Me despierto por tercera vez esta noche. Empapado en sudor. Esto es Burgos y debería poder dormir con manta y edredón, pero la temperatura hoy es la misma que la de un horno crematorio. «Dracarys, Dracarys…», resuena la voz de Daenerys en mi cabeza. La veo abalanzarse sobre mí montada en Drogon. Su fiel dragón, su querido hijo, abre la boca y amenaza con convertir en cenizas mi habitación. Intento escapar de allí. Me meto debajo de la cama. Me salvo del fuego y caigo al agua como Jamie Lannister. Yo no he intentado matar al dragón, pero nuestro destino es el mismo. Vuelve el sueño, regreso a la oscuridad.
[¿Que si hay spoilers en este post? Pues sí. Pero qué os pensabais, queridos: que lo bonito no es verlo, sino contarlo y joderle el final del capítulo al cuñado, al camarero del Museo del Jamón y a la presidenta de la Comunidad de vecinos.]
Dicen que ha sido el mejor, o por lo menos uno de los tres mejores capítulos de la serie. Desde el lunes, las conversaciones en el bar, en la piscina, en el sicólogo son todas sobre fuego y hielo. ¿Cómo ha podido unir esta historia a gente de tan diversas convicciones, gustos y procedencias? No voy a entrar a juzgar la calidad literaria de los libros ni la cinematográfica de la serie —aunque pienso que ambas versiones la tienen—, pero si algo nos divierte de esta manera, nos apasiona y nos hace vivir cada aventura de esa forma, malo, malo no puede ser.
He de reconocer que los tres primeros capítulos de la séptima temporada me habían dejado un poco indiferente —hasta tuve que sufrir que Ed Sheeran mancillara mi playlist de la serie—. Las tramas avanzaban con cierta desidia, y salvo la aparición del psicokiller Euron Greyjoy todo estaba resultando un poco más de lo mismo, pero D.B. Weiss y David Benioff han dado un puñetazo encima de la mesa este fin de semana, y nos han hecho arrodillarnos ante su grandeza. Los diez minutos del final del 7×4 serán recordados durante mucho tiempo. Lo dicho:
Prima, dame Dracarys que quiero morir.
Emila Clarke se ha convertido en el icono sexual de toda una generación que se ha estremecido viendo cómo decía eso de Dracarys montada en el lomo de su escupefuego. Aunque casi igual de espectacular —también tórrido y sexual— fue ver al matarreyes —con su manita de latón y ese porte de chulazo— convertido en un Quijote que impetuoso embestía contra la bestia con solo una esmirriada lanza, que no serviría ni para mondadientes del enorme dragón. Jamie nos ha vuelto a demostrar que es el mejor. A él se lo perdonamos todo: que se folle a su hermana, que sea un regicida y que se peine de una forma tan extraña últimamente. Porque él es el antihéroe de la serie y, al final, ese es el personaje con el que todos nos identificamos. Sobre todo ahora que mi amado Jon Snow se está poniendo tan pesado y que solo piensa en meter la cabeza debajo del vestido de la mami dragona.
¿Cómo resolverán el cliffhanger del final del capítulo? Pues a mí me da exactamente igual. Yo solo quiero que Daenerys me lo diga otra vez, a ser posible en el oído: «Dracarys, Dracarys…».
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