Son las once de la mañana y Paco Ignacio Taibo II (Gijón, 1949) desayuna en la terraza del Don Manuel. Sobre la mesa hay un zumo de naranja y un pincho de tortilla de patata. Es un lunes lluvioso, en pleno verano gijonés, y el escritor asturmexicano ha vuelto a su ciudad natal invitado por la Semana Negra, el festival que él mismo fundó y en cuya dirección se mantuvo durante un cuarto de siglo. En este rincón —el hotel cumple las funciones de cuartel general del certamen: aquí es donde organización, autores y periodistas confluyen en las primeras horas del día— casi se podría decir que es una estrella. Pasa a saludarle el cocinero del hotel, que anuncia que en el menú del día habrá garbanzos amariscados, y vienen a intercambiar unas palabras con él los reporteros que poco a poco van llegando para cubrir las distintas ruedas de prensa y realizar las consabidas entrevistas. Por lo demás, todo es silencio porque la noche ha sido larga y en este aquelarre casi nunca se madruga. El acento de Taibo delata que su personalidad se forjó al otro lado del Atlántico a partir del momento en que su padre, el periodista con el que comparte nombre, decidió hacer las maletas y abandonar Asturias en pos de nuevos horizontes. Él aún reside en México. Desde que se instaló allí con nueve años de edad, nunca abandonó definitivamente el país. Activista de izquierda, escritor prolífico, historiador puntilloso y tenaz, se permite en cada mes de julio algunos días de tregua para regresar al certamen que él se sacó de la manga y que llena Gijón de literatura durante diez días de actividad frenética. Habla con la firmeza que dan la convicción y la experiencia. En ningún momento pierde la sonrisa ni la socarronería. Tampoco ha abandonado su legendaria afición por el tabaco: en el transcurso de la conversación fumará media cajetilla de unos cigarros tan negros como sus novelas. Puede hablarse con él de tantas cosas que por unos instantes dudo acerca de cuál es el tema idóneo para iniciar la charla. Quizá lo mejor sea empezar por el principio.
Usted se fue a México con sus padres cuando tenía sólo nueve años de edad. No retomó el contacto con España hasta mucho tiempo después.
El camino de regreso no fue sencillo. Yo vivía muy consciente de que el viaje a México había sido para siempre. En el mismo momento de partir ya teníamos asumida esa certeza. Salir de El Musel [el puerto de Gijón] en barco, despedirte de todos tus amigos de infancia, dejar una parte de tus juguetes porque no cabían en los baúles… Eso es muy duro, tío… Luego veintiocho días de mar, las escalas en ciudades donde hablaban idiomas que no conocías… Mi padre lo tenía muy claro: a ver cómo coño lo hacemos, pero a partir de mañana tenemos que ser mexicanos. Él venía muy puteado, su salida de Gijón fue bastante tormentosa. Tenía la clara conciencia de que profesionalmente, como periodista, no iba a poder seguir creciendo en Asturias.
¿Cómo fue el regreso a la tierra natal? ¿Por qué retomar unas raíces que, en cierto modo, ni siquiera eran ya suyas?
Tardé muchísimo en regresar, y lo hice coyunturalmente en 1967. Yo ya militaba en México y conecté aquí con la izquierda clandestina gijonesa, en particular con el grupo de José Luis García Rúa. Me vine y mochileé un poco por España. Pero la reconexión real se produce unos años después, casualmente, cuando decido escribir la gran historia de mi familia, que era la de la Revolución de 1934. Ahorramos Paloma y yo [se refiere a Paloma Saiz, su mujer] y nos vinimos.
Ese trabajo tuvo que ser apasionante. Hasta aquel momento, la Revolución del 34 era un gran abismo en la historiografía. No había documentos, no había estudios y los testigos, por razones evidentes, no habían contado nada de lo ocurrido en aquellos días.
Hubo cosas alucinantes, como desenterrar con un viejo anarquista en La Felguera cuatro cajas de galletas que estaban metidas bajo tierra y en las que se guardaba un archivo local de la CNT, o entrevistar a alguno de los militantes socialistas que habían estado activos entonces… Fue una investigación que además me había llevado a buscar gente en todo el mundo. En varias partes de México había encontrado a participantes en el 34 que se habían exiliado, y había dado con otros en Argentina, y di en España con los que quedaban… Franco se acababa de morir y algunos archivos se abrieron por primera vez. Estaba inmerso en todo eso cuando de repente, aquí en Gijón, me abordó un señor que iba en bicicleta y me preguntó: «¿Tú eres el que está escribiendo una historia de la Revolución del 34?» Dije: «Sí». «Yo soy Silverio Cañada, editor», y añadió: «¿Has pensado en la posibilidad de sacarla en fascículos?» Yo no había pensado en eso, y empezamos a hablar del libro que estaba haciendo. Me hizo un contrato maravilloso que me permitió desarrollar la investigación a mi modo y con el tiempo que necesitaba en un momento en el que se me estaban acabando los fondos. De esa forma me arraigué, o me rearraigué, en Gijón.
