Artículo de Arturo Pérez-Reverte publicado en Jotdown en junio de 2015.
Pañuelos blancos: kleenex, como suelen llamarlos. Pañuelos de celulosa blanca que poco a poco se van perfilando en la luz sucia y gris de un amanecer. Eso es el miedo, o tal vez lo que mejor lo simboliza cuando miras atrás. Miedo y memoria. El lugar fue, o es, Vukovar, una ciudad de Croacia a orillas del Danubio. La fecha, uno de los primeros días de octubre de 1991. Son malos días. Muy malos, sobre todo para los que estáis dentro. Una ciudad cercada, bombardeada. Sin esperanza. Pocos días más tarde, las tropas serbias llegarán al centro de la ciudad y todos los combatientes croatas prisioneros, incluidos los que están heridos en el hospital, serán ejecutados y apilados en fosas comunes. Con varios de ellos, esos jóvenes que ya están muertos o morirán antes de una semana, habéis compartido muchas peripecias, tú, el cámara José Luis Márquez y vuestra intérprete croata, Jadranka. Los habéis grabado hablando, descansando, combatiendo. Son Grüber, Ivo, Sexymbol, Nilo, el pequeño Rado… Casi amigos vuestros, a esas alturas. O sin casi. Desde hace un mes y medio los habéis sacado en el telediario, yendo y viniendo desde Osijek para reuniros con ellos. Habéis fumado su tabaco —y más a menudo, ellos el vuestro— y compartido su comida. Ahora es la última vez, porque tenéis que largaros de allí. Os habéis despedido de todos, los que siguen vivos, porque ya no podréis volver. Lo saben y lo sabéis. Los tanques serbios presionan cada vez más, su infantería está a pocas calles del centro de la ciudad y las bombas siguen machacándolo todo. Aún queda un camino por los maizales que puede recorrerse: una vía hacia la salvación por la que se evacúa a los heridos, cuando se puede, y por la que vais a escapar vosotros antes de que se cierre la trampa en torno a Vukovar. Será al amanecer, con la primera luz, aprovechando el último contraataque croata para mantener el camino abierto unas horas más y sacar a los últimos heridos que se pueda.
La noche ha sido larga y fría. Húmeda, a causa del río próximo. No hay otra luz que el resplandor de las explosiones de artillería y fogonazos de disparos lejanos. Alguna bengala, de vez en cuando. Fluosss, hace allá arriba, y cae despacio, iluminándolo todo con un resplandor crudo y letal. Márquez, Jadranka y tú habéis pasado la noche acurrucados tras el parapeto de una trinchera, pegados unos a otros para daros calor, junto a cuerpos inmóviles que dormitaban o velaban con la cara pegada a la culata de un Kalashnikov. A Jadranka —Petrinja, Gorne Radici, Borovo Naselje, Vukovar, trágica geografía en vuestro cuentakilómetros— le ha encanecido el cabello en sólo dos meses. Toda la noche tiembla pegada contra vosotros. De frío y cansancio. Es una de las mujeres más valientes que conoces, pero está al límite y ha visto demasiado. Márquez, como de costumbre, permanece silencioso e impasible, con su cámara entre las piernas, agachándose un poco más cada quince o veinte minutos para fumar, tapando la brasa en el hueco de la mano, cigarrillo tras cigarrillo. Como Jadranka, como tú, no pega ojo. La guerra es su estado natural, su lugar de trabajo desde hace treinta años, y por eso sabe lo que os espera mañana, cuando amanezca. También tú lo sabes de sobra: estos días habéis visto demasiados cadáveres degollados en los maizales. Piensas en distancias, fatigas, kilómetros. En la altura de la vegetación que, según los lugares, puede cubrirte o no. En suelos donde la hierba está aplastada, señal de que puedes hollarla sin riesgo de pisar una mina —Sexymbol, el croata, pisó una ayer por la mañana—, o suelos donde la hierba crece derecha, intacta, y en los