Desde hace cuatro años, alternando con otros asuntos, he venido contando en esta página una visión de la historia de España. En ningún momento, como fue fácil deducir de tonos y contenidos, pretendí suplantar a los historiadores. Un par de ellos, gente de poca cintura y a menudo con planteamientos sectarios de rojos y azules, de blancos y negros, de buenos y malos, bobos más o menos ilustrados en busca de etiquetas, que confunden ecuanimidad con equidistancia, se han ofendido como si les hubiera mentado a la madre; pero su irritación me es indiferente. En cuanto a los lectores, si durante este tiempo logré despertar la curiosidad de alguno y dirigirla hacia libros de Historia específicos y serios donde informarse de verdad, me doy por más que satisfecho. No era mi objetivo principal, aunque me alegro. En mi caso se trataba, únicamente, de divertirme, releer y disfrutar. De un pretexto para mirar atrás desde los tiempos remotos hasta el presente, reflexionar un poco sobre ello y contarlo por escrito de una manera personal, amena y poco ortodoxa con la que, como digo, he pasado muy buenos ratos oyendo graznar a los patos. En estos noventa y dos artículos paseé por nuestra historia, la de los españoles, la mía, una mirada propia, subjetiva, hecha de lecturas, de experiencia, de sentido común dentro de lo posible. Al fin de cuentas, sesenta y cinco años de libros, de viajes, de vida, no transcurren en balde, y hasta el más torpe puede extraer de todo ello conclusiones oportunas. Esa mirada, la misma con que escribo novelas y artículos, no la elegí yo, sino que es resultado de todas esas cosas: la visión, ácida más a menudo que dulce, de quien, como dice un personaje de una de mis novelas, sabe que ser lúcido en España aparejó siempre mucha amargura, mucha soledad y mucha desesperanza. Nadie que conozca bien nuestro pasado puede hacerse ilusiones; o al menos, eso creo. Los españoles estamos infectados de una enfermedad histórica, mortal, cuyo origen quizá haya aflorado a lo largo de todos estos artículos. Siglos de guerra, violencia y opresión bajo reyes incapaces, ministros corruptos y obispos fanáticos, la guerra civil contra el moro, la Inquisición y su infame sistema de delación y sospecha, la insolidaridad, la envidia como indiscutible pecado nacional, la atroz falta de cultura que nos ha puesto siempre –y nos sigue poniendo– en manos de predicadores y charlatanes de todo signo, nos hicieron como somos: entre otras cosas, uno de los pocos países del llamado Occidente que se avergüenzan de su gloria y se complacen en su miseria, que insultan sus gestas históricas, que maltratan y olvidan a sus grandes hombres y mujeres, que borran la memoria de lo digno y sólo conservan, como arma arrojadiza contra el vecino, la memoria del agravio y ese cainismo suicida que salta a la cara como un escupitajo al pasar cada página de nuestro pasado (muchos ignoran que los españoles ya nos odiábamos antes de Franco). Estremece tanta falta de respeto a nosotros mismos. Frente a eso, los libros, la educación escolar, la cultura como acicate noble de la memoria, serían el único antídoto. La única esperanza. Pero temo que esa batalla esté perdida desde hace tiempo. La semana pasada detuve mi repaso histórico en la victoria socialista de 1982, en la España ilusionada de entonces, entre otras cosas porque desde esa fecha hasta hoy los lectores tienen ya una memoria viva y directa. Pero también, debo confesarlo, porque me daba pereza repetir el viejo ciclo: contar por enésima vez cómo de nuevo, tras conseguir empresas dignas y abrir puertas al futuro, los españoles volvemos a demoler lo conseguido, tristemente fieles a nosotros mismos, con nuestro habitual entusiasmo suicida, con la osadía de nuestra ignorancia, con nuestra irresponsable y arrogante frivolidad, con nuestra cómoda indiferencia, en el mejor de los casos. Y sobre todo, con esa estúpida, contumaz, analfabeta, criminal vileza, tan española, que no quiere al adversario vencido ni convencido, sino exterminado. Borrado de la memoria. Lean los libros que cuentan o explican nuestro pasado: no hay nadie que se suicide históricamente con tan estremecedora naturalidad como un español con un arma en la mano o una opinión en la lengua. Creo –y seguramente me equivoco, pero es lo que de verdad creo– que España como nación, como país, como conjunto histórico, como queramos llamarlo, ha perdido el control de la educación escolar y la cultura. Y creo que esa pérdida es irreparable, pues sin ellas somos incapaces de asentar un futuro. De enseñar a nuestros hijos, con honradez y sin complejos, lo que fuimos, lo que somos y lo que podríamos ser si nos lo propusiéramos.
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Publicado el 27 de agosto de 2017 en XL Semanal.
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