Edmundo Paz Soldán (Cochabamba, Bolivia, 1967) pasó el verano de 2007 en un pequeño poblado en el Norte de California que tiene como principal atracción una cárcel donde el padre de su exesposa hacía de abogado de algunos presos importantes. La idea de escribir una historia que transcurriera en una prisión estuvo desde entonces en su cabeza hasta que un día se sentó a narrarla en clave de ciencia ficción, como precuela de su libro Iris (Alfaguara, 2013). Escribió 70 páginas y sintió que aquello era repetirse y optó por darle un tono realista. El resultado, tras varias versiones escritas y reescritas, fue Los días de la peste (Malpaso editores, 2017), una novela carcelaria en la que da voz a 31 personajes que conviven entre la religión, la violencia, la corrupción, el poder y la muerte.
—Al principio, más que tener historia, tenía un escenario —dice, desde un hotel de Madrid, el escritor boliviano—. En una novela anterior, Norte, había una sección ambientada en una cárcel muy rígida, muy norteamericana, y quería buscar una más latina. La respuesta estaba enfrente de mis ojos: el Penal de San Pedro, en La Paz.
La prisión de la capital boliviana no fue lo único que le sirvió de modelo. Marching Powder, una crónica escrita por el prisionero inglés Rusty Young, fue otro de sus referentes. También La peste, de Albert Camus, y Diario del año de la peste, de Daniel Defoe. Para crear el monólogo de “El loco de las bolsas”, uno de los personajes, utilizó como base el discurso de un esquizofrénico que aparece en El padre mío, de Diamela Eltit, y lo deformó con canciones de su infancia hasta hacerlo irreconocible. Hace un año, en un taller literario, Paz Soldán decía que un escritor no debe dejarse influenciar por otros autores sino que debe saquear a otros autores, apropiarse de técnicas y recursos para hacerlos suyos.
—En la literatura siempre construyes a partir de las grandes obras que tienes a tu alcance. Hay textos que pueden servir de arranque y luego disfrazas o disimulas su influencia. Yo prefiero reconocerlo antes de que me acusen de plagio.
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De niño, Paz Soldán plagió a Agatha Christie y a Arthur Conan Doyle. De su padre José Raúl —un ginecólogo aficionado a las novelas policiales— heredó su pasión por la literatura popular. Los sábados lo llevaba a una revistería a cambiar libros usados. Tres o cuatro de Agatha Christie por otros tantos de Arthur Conan Doyle o por cualquier otro autor de novela negra. Su madre —que trabajó en una agencia de publicidad y tenía una columna en un periódico local sobre temas de la mujer— también apoyó su temprana afición. A los 10 años ya escribía relatos en un cuaderno que luego ponía a circular entre sus compañeros del colegio Don Bosco de Cochabamba.
—Mi educación sentimental hasta los 14 años fue leer esos libros que encontraba en la biblioteca de mi papá. Después me gradué en otro tipo de lecturas, pero todos mis primeros cuentos eran plagios descarados. Me robaba las tramas y las convertía en una historia protagonizada por un detective boliviano: Mario Martínez se llamaba.
Lo que leyó después fue variado y diverso: primero, Emilio Salgari, que descubrió a los 10 años en las horas de lectura libre que asignaba su profesor Urbano Mérida. Cuatro años después, su maestro Néstor Ávila lo acercó a Franz Kafka, a Jorge Luis Borges, a Gabriel García Márquez, a Carlos Fuentes, a Miguel de Cervantes, entre otros. Aún recuerda una anécdota que le dejó Ávila. En una columna titulada “Queridos profes” la contó así: “Una vez nos asignó una versión abreviada del Quijote y yo no hice la lectura y tuve la mala suerte de que me llamara al frente. Confesé que no lo había leído y mentí cuando me preguntó el porqué: estaba leyendo la versión completa del Quijote. Me dio una semana para terminarlo; llegué a tiempo después de días y noches obsesivas de lectura”.
La literatura en ese entonces no era una opción de vida sino un pasatiempo. José Edmundo Paz Soldán, que así es su nombre completo, no quería ser escritor sino futbolista. Jugó en las divisiones inferiores del Jorge Wilstermann, el equipo de su ciudad, hasta que se reconoció que levantarse a las 6:00 de la mañana para ir a entrenar no era lo suyo.
—Me di cuenta de que esa parte del fútbol no me gustaba. Dejó de ser el sueño del pibe y pasó a ser una cosa que me gustaba hacer sólo los fines de semana.
—¿Y a qué edad lo dejó?
—A los 15. A esa edad me ganaron las fiestas.
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1984. Sólo habían transcurrido un par de años desde que volvió la democracia a Bolivia. El país sufría una hiperinflación derivada de la falta de divisas. Paz Soldán recién terminaba el colegio y sus padres decidieron enviarlo a Argentina. El primer año, mientras cursaba ingeniería, alquiló una habitación en casa de una familia boliviana que vivía en Mendoza. No quería ser ingeniero. Lo dejó al cabo de un año y se fue a Buenos Aires a matricularse en Relaciones Internacionales. No se atrevió a estudiar literatura.
—Tenía miedos familiares —recuerda, ahora desde un hotel en México—. Había una presión que me costaba romper, de asumir algo que era obvio para todos. Como lo que quería de verdad no lo podía asumir, tuve que buscar otras cosas.
En Buenos Aires, Paz Soldán halló un mundo cultural que en Cochabamba no tenía. Consiguió una credencial como periodista y asistió a ferias del libro. Entrevistó a José Donoso, a Juan Forn, a Mempo Giardinelli. Tener contacto con esos autores le validó la idea de que también se podía ser escritor. Fue a talleres de narrativa, entró como oyente a clases de Filosofía y Letras y comenzó a escribir en serio sus primeros cuentos.
