Conocer lo que le rodea y explicar lo que sucede en su entorno han sido motivos de preocupación para el ser humano durante miles de años. Es a los antiguos griegos a quienes debemos el reconocimiento de haber sido quienes por primera vez presentaron la naturaleza como algo explicable. La inquietud compartida de pensadores y científicos por descifrar las leyes de la naturaleza y de la Física ha sido semilla de la que han germinado a lo largo de los siglos múltiples teorías, algunas apoyadas en simples doctrinas y otras en modelos matemáticos de mayor o menor rigor científico. Todavía hoy, a pesar de los avances en el terreno de la Física y las Matemáticas, encontrar el modelo, la mágica ecuación que describa el comportamiento de la naturaleza en todos sus posibles escenarios y circunstancias sigue siendo el anhelado santo grial de nuestros científicos.
Pero avancemos poco a poco. ¿Qué entendemos por leyes de la Física?, ¿dónde tenemos que poner el foco para descubrir el funcionamiento del mundo? Aristóteles lo avanzó cuando afirmaba que todo lo que ocurre está relacionado con el movimiento.
Si el mundo fuera estático no existiría el tiempo, porque la percepción del paso del tiempo se debe a que nuestro entorno cambia de un instante a otro. Tampoco tendría razón de existir el concepto de espacio, como lugar por el que se despliegan las trayectorias de los cuerpos que se mueven. Ni siquiera podríamos hablar de vida, ya que las reacciones químicas que soportan los procesos vitales se basan también en el movimiento. En definitiva, el movimiento lo es todo o casi todo.
Descifrar las leyes del movimiento es el gran reto al que a lo largo de miles de años se han ido enfrentando personajes como el propio Aristóteles, Ptolomeo, Copérnico, Kepler, Galileo… Sin embargo, no fue sino hasta bien avanzada la segunda mitad del siglo XVII cuando Isaac Newton revelara las primeras pautas del comportamiento de la naturaleza a través de una magistral modelización matemática de las leyes del movimiento. Rompía así con explicaciones místicas de raíces dogmáticas y con teorías absurdas gestadas mil años atrás. Sus modelos matemáticos se mantienen vigentes todavía y son capaces de predecir con precisión el movimiento de los cuerpos, tanto los de dentro de la Tierra como los extra orbitales. Al menos en el entorno que somos capaces de observar.
Fue Newton quien nos dijo que la fuerza es el producto de la masa por la aceleración o que un cuerpo que se desplaza a velocidad constante mantiene su velocidad indefinidamente de no existir alguna fuerza externa que altere tal estado (algo que ya había anticipado años antes Galileo). Este último principio es difícil de verificar en la Tierra, ya que indefectiblemente existen siempre fuerzas que interfieren sobre cualquier movimiento uniforme (la propia gravedad terrestre o la fuerza de fricción con la superficie por la que se desplaza el móvil). Sin embargo, fuera de la Tierra este tipo de influencia no existe, razón por la que George Clooney, en la película Gravity, se ve condenado a vagar eternamente a través del espacio siguiendo una trayectoria rectilínea y a velocidad constante.
También debemos a Newton la famosa Ley de la Gravitación Universal que representa matemáticamente el efecto de la atracción de las masas entre sí, que introduce el concepto de gravedad asociada a la Tierra y que nos explica por qué las cosas son atraídas y caen hacia la superficie de nuestro planeta. Como bien es sabido, se dice que Newton se sintió inspirado cuando concibió esta ley al ver caer una manzana de un árbol. Esto, que tiene toda la apariencia de tratarse de una leyenda, parece que procede del relato que algún personaje cercano a Newton recogió en sus memorias.
Dejemos atrás estas frivolidades y regresemos a la Ley de Gravitación Universal. Con esta ley, Newton fue capaz de predecir los movimientos de los cuerpos celestes y explicar la trayectoria de los planetas en el sistema solar. Sin ánimo de trivializar y solo para que nos hagamos una idea, los planetas giran alrededor del sol como una canica giraría alrededor del agujero de un embudo si la impulsáramos sobre su borde.
Pues bien, como decíamos antes, las leyes de Newton son suficientes y apropiadas para explicar el movimiento de los cuerpos en los rangos de velocidades que somos capaces de percibir a nuestro alrededor, pero fallan estrepitosamente cuando se trata de velocidades extremadamente altas, próximas a la velocidad de la luz (la velocidad de la luz se representa con la letra c y tiene un valor constante de unos 300.000 metros por segundo). También fallan para masas muy grandes, como estrellas o galaxias, a pesar de que se muevan a velocidades lentas comparadas con las de la luz.