(El trabajo de Paco Ignacio Taibo II sobre la Revolución del 34, publicado originalmente en fascículos, y luego en dos volúmenes, por Ediciones Júcar, fue reeditado por Crítica en 2013 con el título Asturias, octubre de 1934.)
¿Por qué dice que la historia de la Revolución del 34 era la historia de su familia?
Mi abuelo Benito combatió en el 34, era miembro de la ejecutiva de los socialistas de Oviedo en el sindicato de oficina y banca. Mi tío abuelo Ignacio era redactor-jefe de Avance, el periódico socialista. Eso del lado paterno. Por el lado materno, mi abuelo Adolfo era contrabandista de pistolas en Gijón para la CNT; mi tío abuelo Mauro combatió en las barricadas de El Llano; mis tías abuelas eran todas miembros del sindicato de la aguja, en Gijón… Todos los parientes de los que tenía memoria, y los que a mí más me gustaban, habían participado en la Revolución del 34. Era una historia familiar recurrente. Hasta mamá y papá tenían sus historias particulares del 34. Mamá era una niña que fue con sus padres a ver el famoso mitin de La Pasionaria en el que pidió que sacaran a los presos de las cárceles. Ella siempre recordaba que aquel día le habían puesto unos lazos rojos en el pelo. Mi padre, en 1934, vio a los mineros entrar en las calles de Oviedo. Él mismo lo contó en Para parar las aguas del olvido [reeditado este mismo año por la editorial Drácena]. Era una historia familiar, siempre cruzada por el mito de Avance, el periódico que organizó la revolución, que incluso resultó mucho más apasionante cuando lo estudié de lo que mi familia contaba.
Por esos años usted estaba fundando, o acababa de fundar, la nueva novela negra latinoamericana, con las primeras entregas de la serie protagonizada por Héctor Belascoarán.
Se habían publicado las dos primeras novelas, Días de combate y Cosa fácil. De hecho, cuando terminó, con éxito, la publicación de mi historia de la Revolución, Silverio me preguntó: «¿Qué quieres hacer?» Le dije que por qué no poníamos en marcha una colección de novela negra de verdad, que era algo que no había en España. Así nació Etiqueta Negra, en Júcar. Estuve dos años viviendo en España, en Gijón, luego volví a México y al cabo de un tiempo regresé con un proyecto para hacer un festival.
Se refiere, claro, a la Semana Negra. Pero el festival, originalmente, iba a organizarse en Barcelona.
Sí, fue algo muy casual. La Asociación Internacional de Escritores Policiacos nos había dado comisión a mí, a Manuel Vázquez Montalbán, a Andreu Martín y a Juan Madrid para organizar un encuentro en España. Manolo y Andreu decían que sólo se podía hacer en un lugar, que era Barcelona. Yo viajé allí y me detuve antes en Gijón, para ver a Silverio. Cuando le conté mis planes él dijo: «¡No, no, no! Tienes que hablar antes con Tini».
Hablamos del año 1987, por lo que Tini (Vicente Álvarez Areces) acababa de ser elegido alcalde de Gijón. Usted no podía conocerlo.
Nos conocíamos de la época en la que yo mantuve contacto con la izquierda clandestina gijonesa, porque él había sido entonces el jefe clandestino del PCE en la ciudad. La cosa es que, tras verme con Tini, levanté el teléfono para llamar a Manolo y Andreu. Les dije: «Creo que se puede hacer en Gijón». Y Manolo dijo: «De puta madre, porque en Barcelona son todos unos burócratas». La Semana Negra no iba a ser un festival anual, sino un congreso de una única edición. Pero salió un encuentro literario que cobró la forma de una fiesta popular vinculada con la literatura. Partió, además, de una memoria, que era la tradición asturiana que yo había venido rescatando como historiador: la de las fiestas de prau que organizaban los anarquistas y los socialistas asturianos en la década de 1930.
Iba a ser una experiencia puntual, pero se prolongó en el tiempo.
Ahí volví a arraigarme en Gijón, por una vez al año y durante veinticinco años, en una de las sagas más enloquecidas que ciudadano alguno o promotor cultural haya podido vivir en su vida. Fue una continua guerra de trincheras.
Ya no dirige el festival, pero siempre será su fundador. Ahora que lo visita como autor invitado, en su trigésima edición, ¿qué sensaciones tiene?
