Llevo tiempo dándole vueltas a la situación de Juana Rivas. Empecé el artículo hace unas semanas, cuando saltó la noticia —como decían los comentaristas deportivos de antaño—, pero luego pensé que ya se había hablado mucho del tema y estos jardines espinosos no traen nada bueno. Lo aparqué hasta esta semana, de nuevo de actualidad en todas las tertulias mañaneras, telediarios y titulares de prensa, y al empezar a teclear he vuelto a hacerme las mismas preguntas de entonces.
La última causa del Fuenteovejuna de las redes sociales se popularizó bajo el hashtag #Juanaestáenmicasa —rápido, ocurrente y oportuno—, e inundó internet de la mano de hombres y mujeres ávidos de justicia popular. Periodistas de prestigio se apropiaron del lema e incluso increparon a quien criticaba que Juana no acatara la sentencia. Los calificaban de machistas e incluso llegué a leer acusaciones de apoyar la violencia de género por el simple hecho de pedir que se cumpliera la ley y darle el beneficio de la duda al padre. Reconozco que en los primeros momentos estuve tentada de sumarme a la marea reivindicativa y justiciera. ¿Qué hay más loable que apoyar a una madre que defiende a sus hijos de un padre maltratador frente a la ceguera de la justicia? Porque, simplificando mucho, ese era el debate en los medios de comunicación. Pero estos movimientos masivos, al margen de lo potente de la causa que los genera, me producen un repelús intenso, una sensación de incomodidad en el estómago como cuando vas a saltar al vacío, que me frena y me llena la cabeza de preguntas. ¿De verdad es todo tan simple? Las mareas justicieras comienzan por recordarme a Fuenteovejuna y de inmediato me asalta el recuerdo de la película Furia (1936, Fritz Lang). La vi de niña y me impresionó, me generó un gran desasosiego y, como el perro de Pavlov, cada vez que asisto a uno de estos tumultos reivindicativos —por suerte solo virtuales— avalados por las más nobles causas, me vuelve aquella desazón infantil, consciente de que la verdad, invisible, no alcanzo a verla y es muy posible que esté más cerca de quemar vivo a Spencer Tracy que de un Fuente Ovejuna virtual.
El maltrato es un tema tan sensible que no puede darse por bueno el rumor, el titular de prensa, el grito a la puerta de los juzgados o el discurso de la activista. Para opinar o tomar partido —algo que me temo no deberíamos hacer nunca en estos casos, pero que doy por inevitable y entono el mea culpa—, se hace imprescindible informarse bien y esto implica escuchar a las dos partes, por repulsivo que a priori resulte. Se ha perdido la sana costumbre de leer, y esto afecta a muchas cosas, incluso a la percepción de casos como este. Por no hablar de la más sana costumbre de contrastar en distintos medios, en los que nos son afines y en esos que no tragamos, para tener un dibujo menos sesgado y más completo de aquello que nos toca las costuras. Se prejuzga sin información, con las tripas, incluso con la ideología y, tirando de esta, se apoya a uno u otro bando según los propios intereses. Cuando eso se hace para opinar sobre la última chorrada de un reality, sobre si fue o no fue tarjeta roja, o incluso sobre temas generales, pues vale. Pero aquí, con nombres, apellidos y niños de por medio, el daño puede ser enorme. Tal vez sea deformación profesional: siempre que escribo me documento sobre aquello que influye en la historia; ya sea ficción u opinión, cruzo datos y contrasto. No evita las meteduras de pata o que se cuele algún gazapo, pero al menos minimiza el riesgo.
En este caso, en el de Juana, tras el primer ramalazo de indignación, ese runrún incómodo me empujó a leer todo lo aparecido sobre el tema —y no precisamente limpia de prejuicios—. Ya he confesado que el primer impulso fue seguir la estela de #Juanaestáenmicasa y, para terminar de aderezarlo, no confío en la infalibilidad de la justicia —en realidad, no creo en la infalibilidad de nada—; he visto los suficientes errores y negligencias no subsanables como para tener una bien fundamentada distancia con este estamento, así que, aunque entiendo que hay que cumplir la ley, tengo claro que, en ocasiones, se hace difícil aceptar según qué sentencias. En este caso, a más leía, más dudas tenía. Me resultó llamativo que, por barbaridades que la justicia española pueda llegar a hacer, una juez —encima, mujer— dictara que le fueran entregados los niños a un padre maltratador a pesar de la legislación española sobre violencia de género, la discriminación positiva, la presión social y mediática y demás añadidos emocionales de este caso. Algo se me escapaba. Y por simple duda razonable he callado hasta ahora y tampoco me voy a pronunciar. No, Juana no estuvo en mi casa ni lo va a estar mientras este asunto no esté más claro. Tampoco sé si el padre es un santo varón y lo mejor es que esos niños compartan tiempo con él o es un monstruo desalmado al que ya tardan en encerrar o privarle de la custodia para siempre. Lo que sí tengo claro es que mi opinión sobre este tema, como la de la mayoría de los que se están pronunciando en un sentido u otro importa poco o nada, pero puede ser muy dañina.
La velocidad a la que se lee y se opina es de vértigo, y el grado de violencia con que se hace es directamente proporcional a esa velocidad. Se genera una presión brutal sobre las partes que sí deben decidir con la cabeza fría, y eso es peligroso. Sobre todo cuando aquello de lo que se va a opinar es un tema tan sensible. No sé si es solo en España, pero todo se ha dividido en bandos y, como en el amor y en la guerra vale todo, esto es la guerra y no se va a desperdiciar la ocasión. Lo de menos es Juana, su caso se ha convertido en un instrumento para servir a otros fines.
En un bando se machaca al padre y se aprovecha el revuelo para alimentar la causa; si defiendes al padre eres un machista cavernícola de bajos instintos y peor corazón, insensible ante la violencia de género. Da igual que el padre no sea el monstruo que han pintado.
En el otro lado se aprovechan esos excesos públicos para denostar un movimiento que, salvo extremismos, es necesario y lucha por proteger a las mujeres de la fuerza bruta de sus parejas, con el daño consiguiente a reivindicaciones justas. Da igual que Juana pueda tener razón, ante la duda, a por ella y quienes la defienden.
Y, en medio, importa poco que unos niños lleven un año sin ver a su padre, que se le haya linchado mediáticamente, que ahora sea la madre quien esté bajo el microscopio, que vivan escondidos, que algún día lean todas las barbaridades que se han escrito y dicho sobre sus progenitores… Nada importa, solo la guerra, los bandos —la audiencia— y que pierda el otro cuando, al final, perdemos todos. Alimentar injusticias —ya sea la de Juana o la de su pareja, el tiempo lo dirá si le dejamos— termina por pasar factura a la sociedad. Y no, no se trata de mirar a otro lado, sino de mirar más allá de la superficie antes de lanzarse al torrente mediático. Prudencia, lo llaman.
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