que, por tanto, no debes poner un pie por nada del mundo. Piensas en si cuando empecéis a moveros habrá luz suficiente para ver la hierba. Y también en que, si tú puedes ver, otros pueden verte a ti. Piensas en la geometría de guerras que conociste antes de ésta: lados buenos y lados malos de las calles, las casas, las carreteras y los campos; parábolas artilleras y líneas rectas, tiro tenso o curvo, ziaaang que pasa ya no es problema, tiempo de que dispones desde que escuchas el sonido de salida de un mortero hasta que llega el impacto. Cosas útiles de esa clase, que por lo general ayudan a conservar la cabeza en su sitio cuando más necesitas que esté ahí. Piensas en lo cansado y lo sucio que estás, y en que te quedan sólo cuatro aspirinas y dos cigarrillos. Piensas en la oscuridad que te rodea, en el sabor de la infame lata de sardinas y los sorbos de agua sucia que te echaste al estómago hace unas horas. Piensas en el camino estrecho por los maizales, piensas en lo que os espera cuando amanezca, y sientes náuseas. Así que, apartándote de Jadranka, te alejas unos metros agachado, fuera de la trinchera, te pones de rodillas y vomitas intentando no hacer ruido. El vómito te quema la garganta y las fosas nasales. A tientas buscas en la mochila —baterías, bolígrafos, bloc, betadine, sulfamidas, vendas, condones, documentos, dinero, la radio Sony, el magnetófono, el paquete de tabaco casi vacío— el último paquete de kleenex y te limpias la boca. Tiras los pañuelos sucios en la oscuridad y quedan colgados de unos arbustos, ante ti. Vas a regresar cuando una arcada te acomete de nuevo. Vomitas otra vez. Las putas sardinas, claro. Y los maizales. Sobre todo, los maizales. Te limpias con los últimos pañuelos, los tiras entre los arbustos y regresas a la trinchera.
Cuando te acomodas, bebes un sorbo de agua salobre de la cantimplora a fin de quitarte el gusto ácido de la garganta y miras por encima del parapeto, puedes ver las manchas claras de los pañuelos en la oscuridad. A veces los serbios tiran otra bengala, y la luz violenta recorta los arbustos con las señales blancas colgadas. Luego empieza la hora gris, la que lleva del alba al amanecer, y una claridad plomiza empieza a diluir las sombras, resaltando cada vez más la blancura de los pañuelos en los arbustos. No puedes apartar los ojos de ellos. De lo que significan. Al cabo de un rato, una forma oscura se destaca en la oscuridad y pasa por vuestro lado, una mano recia se posa en tu hombro. Hueles un uniforme sucio, a sudor, y te roza por un momento el cañón de un arma. Una voz áspera habla en croata y Jadranka traduce: “Nos vamos”. Márquez se incorpora con su cámara abrazada y tú te pones en pie, colgándote la mochila a la espalda. Alrededor de vosotros suenan cerrojos de armas amartillándose, clac, clac, y siluetas confusas empiezan a salir de la trinchera. Una voz, quizá de un herido al que llevan en camilla, se queja con fuertes gemidos hasta que alguien, no sabes cómo, logra que se calle. Una claridad sucia y gris repta entre los escombros de las casas cercanas, demolidas a bombazos, que empiezan a perfilarse en el amanecer incierto. “Buena suerte”, susurra Jadranka. Márquez responde con un gruñido; y tú, antes de concentrarte en el alivio de la rutina profesional, en la compleja geometría de lo que va a ocurrir en las próximas cinco horas —raras veces, en este oficio, el miedo va asociado a la palabra durante—, diriges una última mirada a las manchas blancas de los pañuelos colgados en los arbustos, respiras hondo y caminas hacia los maizales.
Foto de portada: Escena de la guerra de los Balcanes. Foto Gervasio Sánchez
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