Reproducimos una historia verídica sobre la vida y el destino de Jorge Fernández Díaz. Publicada en La Nación, fue recogida en 2010 en La hermandad del honor, libro editado por Planeta Argentina.
El cliente era un veterano con empresa y fortuna, y quería saber si un detective privado podía desenmascarar a su nuera. Mi hijo cree que es la Madre Teresa pero yo sé que ella lo traiciona, le contó en esta oficina de Palermo llena de sables y pistolas antiguas. Mientras lo hacía no dejaba de calibrar, escritorio por medio, si Miguel Ángel Maiolino era un profesional con los quilates suficientes como para llevar a cabo una faena tan delicada.
El ex policía aeronáutico le contó cómo se había formado y los casos de infidelidad, robos y fraudes que había resuelto. Luego le dijo que trabajaba solo y le habló de la infraestructura tecnológica que utilizaba en la calle. El cliente vio en el fondo de los ojos del detective algo que definitivamente lo convenció: extrajo de su bolsillo una foto y le mostró cómo era su nuera, una mujer joven y atlética de pelo castaño. Maiolino le hizo entonces un interrogatorio: qué hacía y en qué horarios, cuáles eran sus costumbres, a qué colegio llevaba a sus dos hijos pequeños. Luego hablaron del precio: Pago por trabajo terminado—dijo el viejo—.Quiero que le dediques un mes entero. Ese servicio cuesta por lo general cuatro mil pesos. Se dieron la mano, y en la mañana siguiente el detective cargó su Renault Kangoo de vidrios polarizados con cámaras de fotos y filmadoras. Los detectives usan utilitarios porque son altos y en consecuencia los autos comunes no les bloquean la visión.
Era una esquina muy concurrida de Saavedra, sobre una avenida, y Maiolino esperó un rato hasta que la señora saliera de compras, a la hora señalada. Miguel tiene casi treinta años de rastrillar la calle y de meterse en vidas ajenas: está acostumbrando a descubrir en el lenguaje corporal lo que las personas piensan y ocultan. Cuando vio que la chica iba impecablemente vestida y que caminaba mirando a uno y otro lado como si buscara detectar si había conocidos en el barrio, Maiolino dijo entre dientes una sola palabra: Trampa. La siguió muy lentamente y dobló detrás de ella en una esquina. La esperaba un Gol que manejaba un hombre joven. Los escoltó a prudente distancia durante quince minutos hasta un albergue transitorio, pero cuando intentó filmarlos quedó de pronto en un ángulo difícil y los perdió. Buscó un lugar ineludible donde estacionarse y pasó dos horas vigilando. En esos tiempos muertos, el detective no lee, no habla por teléfono, no escucha radio ni música. Sólo practica el intenso arte de esperar.
Finalmente, el Gol apareció en la rampa y el vigía los filmó de frente y a pleno. También anotó la patente. Después, en la oficina, indagó un poco más, se metió en registros, hizo un par de llamadas y descubrió algo bastante simple: el auto pertenecía a un profesor del mismo gimnasio donde la dama asistía a tonificar sus músculos. Llamó por teléfono al suegro y le dio la noticia: pegaba saltos de excitación. El trabajo terminó, le dijo Maiolino. No, no terminó —respondió el viejo—. Siga adelante, Miguel Ángel. Necesitamos muchas pruebas. Mi hijo no va a creerme.
En la semana siguiente, la mujer salió empilchada, miró hacia ambos lados, cruzó la avenida y se metió en otro coche: un Megane. Qué raro, un profesor de gimnasia con dos autos, se admiró Maiolino. Estaba equivocado. Era, en realidad, una mujer con dos profesores. Los filmó besándose y luego entrando y saliendo del hotel, y cuando tiró de la pista de la patente se asombró al ver que el segundo amante también revistaba como personal docente del gimnasio en cuestión.
El suegro de la pecadora lo invitó a almorzar, y el investigador privado le mostró algunas escenas grabadas en su filmadora portátil. El veterano se agarraba la cabeza. El detective sabía que el hijo, la nuera y los nietos vivían en una casa del empresario, quien pagaba hasta el sueldo de la empleada doméstica. Estando en su casa usted puede intervenir su propio teléfono —le dijo encogiéndose de hombros—. Yo puedo darle un grabador especial y mostrarle cómo hacer la instalación. El cliente intervino de manera sencilla la línea telefónica, escondió el aparato detrás de un mueble y le advirtió a la empleada que ni se le ocurriera limpiar en ese sitio.