—Buenos Aires fue fundamental. Tenía 19 años. Hacía entrevistas ingenuas que eran más para mí. Tipo: ‘¿Usted que le recomendaría a un chico que se inicia en la escritura?’. Recuerdo que le envié un manuscrito a Donoso en Chile y él me contestó en una postal, en dos frases, algo así como que me faltaba mucho y que siguiera escribiendo. Para mí fue un gran aliciente decir que José Donoso me ha contestado.
Del manuscrito que le envió a Donoso eliminó la mitad de los cuentos y trabajó la otra restante para convertirlo en su debut literario: La máscara de la nada, un libro de relatos cortos que se publicó en Bolivia en 1990. Fue resultado de sus lecturas.
—Yo leía Lolita y escribía un relato llamado ‘Dolores’ bajo esa influencia a manera de homenaje, de diálogo, de intertextualidad. Un día me di cuenta de que ya tenía muchos. Lo ofrecí a una editorial de Cochabamba y lo rechazaron. Lo trabajé un poco más e insistí un año después y lo aceptaron. Eso me animó a seguir.
—¿Y cómo se tomaron sus padres el hecho de que se dedicaría a escribir?
—No tenía voz cuando se lo dije. Lo aceptaron demasiado bien. Ya sabían que mi vocación era fuerte. No hubo la experiencia dramática que pensé que iba a haber.
—¿Nunca ejerció su carrera universitaria?
—No. Al final encontré en la literatura una forma de conectarme a la política.
Paz Soldán no se graduó en Relaciones Internacionales. Un día, cuando estaba en Buenos Aires, un viejo amigo lo llamó para contarle que la Universidad de Alabama ofrecía becas para jugadores de fútbol, un deporte apenas incipiente en Estados Unidos. Hizo sus maletas y se fue. La universidad no incluía Relaciones Internacionales en su programa. Lo más cercano que consiguió allá fue Ciencias Políticas.
—Quería, sobre todo, dos cosas: independizarme de mis padres y aprender inglés.
Al terminar su licenciatura, un profesor cubano al que le regaló su primer libro le dijo que esa publicación le podía ayudar a obtener una beca enseñando español para hacer un doctorado. Así, cambió Alabama por California y se doctoró en Lenguas y Literatura Hispánica en la Universidad de Berkeley con un ensayo sobre Alcides Arguedas. La idea era ampliar su experiencia en Estados Unidos en una ciudad más grande y regresar a Bolivia. Sólo que al finalizar su tesis metió su currículo en el mercado de trabajo y recibió una oferta de la Universidad de Cornell para ser profesor de Literatura Latinoamericana. En Nueva York lleva 20 años, con algunas pasantías académicas en Sevilla y Río de Janeiro.
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La carrera literaria de Paz Soldán ha tenido algunos altibajos. Entre 2006 y 2008 sufrió una crisis. Leía sus libros anteriores y se preguntaba cómo hizo para escribirlos. En ese momento, no podía terminar nada. Ni siquiera las lecturas. Poco le interesaba. Hasta que regresó a sus orígenes. Dicen que ahí se encuentra la clave de un escritor.
—Decidí volver a mis amores de juventud. Volví a leer novela policial y ciencia ficción. Así salieron Los vivos y los muertos (2009) y Norte (2011) y luego Iris y Las visiones (2016). Fue un antes y después: un par de años que tuvieron que ver con mi divorcio.
Paz Soldán tiene dos hijos. Uno de 16 y otro de 10 años. El nacimiento de Gabriel, el mayor, le hizo entender que Estados Unidos no era un lugar de paso. Ambos hijos viven en Misuri, con su madre. Hoy, él vive con Liliana Colanzi, también escritora, también boliviana, autora, de momento, de tres libros. La conoció en Santa Cruz. Ella, que entonces trabajaba en un periódico local, lo entrevistó. El resto es hoy.
—Yo siento que juego con trampa: es como tener un editor en casa. No publico nada sin que ella lo haya leído un par de veces. O viceversa: lo que ella escribe lo leo yo.
La bibliografía de Paz Soldán incluye 11 novelas y 10 libros de cuentos, realistas y de ciencia ficción —“la ciencia ficción que me interesa es la más política”, explica—. A eso habrá que agregarle un proyecto que ya escribe: una novela corta entre las fronteras de Bolivia y Brasil.
También tiene algunos reconocimientos: en 1997 ganó el premio Juan Rulfo por su relato “Dochera”. El galardón fue un impulso para que sus textos salieran de Bolivia. Comenzaron a editarse y distribuirse en Perú, en Argentina, en España, en el resto de Latinoamérica. En 2001, con su novela La materia del deseo, Mario Vargas Llosa llegó a decir que entre las nuevas voces latinoamericanas, la de Paz Soldán es una de las más creativas. Esa frase aún acompaña cada nueva publicación.
—Han pasado 15 años y aún soy una promesa— bromea.
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Se escribe para hacer realidad lo que la realidad no pudo. Para cambiar el pasado o inventar un futuro. Paz Soldán no modificaría nada de su formación. No estudiaría Filosofía y Letras, por ejemplo —“la universidad te hace mejor lector pero no mejor escritor”, dice—. Sí editaría su bibliografía: eliminaría un par de libros.
—Creo que mis primeras dos novelas —Días de papel (1992) y Alrededor de la torre (1997)— las escribí con la ansiedad de querer escribir novelas, y en ese momento yo escribía mejor los cuentos. No las volvería a editar. Si se puede corregir algo del pasado esa es una forma: no volviendo a publicar libros en los que no te reconoces hoy.
Fotos: © Liliana Colanzi
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