Decía William Shakespeare, un tipo poco sospechoso de maltratar el lenguaje (supongo que les sonará de algo): ¿Qué importa un nombre? Al fin y al cabo, lo que llamamos rosa seguiría teniendo la misma fragancia con otro nombre.
Juan Ramón Jiménez, a quien tampoco podemos acusar de ser un ganapán de las letras, abogaba por escribir de acuerdo a la fonética y así dentro de su poesía utilizaba la j para las silabas ge y gi, la s en determinadas palabras escritas con x o suprimía la h cuando esta era muda (casi siempre, dicho sea de paso).
Gabriel García Márquez, segundo Premio Nobel de Literatura que citamos en pocas líneas (en la época de Shakespeare no existía este galardón, si no serían tres a buen seguro), dijo en su discurso en el Congreso de la Lengua Española de 1997: “Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna”.
En ocasiones imparto un taller de poesía para niños al que llamo La magia de las palabras. Básicamente, y resumiendo mucho, los niños, convertidos en mis ayudantes, sacan versos de poetas célebres de una chistera de mago que yo porto y después con una serie de técnicas sencillas: encabalgamiento, símiles, preguntas y respuestas… componemos, entre todos, poesías a partir de ese primer verso. Les intento liberar de la rima para que no resulte tan forzado realizar un poema y entiendan que la musicalidad y el ritmo pueden conseguirse por otras vías.
Pero previamente a esto les explico que se trata de un taller de magia, no de escritura (de ahí su nombre) porque a mí, y así lo creo, las palabras me parecen una de las cosas más mágicas que posee el ser humano (más cuando se unen para formar poemas). Y lo son porque nos permiten comunicarnos, expresar pensamientos complejos, intentar definir algo tan abstracto como son nuestros sentimientos. A veces, incluso, nos ayudan a reconocerlos.
El objetivo del lenguaje es comunicarse, no creo que nadie pueda poner esto en duda. Para conseguirlo, de manera inevitable, se transforma, cambia, evoluciona por múltiples motivos: la mezcla e interactuación con otros pueblos, la moda, la necesidad de nuevas palabras para nuevas situaciones u objetos, etc. Diría incluso que en la mayoría de ocasiones la modificación reglada de un idioma es más lenta de lo que cabría esperar.
Recientemente la RAE ha aprobado el imperativo iros, aunque sigue prefiriendo la forma culta idos. Esto ha desatado una polémica en las redes sociales que no deja de sorprenderme. Todos ponen el grito en el cielo y se llevan las manos a la cabeza espantados porque la máxima autoridad lingüística en castellano admita el uso de lo que a todas luces es una aberración del idioma, aunque los mismos que se tiran de los pelos en su vida hayan dicho idos todos a tomar por saco, sino iros todos a tomar por saco. Porque efectivamente cuando deseamos que alguien se vaya, deseamos que se vaya de verdad y que entienda que eso es lo que queremos que suceda.
Sí, la lengua, nos guste o no, está para entendernos; para comunicarnos, reitero de nuevo. Pese a que algunos crean que su función es marcar las diferencias entre hablantes cultos y hablantes vulgares. Cuánto nos encanta separarnos del vulgo a la menor ocasión y creer que pertenecemos a la nobleza, aunque sea lingüística.
Qué fastidio, ¿verdad?, que nos hayan restado una oportunidad de rectificar a alguien a la menor ocasión en una reunión de amigos y así poder remarcar que nosotros somos gente de bien, gente culta, gente versada.
¡Al final todos acabaremos hablando como Belén Esteban!, vociferan algunos. ¡Y hasta ahí podríamos llegar! ¡Qué mundo va a ser este!: catedráticos que no se diferencian de peluqueras, letrados confundiéndose con pescaderos, albañiles con licenciados (a pesar de que en este mundo laboral cada vez haya más licenciados albañiles), futbolistas con teólogos…
Calma. No se pongan nerviosas vuestras ilustrísimas mercedes. La RAE por el momento sólo da por válidos aquellos términos que la mayoría de los hablantes utilizan con insistencia y que no hacen perder matices al idioma (aunque esto en algunas decisiones, por ejemplo sólo sin tilde, sea más que cuestionable). Vamos, que en principio, aboga por el objetivo del lenguaje, que ya sabemos que es la comunicación.
O puede que sí tengan motivos para la excitación, pues intuyo que su amor y respeto por la lengua aumenta en tanto en cuanto sirve como herramienta que marca las diferencias y les sitúa en una posición de preponderancia.
Sea como sea, para mal o para bien, con razón o sin ella, a partir de ahora todo el mundo podremos decir, sin miedo a equivocarnos, iros todos a tomar por saco y dejadme comer tranquilo las almóndigas.
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