La Semana Negra es el centro de la literatura policiaca. El único festival que conecta el mundo. Cuando empezamos, el contacto estaba roto. Nadie sabía qué estaba pasando en la otra orilla. A niveles, además, increíbles. Por ejemplo, Manolo Vázquez Montalbán no vendía un libro en México. Evidentemente, los latinoamericanos no conseguíamos entrar en España. La Semana Negra hizo cosas que no se ven, como por ejemplo tener la primera reunión de escritores norteamericanos y soviéticos que se había producido en el mundo literario desde el principio de la Guerra Fría. Se llevó a cabo un trabajo de puentes memorable. Y un trabajo de desarrollo de un modelo de propuesta cultural que resultaba inusitada. La idea de la fiesta apelando a las tradiciones proletarias asturianas: a las fiestas de las carballedas, a los cantantes, a los folletos nudistas que se regalaban, a la tortilla de patata de las familias con las casetas de tiro a treinta metros… Toda esta idea, toda esta riqueza de debate que implicaba el conjunto de la vida y que vinculaba profundamente lo festivo con el debate literario, tenía que ver mucho con la manera en que nuestra generación entendió la novela policiaca. Porque la entendió como una literatura de reconexión social.
De hecho, se empezó a hablar por aquel entonces de que la novela negra venía a cubrir el hueco de la vieja novela social.
Totalmente. Eso era así.
Casi nadie entiende fuera de Asturias los recelos que inspira el festival en su propio terreno.
¡Buah! El otro día recordaba que en una Semana Negra, creo que fue en la segunda edición, apareció un suelto en un periódico que decía: «La Asociación Antitaurina de Gijón contra la Semana Negra». Yo mandé de vuelta al periódico una nota de tres líneas diciendo: «Los cornudos de Gijón están todos fuera de la Semana Negra». La verdad es que yo no tenía perdón. El talante provocador de los primeros años era la rehostia.
De los primeros y de los últimos. Con usted al frente siempre hubo polémicas sonadas.
¿Por qué nos íbamos a callar? ¿Por qué teníamos que ponernos a la defensiva? ¡Si lo estábamos haciendo bien! ¡Si estábamos convirtiendo esta ciudad en algo importante! ¡Joder, si los primeros años de la Semana Negra había que explicarles a los invitados que Gijón no era Jijona, que aquí no había turrón!
Pese a todo este trajín, usted seguía escribiendo. De hecho, su trayectoria ha sido bien prolífica. Están la serie de Belascoarán, la de Olga Lavanderos, novelas como La vida misma o Cuatro manos o De paso o Retornamos como sombras, las biografías del Che Guevara y Pancho Villa, su historia del anarquismo en Barcelona, su libro más reciente, Patria (Planeta), que acaba de llegar a las librerías en México…
La Semana Negra ocupaba la mitad de mi vida, en un universo laboral escindido. Nunca dejé de militar en la izquierda mexicana ni de escribir. La Semana Negra me ocupaba a tiempo completo tres meses, de abril a julio. En esos periodos sólo escribía cosas sueltas, no había tiempo para otra cosa que no fuera dirigir el festival. De día lo dirigía y de noche lo soñaba, metido siempre en constantes guerras y polémicas y tratando de mantener la calidad del festival. Intentando que no perdiera el compás de los debates vivos que la sociedad estaba creando tanto en América Latina como aquí, y rescatando las puntas de lo que parecía ya el resurgimiento del género negro con potencia universal. Los primeros en tener una delegación sueca fuimos los de la Semana Negra, cinco años antes de que la industria editorial descubriera la literatura policiaca de los países nórdicos. Los primeros que reunieron a autores de la Alemania oriental y la Alemania occidental para que dialogasen entre ellos fuimos nosotros, ese fenómeno nunca se había producido. Los primeros en revisar la crisis checa desde el punto de vista de los escritores fuimos nosotros en Gijón. El único festival que fuera de Argentina detectó que se estaba produciendo un boom de la novela policiaca en aquel país fue la Semana Negra. Los primeros grandes debates sobre inmigración se produjeron en Gijón, cuando tuvieron lugar las primeras olas migratorias que nacieron en el cuerno de África y en las que Javier Bauluz había tenido un papel importante.
Siempre ha habido en la Semana Negra un matrimonio muy bien avenido entre el compromiso y la transgresión.
Hicimos todas las locuras del mundo y algunas más. Entre ellas, traer a los Voladores de Cuetzalán o plantar una exposición de fotoperiodismo en mitad de una calle. La exposición de Javier Bauluz la vieron en el Museo Barjola setenta personas, y en la Semana Negra la visitaron 20.000. También estuvo el invento de las veladas poéticas, con lecturas de poesía a medianoche que eran una provocación absoluta, o poner a la Orquesta Sinfónica del Principado a tocar en medio de un festival popular repleto de adolescentes cerveceros. Yo creo que la Semana Negra fue extraordinariamente imaginativa. En el tiempo que la dirigí, nunca mi equipo dijo que no a ninguna de las locuras que se me ocurrían.