Al mes, el detective había pescado a la nuera con un tercer amante: un chico de 18 años que sacaba bíceps en los aparatos del mismo gimnasio. Cuando escucharon la cinta, la mujer le contaba todas sus andanzas sexuales, en sus mínimos detalles, a una amiga casada. Finalmente, el empresario le pidió a Maiolino que hiciera lo más duro: acompañarlo a un café y explicarle a su hijo quién era verdaderamente su esposa. El hijo era más bueno que Lassie —me dice Maiolino—. Cuando le conté todo estuvo a punto de quebrarse. Pero se mantuvo firme. ¿Sabés la cantidad de personas que he visto quebradas, llorando a más no poder? ¿Sabés cuántas mujeres y hombres tuve derrumbados en ese sillón donde vos estás ahora?
Me lo imagino. La verdad desnuda duele como una cuchillada. Y hace muchos años que este investigador privado
desnuda las verdades más íntimas. Tiene 48 y una sonrisa extrañamente parecida a esa mueca que a veces compone, con la frente y el mentón, Robert De Niro. Es descendiente de calabreses, se crió en La Paternal jugando con muchachos que terminaban de canas o de ladrones, y él entró en la Policía Aeronáutica a los 15, en un sistema pupilo con salidas de fin de semana que le bajó los humos y lo hizo hombre. Pasó luego varias temporadas custodiando Ezeiza, Aeroparque y Camet, e investigando contrabandos, robos y hurtos cometidos en zona de aeropuertos. Descubrió rápidamente que le fastidiaba la seguridad y le fascinaba la pesquisa. Tuvo su bautismo de fuego cuando un representante de jugadores de fútbol llegó a Mar del Plata y denunció que le habían cambiado en el vuelo su maletín Samsonite con varios miles de dólares y que posiblemente habían sido un hombre y una mujer que se le habían sentado cerca.
Cerraron el aeropuerto y revisaron cada automóvil sin resultado alguno. Fue entonces cuando Maiolino habló con el
conscripto de la entrada y el chico le contó que antes del cerrojo, un Peugeot 504 conducido por un taxista con una cicatriz se había llevado de Camet a una pareja de mediana edad. Miguel Ángel fue hasta el centro de Mar del Plata, revisó todas las paradas de taxis, dio mil vueltas y en las veredas de un hospital encontró al taxista de la cara marcada. Los ladrones se habían alojado en un hotel. Miguel pidió apoyo a la policía, descubrió en la conserjería que acababan de comprarse un auto, subió hasta la habitación, tocó a la puerta y desenfundó la pistola 9 milímetros.
No hizo falta disparar un tiro. La pareja se entregó. Tenían encima el maletín con la plata. Maiolino sintió una adrenalina única y una felicidad tremenda. Había encontrado su destino. Fue felicitado, se especializó, tomó lecciones técnicas, aprendió sobre arte, comandó operativos exitosos y descubrió cargamentos clandestinos de drogas. Y al final, pidió la baja voluntaria: le gustaba demasiado la investigación y, a pesar de esas aventuras, en la fuerza estaba destinado al hastío. Pero por sus méritos todavía lo retuvieron un año entero. Aún así, el pibe de la Paternal se imprimió unas tarjetas de “detective privado” y las repartió entre conocidos, en reparticiones y comisarías, y empezó a recibir clientes fuera de horario. Así comenzó a arar la calle en busca de traidores, infieles, mentirosos, malvivientes y estafadores. La praxis fue fundamental, pero además se capacitó con nuevos cursos y seminarios, y aprendió sobre tecnología de última generación y también los secretos modernos de la investigación criminal. Colaboró con estudios jurídicos en divorcios, impugnación de testamentos, paraderos y resolución de ilícitos de toda clase. Hizo recolección de pruebas, pericias, búsqueda de personas, fotos, filmaciones. Trabajó como agente encubierto. Resolvió robos en empresas y grandes comercios. Ayudó a recuperar obras de arte perdidas. Y en una época, se concentró en un amplio pero invertebrado grupo de estafadores que operaba en el microcentro, publicaba en diarios nacionales sus servicios para invertir en distintos negocios y engañaba a los incautos de los años noventa.