Nada puede moverse más rápido que la luz
En los siglos XIX y XX la luz fue materia de estudio para muchos científicos (entre ellos Einstein, quien recibió un premio Nobel por sus trabajos en este campo). Aparte de ser motivo de investigación, la luz se convirtió también en elemento de experimentación, directo e indirecto. A finales del siglo XIX se realizaron mediciones de la velocidad de la luz como medio para determinar la velocidad a la que se movía la Tierra. El experimento era bien sencillo: se mide la velocidad de un haz de luz externo que llega en sentido contrario al desplazamiento de la Tierra y luego se mide la velocidad de un haz de luz a favor del movimiento de la misma. La diferencia entre ambas medidas proporciona la velocidad de nuestro planeta. Pues bien, para asombro de todos, el valor obtenido en los dos casos fue idéntico; es decir, la velocidad de la luz resulta ser siempre la misma, independientemente de que se mida desde una posición estática o desde un objeto en movimiento.
Esta circunstancia dio origen a gran cantidad de especulaciones y de extravagantes teorías. Con todas ellas acabó Albert Einstein en los primeros años del pasado siglo, cuando estableció que la velocidad de la luz es siempre constante, se observe como se observe. Y ello es así simplemente porque la naturaleza es así.
A partir de este postulado, Einstein elaboró un modelo matemático y llegó a unas conclusiones que recogió en lo que llamó “Teoría de la Relatividad Especial” (1905). Esta teoría es muy rica en aparato matemático y ecuaciones, pero pongamos aquí solo una que sin duda es bien conocida por todos (seguramente la hemos visto más de una vez en alguna camiseta): E = mc2
Esta ecuación muestra una equivalencia entre energía (E) y masa (m), donde c es la velocidad de la luz (300.000 m/s). Su interpretación dice que la masa, es decir la materia, y la energía son intercambiables; la energía se puede transformar en materia y la materia en energía. El primer sentido de esta ambivalencia nos retrotrae al origen del Universo, donde todo era energía. Mediante procesos complejos, parte de esa energía se transformó en la materia que tenemos a nuestro alrededor (incluyéndonos a nosotros mismos). En sentido contrario, la ecuación nos indica que el proceso es reversible y que la materia también puede convertirse en energía, principio básico en el que se basan los reactores nucleares y las bombas atómicas de fisión. Ambos generan energía a partir de materia física.
Esta mutua transformación energía-masa convive a diario con nosotros, pero no la percibimos. Sucede siempre que a un objeto en movimiento se le aplica una fuerza externa. Parte de esta aportación se transforma en energía, incrementando la propia del movimiento (energía cinética), es decir la velocidad del objeto, mientras que otra parte se aplica en aumentar su masa. Lo que sucede es que, a las velocidades con las que las cosas se mueven en nuestro entorno, el incremento de masa es tan insignificante que somos incapaces de percibirlo. Sin embargo, a medida que la velocidad aumenta, cuando nos acercamos a la velocidad de la luz, el balance se invierte y entonces casi toda la energía exterior aplicada se transforma en masa y no hay apenas incremento de velocidad. El extremo, el punto final, se sitúa precisamente en la velocidad de la luz. Un cuerpo moviéndose a la velocidad de la luz no incrementa más su velocidad por mucha energía adicional que se le suministre externamente; a partir de ese punto, cualquier nuevo aporte extra de energía se transforma en materia que se añade a la masa del cuerpo.
Esto nos lleva a una de las conclusiones más maravillosas e impactantes de la Teoría de la Relatividad: ningún objeto puede moverse a mayor velocidad que la de la luz.
La anterior es una sentencia contundente que no deja de ser, por otro lado, bastante descorazonadora. ¡Adiós a nuestros sueños de viajar a lejanas galaxias, a aquellas a las que incluso la luz tardaría miles y millones de años en llegar! Tendremos que dejar (de momento) esto de los viajes galácticos para la ciencia ficción.
La paradoja del tiempo
Se me ocurre en este punto una paradoja que, de encontrarme de frente a Albert Einstein, le plantearía en estos términos:
—Yo: Profesor, el lunes pasado, a través de la ventana de mi habitación vi pasar una nave espacial. Se movía, muy rápidamente, creo que viajaba a la velocidad de la luz. En la parte posterior del vehículo me fijé en un individuo que estaba sentado en una silla. Deduje inmediatamente que, puesto que hombre y silla viajaban en la nave, ambos se desplazaban delante de mí también a la velocidad de la luz. De repente el hombre se levantó y caminó hacia la parte delantera de la nave; calculo que avanzó unos 10 metros y que empleó en ello unos 10 segundos. Es evidente que en esos 10 segundos la silla seguía viajando a la velocidad de la luz, pero como el individuo recorrió 10 metros más que ella, está claro que en esos 10 segundos el individuo había tenido que moverse a más velocidad que la silla (exactamente 1 metro por segundo más rápido).
En resumidas cuentas, usted nos ha engañado a todos, porque acabo de demostrarle que es perfectamente posible moverse a velocidades por encima de la de la luz.
Intuyo lo que me respondería el profesor Einstein:
—Einstein: Lo que usted me acaba de contar corresponde al relato de alguien que ha contemplado la escena viajando dentro de la nave. Si usted hubiera estado allí, evidentemente habría visto al individuo desplazarse en esos 10 segundos a una velocidad mayor que la silla. Nadie dentro de la nave sería consciente de que estaba viajando a la velocidad de la luz, al igual que cuando viajamos en un avión con las ventanillas cerradas no tenemos consciencia de que nos estamos desplazando a 900 Km/h. Sin embargo, si usted de verdad hubiera estado mirando desde la ventana de su habitación, es decir fuera de la nave, habría visto a la nave, a la silla y al individuo desplazarse todos ellos exactamente a la velocidad de la luz.
—Yo: Lo siento profesor, pero no consigo entenderlo. Insisto, si el individuo, en esos 10 segundos, ha avanzado 10 metro más que la silla, es evidente que se ha movido a mayor velocidad que ella.
—Einstein: No lo digo yo, lo dice la naturaleza: nada puede desplazarse a velocidades superiores a la de la luz. ¿Cómo se conjuga esto con lo que usted está diciendo? La única forma de que desde su ventana vea al hombre y a la silla viajando a la misma velocidad es que no llegue a ver nunca al hombre caminando por la nave. Usted puede intuir que el hombre ha abandonado la silla y ha caminado durante 10 segundos, pero no lo verá nunca, porque para que todo este rompecabezas encaje, la única salida que le queda a la naturaleza es parar el tiempo. Para el observador externo, a partir del momento en que la nave alcanza la velocidad de la luz el tiempo dentro de ella se detiene y desde entonces nada sucede en su interior. Es decir, usted nunca verá que el individuo se levanta de la silla y comienza a andar, siempre lo verá sentado en ella. Este efecto no es instantáneo, sino progresivo. A medida que la nave acelera y se acerca a la velocidad de la luz, para usted, observador externo, el tiempo dentro de la nave se ralentiza. Un segundo dentro de la nave equivale ahora a cien segundos suyos, luego a mil, y así sucesivamente hasta que, al alcanzar el límite de la velocidad de la luz, el tiempo se detiene. Recuerde esta otra conclusión de mi teoría de la relatividad: cuanto más se acerque el viajero a la velocidad de la luz, más se ralentiza el tiempo para él en relación al mundo exterior. Es decir, un año para este viajero puede suponer cientos de años para los individuos de fuera. Esta es la razón del nombre de mi teoría: lo que percibimos es siempre relativo y depende de nuestras circunstancias. El mundo percibido por los viajeros de la nave es distinto del que usted, observador externo, percibe.
—Yo: Caramba, profesor, ahora encuentro explicación a la película El planeta de los Simios. Charlton Heston se desplaza con sus compañeros de tripulación en un viaje espacial a velocidades próximas a la de la luz. Para ellos el viaje es de apenas unos meses, en tanto que para los que quedan en la Tierra han pasado cientos de años. Cuando caen en el planeta de los monos, están en realidad y sin saberlo, en la Tierra, cientos de años más adelante en su historia. Veo que viajar al futuro es algo físicamente posible.
—Einstein: Efectivamente, si algún día fuéramos capaces de desplazarnos a velocidades próximas a la de la luz, el viaje al futuro dejaría de ser patrimonio de la ciencia ficción. Lo que no está nada claro es cómo podríamos retornar a nuestro pasado.
El espacio-tiempo
Las teorías de Newton y de Einstein parecen ser compatibles y complementarias. Trabajando con ellas en sus respectivos escenarios, diríamos que, al menos aparentemente, vamos por el buen camino.
Sin embargo, ambos modelos no son plenamente coherentes entre sí y presentan algunas contradicciones.
