“Somos la vieja y parcheada piel del tambor, donde aún redobla la gloria de Dios”, decía el revertiano Padre Ferro a propósito de una idea que el novelista utilizó como como punto de partida para su magnífica novela La piel del tambor: la de la iglesia como refugio; como solución a la orfandad posmoderna; como trinchera de cultura y paradójicamente, también como lugar donde poder consolar el cansancio secular de clamor desesperado a un cielo sin dioses.
A pesar de la verdad innegable, del argumento indiscutible, de las honrosas excepciones y de la práctica vital de muchos de nosotros, la verdad es que el siglo XXI, símbolo de extinción de especies vegetales y animales, también esconde entre sus horas la sentencia de muerte de las iglesias.
En esta Península Ibérica, al igual que en el resto de la vieja Europa y gran parte de América, la Iglesia Católica determinó para siempre la memoria histórica de media humanidad así como su devenir espiritual, físico, artístico, cultural, ideológico, social , geográfico, económico, científico, lingüístico… y un largo e inevitable etcétera.
En el afán cristiano por la conversión del infiel a la verdadera religión, el hombre fue cubriendo de construcciones cristianas la piel del mundo porque durante siglos estos lugares tuvieron utilidad y sentido. Pero hoy en día me temo que los conventos, monasterios e iglesias, a pesar de los muchos que las guerras y la modernidad terminaron convirtiendo para siempre en polvo, siguen siendo demasiados y (hablando en términos que todos entendemos en estos días) es excesivamente caro su mantenimiento. Hay, por decirlo así, mucho activo y poco cash-flow y frente a la posibilidad de invertir en estas construcciones históricas como una obligación del ser humano de preservar su memoria, se esgrimen argumentos como que los costes de oportunidad de otras inversiones cuantitativamente rentables en potencia se verían seriamente disminuidos si se tuvieran que dedicar los recursos existentes al socorro de los centenares de iglesias del territorio que hoy están en peligro.
Y así, mientras los pueblos del interior se van despoblando y con ellos sus joyas eclesiásticas previamente expoliadas de todo objeto mueble susceptible de ser “incorporado” a colecciones privadas por distintas vías mercantiles, los arquitectos van engrosando las listas del paro, los restauradores ponen copas en los bares, los arqueólogos se centran en sus tesis desganadas y los historiadores del arte miramos para otro lado. Independientemente de las competencias administrativas, las iglesias son patrimonio de nuestra memoria, y las administraciones e iniciativas privadas deberían verlo así.
Una iglesia desacralizada es un hermoso espacio que debe sobrevivir dignamente por el bien de todos pues además de generar puestos de trabajo, (y si se respalda con una buena gestión, también riqueza), constituye algo singular: junto con los libros, el cine y las otras arquitecturas, las iglesias son las únicas naves que el hombre posee para poder viajar al pasado, donde casi siempre se encuentran las respuestas a las dudas y frustraciones del presente.
Por fortuna, cuando uno se mueve por el mundo descubre que no todo está perdido; que hay brotes verdes en el olmo seco; ejemplos maravillosos de recuperación inteligente de estos edificios que, de alguna u otra manera, siguen dando cobijo al consuelo: uno de esos ejemplos es la Iglesia de Sao Tiago de Óbidos, un precioso pueblo medieval a 75 kilómetros de Lisboa, milagrosamente intacto, situado en un promontorio poblado ya desde la prehistoria por celtíberos, romanos y árabes hasta que en 1148, Afonso Henriques, primer rey de Portugal, conquista la localidad para mayor gloria del reino. Durante ocho siglos la Iglesia de Santiago cumplió con su función original, hasta que hace unos años la iglesia fue desacralizada y dedicada a espacio multifuncional sin mayor relevancia. Sin embargo en el año 2011, un hombre tuvo una idea (los grandes proyectos suelen nacer así).
Este hombre se llama José Pinho y es el responsable de la impresionante librería lisboeta Ler Devagar (leer despacio) el cual, tras visitar la ciudad del libro galesa de Hay-On-Wye y viajar a Paraty, en Brasil, pensó que sería una locura maravillosa implantar un proyecto así en Portugal.
Consiguieron una inyección de capital europeo de 300.000 euros (menos de lo que cuesta un piso en el centro de Londres, París o Madrid) y restauraron el edificio para convertirlo en librería dentro de un proyecto más ambicioso, todavía en desarrollo, de transformar Óbidos en la primera “vila literária” lusa.
Al entrar en la iglesia uno siente que el espacio no ha sido desvirtuado; todo lo contrario, la mirada del lector igual que la del fiel, sigue dirigiéndose en primer lugar al altar mayor, aunque ahora la luz occidental de los pies de la planta en cruz latina no ilumina ningún retablo, sino las voces y los sueños y todo lo que de sagrado puede tener el hombre cuando vuelca sus anhelos en un libro.
El espacio se recorre en altura, pues la librería está diseñada en disposición vertical con inteligencia, cuidado y respeto, presentando unas estanterías de madera que se alzan, sólidas, sin tocar las paredes, ofreciendo al visitante la posibilidad de subir por las estrechas escaleras encaladas para hojear los libros junto a la bella estructura del órgano barroco que descansa, silencioso, en el coro superior. Hay en el silencio de esta librería-iglesia una conexión singular, casi musical, con lo sagrado y nadie que haya estado allí, estoy convencida, puede ser ajeno a ello.
Afortunadamente Óbidos no es el único ejemplo; en el mundo existen otras muestras de la comunión entre la literatura y las iglesias, siendo ya famosas la iglesia Saint-Denys-du-Plateau, construida en Quebec en 1964 por el arquitecto Jean-Marie Roy y desde 2014 transformada en biblioteca Monique Corriveau; la librería Waanders In de Broeren, en Zwolle, al norte de Amsterdam que ocupa una iglesia del siglo XV, o la catalogada como la librería más bella del mundo: la Selexyz Dominicanen, ubicada en una iglesia gótica del siglo XIII en el centro de Maastricht, que se enorgullece de ser de las primeras en realizar esta iniciativa en Europa, sin olvidar la hermosa biblioteca pública que ocupa el espacio de la iglesia renacentista (destrozada durante la Guerra Civil) de las Escuelas Pías en el madrileño barrio de Lavapiés.
Todas ellas constituyen los nuevos parches que refuerzan más que nunca la vieja piel del tambor, pero hay mucho por hacer; muchas conciencias que despertar. Centenares de espacios en otro tiempo sagrados, singulares, levantados para mayor gloria de Dios, sí; pero con la inteligencia, el esfuerzo, el estudio, la fe y las manos de los hombres, que hoy vuelven a ser arquitecturas condenadas con una nueva y más terrible forma de desamortización: la despreocupación; la incultura; el olvido.
Las iglesias y también el resto de las construcciones arquitectónicas constituyen el ecosistema natural del hombre desde hace siglos; donde nace, vive, reza, lee, se alimenta, duerme, ama, enferma, muere. Tal vez su destino (el nuestro) sea permitir que poco a poco estas construcciones se terminen diluyendo en nuestro propio egoísmo, como el hielo de los cascos polares, pero hasta que eso ocurra aún tenemos mucho tiempo y muchas iglesias por salvar; muchos libros esperando ocupar el lugar sagrado que merecen.
Epílogo. Imágenes de Iglesias abandonadas en el mundo:
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