¿A ninguna?
A ninguna. No lo recuerdo. Yo proponía una locura y empezaba una cadena de peros, pero eran peros prácticos. Un año me pegó el viento del noroeste, que es el que trae la locura, y dije que quería un submarino amarillo en El Musel. Me dijeron: «¿De dónde cojones sacamos un submarino amarillo?» La Armada tenía dos submarinos, evidentemente ninguno amarillo. Logré hablar con un alto cargo y la cosa es que gustó la idea, porque propusimos que nos trajeran uno y que nosotros lo pintábamos, pero uno de los submarinos estaba en operaciones y el otro se encontraba hundido en Cartagena. Pensamos en hacer uno de madera, pero se nos salía del presupuesto, porque a mí un submarino de menos de veinte metros no me sabía. De repente, un día llegó un miembro de la organización y dijo: «¡Ya está!». En el taller de manitas que teníamos habían manufacturado un periscopio amarillo que pusieron en el río Piles con un cartel al lado que señalaba hacia el agua y decía: «Abajo hay un submarino». De ésas hubo muchas. Un día estaba mirando la playa y pensé: «Aquí falta algo». Se me ocurrió que estaría bien armar tres moais como los de la isla de Pascua. Así nacieron Arturo, Arturín y Arturete. Los plantamos en la playa de noche, sin avisar a nadie, y al día siguiente resultó que en la playa de Gijón había tres moais de la isla de Pascua. Eran locuras muy creativas. Un año plantamos el frontal de un templo egipcio delante de la Carpa del Encuentro. Cuando nos cansamos de escuchar que en la Semana Negra había mucha tortilla de patata y poca literatura, organizamos un concurso de tortilla de patata.
Ésa es la cuestión. Mucha gente no percibe que la Semana Negra, tras su máscara frívola, alberga unos contenidos realmente potentes.
¡Ni tú mismo! Lo has llamado máscara frívola y no lo es. La fiesta es cultura. La tortilla de patata tiene los mismos derechos culturales que la novela negra.
No lo decía pensando en la tortilla de patata, más bien me refería al submarino en el Piles.
¡Ah! ¡Joder, los submarinos amarillos también tienen derecho a la fiesta! La fiesta es cultura. No hay que tenerle miedo. Es un componente natural de nuestras sociedades.
No sé si se da cuenta de que nos encontramos en un punto en el que decir eso casi resulta revolucionario.
Porque la sociedad tiene una veta hiperconservadora que se muere mordiendo su propia cola. Dicen que en la Semana Negra hay poca literatura y hay mucha fiesta. ¿Quién dice eso? Un tipo al que nunca hemos visto entrar en una librería. ¿Qué le preocupa a él que haya poca literatura, si la literatura le importa un huevo? Nuestros críticos no vienen de una supuesta aristocracia cultural, sino de la carroña conservadora. Sus argumentos no tienen ni pies ni cabeza, pero a fuerza de repetirlos, y de contar con un sustento mediático, tuvimos que dar batallas continuamente, explicando todo esto y provocando aún más. ¿No os gusta esto? Pues ahora os vamos a dar más. ¿Hay poca literatura en la Semana Negra? Pues vamos a hacer algo que en este puto planeta nadie se ha atrevido a hacer y vamos a ponernos a leer poesía, en plena calle, a las doce de la noche.
Esas mismas voces suelen decir que a la Semana Negra le iría mejor si no fuera un festival tan político. ¿Es posible disociar la cultura de la política?
Si quieren hacer un festival menos político, que lo hagan ellos. Pero eso es una eterna mascarada. Lo apolítico también es político. La neutralidad blanca no es neutralidad, es conservadurismo enmascarado. Nosotros, y estoy seguro de que hablo en mi nombre y en el del nuevo equipo que comandan Ángel de la Calle y José Luis Paraja, no sabemos hacer festivales blancos.
Y en términos generales, ¿cuál es su balance de la historia del festival?
Hay algunas cosas que ya se ganaron: a nivel mundial, hemos puesto a Gijón en el mapa. Gijón sale en The New York Times y el Washington Post no porque haya habido un accidente en una fábrica, sino porque reúne a más de cien escritores procedentes de todo el mundo. Y no hay muchos festivales que hayan resistido durante treinta años. La respuesta popular sigue siendo muy buena. Las carpas de actividades literarias están llenas con singular frecuencia, en ocasiones con públicos muy raros que llegan desde lugares de lo más pintoresco, y para el ámbito hispanoparlante la Semana Negra es un referente. Si escribes una novela negra, o de ciencia ficción, o histórica, y no pasas por la Semana Negra, es que no existes.
Fotos: Daniel Mordzinski
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: