye un mismo río bajo ambos textos. Los dos realistas, los dos duros, los dos potentes y, como tal vez diría el propio Aramburu ―y que me perdone la licencia―, enseñantes.
En Shakespeare en Berlín nos acercamos a tres amigos con desigual fortuna. Corre un revuelto mes de febrero de 1933 en la capital alemana. A Leo ―actor de profesión, homosexual confeso y judío por accidente, como él mismo reconoce―, su carrera le proporciona las alegrías que la vida sentimental le escamotea. A Martin, su amigo de la infancia, le ocurre lo contrario: su carrera fotográfica pasa por horas bajas, pero vive feliz junto a su joven esposa. Elsa, alumna suya en la facultad, aspira a convertirse en actriz. La pareja sortea las penurias económicas con humor, resignación y esperanza, mientras que su amigo Leo sobrevive a su soledad afectiva también con humor, resignación y esperanza. Se complementan.
Se hablan como amigos de esos que no te fallan cuando los necesitas, de esos con quienes puedes compartir éxitos y alegrías ―algo mucho menos fácil que compartir desgracias, aunque parezca lo contrario―, y con esta intención, la de celebrar su último éxito sobre las tablas, acude Leo a casa de Martin y Elsa. ¿Con quién mejor? Generoso y consciente de las penurias de sus amigos, aprovecha sus visitas para alegrarles el día con algún obsequio, algún pequeño lujo que no pueden permitirse y que se justifica por la celebración de turno. Un buen vino, una invitación al teatro, un vestido bonito… Cualquier cosa.
En Patria se repite el escenario, esta vez son dos familias unidas por una amistad de años. Ellas, compañeras de colegio, de mentalidad, de raíces. Ellos, inseparables en la partida de los domingos, en las salidas de cicloturismo, en la aceptación del matriarcado. De nuevo aquí la fortuna es dispar. Al Txato, empresario, le van bien las cosas. Hombre trabajador, nadie le ha regalado nada y, aunque no es un potentado, su familia vive bien. A Josetxo el trabajo en la fundición le da para pocas alegrías. Su mujer estira el sueldo para llegar a todo y los caprichos de sus hijos se sofocan con mano férrea. Pero ahí está el Txato, generoso, para que los niños de su amigo no miren con pelusa ese polo que acaba de comprarle a los suyos.
El vino de Leo, los dulces del Txato, la semilla de un mal invisible. La excusa, la pavesa, la miguita de pan que alimenta a la paloma de la sinrazón.
Los años pasan, las circunstancias cambian. En Alemania el nazismo está en auge. Leo, homosexual y judío ―agnóstico, pero judío―, ha pasado de actor respetado a ser marcado y perseguido. Mucho más próximo en el tiempo, al Txato, en su pueblo, lo han puesto en la diana de la banda terrorista. Demasiado bien le va, seguro que es un explotador. Lo señalan con el dedo, lo humillan, lo amedrentan y su vida y la de su familia pende de un hilo. Ninguno de los dos puede contar apenas con nadie, les niegan el saludo, no les venden en los colmados. No entienden en qué han cambiado.
Acuden a los amigos, quién sino puede ayudarte en momentos tan dramáticos. Buscan cobijo, árnica, intercesión a través de los contactos de ellos ―a la sazón, bien considerados por sus enemigos―, una palabra de consuelo. Algo. Pero no lo van a encontrar. Primero le quitan importancia, niegan la mayor ―exageras, no es para tanto―; luego brota el egoísmo ―no nos vamos a meter en un lío, es peligroso― y, cuando al fin se les desata la lengua, cuando se ven acorralados frente a su propia iniquidad, aquellas miguitas invisibles con forma de caramelo en la feria, de entrada al teatro, de generosidad recibida ―y mal aceptada―, de su vida es mejor que la mía y quién se habrá creído que es, salen a borbotones teñidas de odio y soberbia.
La envidia es una enfermedad invisible, a veces letal, a veces ridícula, siempre dañina y nunca reconocida por quien la padece. Cual metal pesado, se esparce por las entrañas de forma silenciosa y se acumula en vísceras y células. A veces permanece dormida, sin manifestarse, hasta que un detonante la rescata. El macro conflicto de Patria y Shakespeare en Berlín se alimenta de los micro conflictos cotidianos ―larvados durante años―, de la mezquindad humana, la normal, la de andar por casa, hasta convertirse en el combustible con el que justificar lo atroz. Historias similares se cuentan de nuestra guerra civil y debe de haberlas en todos los conflictos.
Miren no perdona que el Txato le comprara a su hijo los dulces que ella no podía ofrecerle. Y ese rencorcillo cómodo y enquistado la ayuda a vestir de razón la locura de su hijo: quién se ha creído, un opresor ha de ser para ganar tanto, algo habrá hecho, si se cree que puede humillarnos… Elsa no perdona el éxito de Leo en los teatros cuando ella no conseguía papeles, cuando Martin anhelaba un trabajo: quién se ha creído que es, restregándoles su éxito, presumiendo de dinero con regalos que ellos no podían pagarse… Y, tras el resquemor individual, el colectivo: todos los suyos igual, prosperando a costa de, y ahora que nos va bien a nosotros.
Y el Txato y Leo pasan a representar el paradigma a odiar: algo habrán hecho para que los persigan, se lo han buscado, no puedo ponerme de su lado, es lo justo.
En ambas obras, los diálogos de los personajes para argumentar sus convicciones, o, mejor dicho, aquello de lo que se quieren convencer, dan escalofríos. Asistes a su evolución, desde una posición a su antípoda, sustentada en argumentos en apariencia solventes, lógicos, con la mayor naturalidad. Deforman la realidad para justificar lo abominable, incluso lo niegan, y todo fluye de forma tan coherente que, con preocupación, terminas preguntándote quién es tu Leo, tu Txato, y qué habrías hecho tú.
Y, cuando sales de la sala o cierras el libro, comprendes cuan fácil es que la historia se repita.
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