Se convirtió, por momentos, en un blanco móvil. Lo llamaban para amenazarlo, sobornarlo o hacerlo caer en una
trampa. Le enviaban matones para darle una paliza. O le inventaban causas judiciales en represalia por haberse metido en ese juego. El acoso judicial continúa hoy en día puesto que Maiolino fue el causante de muchos divorcios, y por lo tanto de broncas profundas y pérdidas millonarias. Le han inventado—me jura—todo tipo de expedientes. Y muchos hombres infieles le desearon la muerte mientras él comparecía como testigo en un juzgado o aportaba pruebas documentales del engaño. Recuerdo que uno de ellos me miró mientras declaraba y me hizo con el dedo la señal del degüello, se ríe ahora. Estuvo en cientos de entuertos y abrió en el segundo piso de su oficina una Academia de Investigaciones en la que dan cursos expertos y peritos de distintas fuerzas de seguridad. Los alumnos suelen ser policías, militares o gendarmes que quieren tener un conocimiento más profundo de la materia, y sobre todo civiles que buscan concretar el sueño de ser lo que probablemente no serán: detectives privados. Muchos de ellos se reciben pero siguen en sus trabajos de siempre. Sin embargo, quedan automáticamente ingresados en la red operativa de Maiolino y puede suceder —de hecho ocurre muy a menudo—
que su viejo maestro los “despierte” para un caso. Eso quiere decir que si debe investigar a un hombre que vive en
Lomas de Zamora, el detective pregunta: ¿A quién tenemos en la zona? Puede ser que una médica, un tallerista o un comerciante, antiguos alumnos de la Academia, salten en la computadora. Entonces Miguel los llama y les pide que hagan una diligencia o un seguimiento, que después les paga como colaboración. Para estas personas, la fantasía del detective nunca deja de ser un segundo trabajo interesante y secreto, que los hace sentir parte de algo importante. Cuando aún son estudiantes, Miguel suele llevarlos en sus seguimientos y pesquisas: ni el maestro ni los discípulos cargan armas, y se toman recaudos para no exponerlos al peligro físico,me asegura. Las infidelidades lo dejaron en medio, sin embargo, de algunos escándalos. Mujeres que increpan a sus maridos al salir de un hotel. Damas descubiertas con el mejor amigo de su esposo. Gritos, puñetazos, y a veces revueltas que terminan en la comisaría. Maiolino ha visto de todo. Ha vivido demasiado.Y como decía Hemingway, ha vivido con los ojos. Quizá por eso es que no cree en nada, no se ha casado y confiesa que prefiere criar perros a criar hijos. Me dice también que los SMS, e-mails, chats y facebook deschaban groseramente al infiel moderno, que muchísimas veces es pescado en algún diálogo o con un correo comprometedor. Lo consultan más hombres que mujeres, pero casi todos ellos llegan a su oficina con algunas de estas líneas letales a modo de trofeo: Hola, linda, ¿te podré ver este sábado o te quedás con tu marido?
dos o tres cosas derrumbadas, como si estuvieran simulando y no verdaderamente haciendo una requisa en busca de efectos valiosos."
Le pregunto si en esos ficheros que tiene a sus espaldas guarda, como los detectives clásicos de las películas, una botella de whisky. Me decepciona: de lunes a viernes no toma alcohol. Y no adopta los clichés del género. Le pido antes de irme que me cuente un caso de robo. Me da los datos precisos de un bodeguero, pero me pide que no los divulgue. Su negocio es la discreción.
Se trataba de un empresario con mucha plata. Un viajero incansable que había pasado una larga temporada en España. Al regresar un día, el administrador de su edificio lo esperaba con una mala noticia: desconocidos habían roto los vidrios del balcón, se habían colado en su departamento y le habían birlado algunas cosas. A saber, 20.000 euros de una caja fuerte y ciertas chucherías. Un asunto que la policía no había resuelto y que al bodeguero lo tenía intrigado: No es por la guita —le aclaró por teléfono a Maiolino—. Quiero saber quién fue. El detective le preguntó si tenía las fotos de la escena y si podía acercarse a su oficina. Miguel examinó detenidamente el cuadro: había más vidrios afuera que adentro, como si el golpe para romper el ventanal de acceso se hubiera ejecutado desde el interior de la casa y no desde el balcón. Los ladrones no habían revuelto demasiado el lugar: apenas
dos o tres cosas derrumbadas, como si estuvieran simulando y no verdaderamente haciendo una requisa en busca de efectos valiosos. ¿Podemos ir?, preguntó el detective. Fueron. Miguel se dio cuenta de que los ladrones habían ignorado piezas valiosas de arte, bronces italianos del Renacimiento, miniaturas de porcelana, y que habían accedido a la caja fuerte porque habían encontrado milagrosamente su llave escondida en un estuche de anteojos. La caja estaba en un dormitorio, detrás de la ropa de un armario. Solamente se habían llevado un radiograbador. Maiolino se empezó a reír: No son delincuentes profesionales ni externos, venían directamente por la plata y armaron un teatro, le dijo.