Para Newton la interacción entre masas o las fuerzas gravitatorias son de efectos instantáneos, es decir, si de repente desapareciera el Sol, el efecto gravitatorio sobre la Tierra se notaría inmediatamente, mientras que, según Einstein, nada puede desplazarse a más velocidad que la luz, de manera que, en su versión, el efecto gravitatorio de la desaparición del Sol tardaría unos segundos en manifestarse en la Tierra (el equivalente al menos al tiempo que tarda la luz solar en llegar a nuestro planeta).
Por otro lado, algo que siempre preocupó a Newton fue el no saber explicar cómo se transmitía en la distancia la fuerza de atracción entre masas, es decir, la gravedad en el caso de la Tierra. Si atamos una cuerda al gancho de remolque de un vehículo y tiramos de ella, el vehículo se mueve por la acción de la fuerza que aplicamos, fuerza que se transmite a través de la cuerda. Pero en el caso de la Tierra, ¿cuál es la “cuerda” que transmite la fuerza de la gravedad?
Einstein quiso dar respuesta a estas cuestiones abiertas con la publicación de la Teoría de la Relatividad General en 1915, diez años más tarde de que viera la luz su Teoría de la Relatividad Especial.
Según esta nueva teoría, el espacio, entendiendo por tal las “carreteras” por las que se desplazan los cuerpos en movimiento, no es rectilíneo, sino que está sometido a curvaturas naturales. Es decir, nada, incluyendo la luz, se desplaza en línea recta (aunque a pequeña escala lo percibamos así). En presencia de una masa, la curvatura del espacio se acentúa y se inclina hacia el centro de esa masa, de manera que cualquier cuerpo en movimiento por ese espacio, al llegar a las proximidades de una gran masa, se desplaza hacia ella porque así lo hace la “carretera” sobre la que transita. Esto explicaría por qué los cuerpos caen hacia la Tierra o el porqué de los efectos que hasta ahora habíamos atribuido a fuerzas gravitatorias de orígenes misteriosos.
Pero esto no es lo único llamativo de esta segunda Teoría de la Relatividad. Einstein demostró, mediante un modelo matemático, que el tiempo también se ralentiza progresivamente en la medida en que nos acercamos al centro gravitatorio de las masas. Esto quiere decir que el tiempo pasa más despacio para las personas que viven en la Tierra a nivel del mar que para las que viven en las altas montañas. Este efecto ha dejado de ser una teoría y se ha demostrado empíricamente comprobando cómo avanza el tiempo a distintas velocidades en relojes de precisión situados a distintas distancias del centro de la Tierra (el efecto es notorio simplemente comparando relojes situados encima de una mesa con otros colocados en el suelo). También ha sido este motivo para introducir correcciones en los relojes de los satélites GPS que giran alrededor de la Tierra, en los que se han hecho necesarias para compensar el efecto de ralentización del tiempo en la superficie terrestre.
Esta consecuencia de la teoría de Einstein justifica el desenlace de la película “Interstellar”, en la que el protagonista, Matthew McConaughey, viaja hacia un agujero negro (punto del espacio de ingente acumulación de masa y en consecuencia sometido al efecto de ralentización del tiempo) y regresa a la Tierra para encontrar a su hija convertida en una anciana, muchos más años mayor que él.
Todo esto llegó a concluir a Einstein en que no cabe hablar de espacio ni de tiempo por separado. Cada lugar está ligado a un tiempo y viceversa. Por ello, de forma académica, habría que referirse siempre a un espacio-tiempo.
¿Hemos llegado al final del camino?
Aparentemente, las teorías de Newton y de Einstein podrían antojarse suficientes para describir las leyes de la Física. Sin embargo, esto no es así. Cuando nos adentramos en el mundo de las partículas, en el terreno cuántico, subatómico, nada de lo aquí expuesto tiene validez. El mundo subatómico se rige por leyes que poco tienen que ver con los modelos de Newton o Einstein. Estamos casi como al principio; seguimos sin ser capaces de descifrar globalmente los misterios del universo y de encontrar unas leyes capaces de predecir el comportamiento de la naturaleza en todos sus posibles escenarios.
Desarrollar una ecuación, un modelo que descifre el comportamiento de todo lo que nos rodea es ahora el gran reto de la Física Cuántica. Teorías como la de Lazos o la de Cuerdas avanzan en direcciones distintas, con la aspiración de converger en un objetivo común. Pero esto será tema para desarrollar en otro momento.
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