Acordaron un dinero y un porcentaje del monto recuperado, firmaron un contrato, y luego el detective confeccionó
una lista con las personas que tenían acceso al departamento: la portera, el electricista, un pintor de brocha gorda y una empleada doméstica. El bodeguero le adelantó el dinero y lo toreó: Me voy de viaje; cuando vuelvo en un mes esto está resuelto, ¿no? Maiolino se encogió de hombros. ¿Cómo saberlo? Le respondió con la máxima más vieja y elemental de las novelas de misterio: el criminal siempre vuelve al lugar del crimen. Vamos a poner una cámara oculta en el cuarto de la caja fuerte, le propuso. El bodeguero gruñó un poco pero aceptó. Durante esas semanas, el detective investigó a los cuatro sospechosos de siempre con ayuda de ex estudiantes de la Academia, que husmearon en los barrios donde vivían y averiguaron cómo eran y con quiénes se juntaban. Siguieron a los cuatro, e investigaron sus situaciones financieras. No había mucho. El pintor se quedaba de vez en cuando con un vuelto
y tenía algunas relaciones poco recomendables, pero de este robo era inocente. La portera era más cándida que un querubín. El electricista era un tipo honrado. Y la empleada doméstica sólo cometía pecados veniales: cuando el patrón no estaba hacía algunas reuniones alegres pero recatadas en el departamento y abría algunas botellas. Eso era todo.
Treinta días después de haber firmado el contrato, Maiolino tenía las manos vacías. Le pidió por teléfono al bodeguero permiso para visitar su casa con la intención de retirar la cámara oculta, su última esperanza. La portera lo dejó pasar y el detective fue interceptado de inmediato por el administrador. Instintivamente, Maiolino le dijo que era un técnico en informática y que el bodeguero le había pedido que hiciera un trabajo en su computadora. Se sentó frente a la PC, y el administrador empezó a darle charla y a rondarlo. No era un profesional sino un vecino de un piso de arriba. Había sido gerente de una empresa y tenía buena presencia, pero no lo dejaba un segundo solo. En un momento, el detective privado tuvo una corazonada: Fue éste. Estaba seguro. Cerró la computadora y se marchó sin tocar los equipos ocultos. Y en la oficina puso a sus hombres en movimiento: el Veraz, los seguimientos, los registros, los rumores. El administrador tenía problemas económicos. Había pagado hacía poco una deuda.Era mitómano y parecía deberle una vela a cada santo. Finalmente,Maiolino retiró la cámara y puso a un socio a revisar
a gran velocidad esos treinta y pico de días. Tenés que venir a ver esto, le gritó el socio desde la planta alta. Subió las escaleras con el corazón en la boca. Después de aquel extraño encuentro donde se había hecho pasar por un analista informático, el administrador se había quedado solo en la casa, había avanzado sobre el cuarto y había revisado el armario prenda por prenda, como si buscara dinero o una llave. Luego descorrió la ropa colgada del perchero y revisó la cerradura de la caja fuerte como si quisiera determinar si la habían cambiado. No puede ser, dijo el bodeguero al ver los indicios. Es —retrucó el investigador—. Se lo digo por experiencia. Es. El trabajo del detective había terminado, pero el cliente quería seguir adelante. Cometí entonces el primer error —me dice Maiolino—. Acepté encararlo mientras lo filmábamos con una cámara portátil. Cuando el administrador se dio cuenta de que él era un detective privado y de que lo habían grabado husmeando la escena del crimen, se puso muy nervioso. Voy a poner todo a disposición de la policía, le dijo Maiolino. El administrador temblaba y negaba, pero cada vez con menos vehemencia. En un momento, se le escapó una frase lapidaria que quedó filmada: La plata ya no la tengo. El bodeguero y el administrador acordaron que se la devolvería de a poco. Firmaron unos papeles. Cuando se fue, el bodeguero lo felicitó al detective: Yo no tendría que estar acá, y además este personaje
nos está mintiendo—le dijo Miguel—. No hay nada para festejar.
Pero el bodeguero estaba tan feliz que antes de volver a irse de viaje le pidió al administrador que le pagara la cuota a Maiolino, quien a su vez tenía que ir descontando su parte y depositar el resto en el banco hasta su vuelta. Mi cliente era campechano y me tenía mucha confianza después de todo lo que había pasado—dice el detective—. Ahí fue cuando cometí el segundo error. Acepté cobrarle al administrador esa cuota. A las pocas semanas nos denuncia a los dos por extorsión y de un juzgado me pinchan los teléfonos. Fue horrible e injusto. Al final aporté todas las pruebas y aclaramos el asunto, fuimos sobreseídos y le hicimos al administrador una querella por falsa denuncia y daño moral. Se terminó yendo del país para zafar. Pero me dejó un regusto amargo. Son esas cosas de este oficio que no te dejan dormir bien. Las venganzas judiciales de los que te odian.
Le doy mi nombre completo y el número de mi celular. Imagino que seré minuciosamente investigado en cuanto salga a la vereda. Nos damos la mano. El detective camina por los límites. El periodista camina su soledad. Salí a Lavalleja y anduve doscientos metros hasta un taxi con la extraña, con la inevitable sensación de ser seguido silenciosamente por una sombra.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: