El escritor venezolano Ednodio Quintero (Las Mesitas, 1947) es un gran conversador. Puede “echar cuentos” por horas sin perder el hilo, o volviendo sobre éste luego de hilvanar otros caminos. Por ello, para narrar su tránsito de la vida a la literatura no hay ninguna voz más autorizada que la suya: una semblanza breve de una larga charla que comenzó en Barcelona, España, durante la presentación de su nuevo libro El amor es más frío que la muerte (Candaya, 2017) y terminó en Mérida, Venezuela, donde reside actualmente.
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A veces se me olvida de dónde salen las historias. Déjame tratar de recordar:
El amor es más frío que la muerte, mi nueva novela, comienza con un personaje que huye de un hospital en un país asolado por la peste. Esa imagen me ha perseguido durante años, la de alguien que agoniza. No sé por qué, tal vez sea una idea de cómo va a ser el final de mi vida. También tuve un sueño, que incluí al principio del libro: una chica muy joven que se baña en una especie de manantial y alguien la ve a través de unas ramas. Eso en parte fue el inicio. Luego todo se fue dando solo, como efecto dominó. El paisaje fue otra cosa que se me impuso, vivencias que tuve hace años en las lagunas de los Andes venezolanos se integraron a la ficción. Incluso hay una voluntad entre mi familia, que mis cenizas sean arrojadas en esa zona. No soy capaz de catalogar lo que escribo. No sé si esta es una novela distópica o autobiográfica. De las experiencias personales es muy difícil que uno se libre. La literatura es una impostura y yo he disfrazado varias de mis historias en una.
La crisis de Venezuela también se ve en las páginas de esta fábula. Hay una frase muy famosa que Franz Kafka anotó en su diario: ‘Hoy comenzó la guerra y no fui a nadar’. Yo no soy un escritor químicamente puro que me abstraigo de lo que sucede en mi entorno inmediato. Tan inmediato que en el sitio desde donde te hablo, en la ciudad de Mérida, han llegado los gases lacrimógenos de las recientes protestas contra Nicolás Maduro. Tengo vinagre y pañuelos cerca. Vivo, como todos, esta situación tan extraña que tenemos, tan feroz. Después de tantos muertos en la calle entramos en una zona de calma, como si no hubiese pasado nada, pero el país sigue igual: la moneda ya no tiene ningún valor, hay colas kilométricas hechas desde el día anterior para comprar harina, ha aumentado la delincuencia. Hasta aprendí a hacer pan porque tampoco se consigue. Todo eso, de alguna forma, se filtra en la literatura que escribo.
Escribir, para mí, es una forma de respirar. Si me hubiesen preguntado de joven qué quería ser de grande hubiese dicho que futbolista, pero en esa época no hubiese sido posible: casi no había fútbol en Venezuela. Nací hace 70 años, en 1947, en Las Mesitas, una aldea de 500 almas en las que no había electricidad, ni vehículos. Uno tenía que moverse a caballo o a pie. No había agua corriente y se cocinaba con leña y se alumbraba con velas. De nombre me pusieron Ednodio Quintero. Mi padre Felipe —un prefecto de varios pueblos— se casó cuando tenía 51 años y mi mamá Rosa —ama de casa— apenas tenía 13. Era una pareja dispareja. La gente dice que eso no se debe hacer: menos mal que se hizo porque si no, no hubiese nacido. Se separaron cuando yo tenía 10 años. Mis hermanos y yo quedamos al cuidado de mi padre. Viví en Niquitao, San Miguel, Burbursay, La Quebrada y Jajó, todos pueblos de Trujillo. Después estudié el bachillerato en Barinas. Mi infancia terminó ahí: el primer día de clases me robaron mi (bolígrafo) Paper Mate. Eso fue una experiencia muy traumática. La adolescencia fue atormentada pero sobreviví.
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Lo de la literatura empezó por la lectura:
Cuando terminé tercer año de bachillerato, había bajado bastante las notas y le dijeron a mi padre que necesitaba descansar y que la vida de campo me iba a servir. Me mandaron otra vez a la aldea. Sufrí mucho al principio porque yo quería estudiar. Tuve la suerte de tener a un padrino, que vivía a tres kilómetros de mi casa, que tenía una enorme biblioteca. Ayudaba en las mañanas con las vacas y leía en las tardes. Yo bajaba los jueves a caballo y comía con él y después me recomendaba libros y me llevaba cinco o seis y leía uno por día. De ahí vino la vocación de lector. Así leí a William Faulkner sin comprenderlo, a Frans Eemil Sillanpää, a los premios Nobel rusos. Poco a poco se convirtió en una manera de vivir. Como vivía en una zona aislada del mundo, leer era viajar. Tampoco había más nada que hacer. Me volví experto en cocinar papas en un fogón, receta que copié de una novela de un autor ruso. Ya entonces imitaba a la literatura. Cuando lo veo en perspectiva, ese fue de los mejores años de mi vida.
No sé exactamente cuándo comencé a escribir. No es que en algún momento dije «voy a ser escritor». Yo lo que quería era viajar, salir del monte, conocer ciudades, estudiar. Eso fue una ventaja para mí, que habiendo nacido en el campo y en una familia arruinada, decidí estudiar. Recuerdo que en bachillerato, en tercer año, teníamos un periódico que se llamaba Megatón. Y en ese periódico, aparte de que había que hacerlo de forma manual, yo hacía casi todo. Redactaba notas sociales y ensayos sobre la diferencia entre rebelde y revolucionario. En cuarto año, había una profesora de Sociología que era una maravilla, de esas que te enseñan cosas distintas, muy progresista, que además tenía unas piernas muy bonitas. Alguna vez, en una composición que nos mandó a hacer, escribí algo así ‘como el viento que susurra entre los árboles y no sé qué’ y ella quedó muy alegre con mi trabajo, diciéndome que podría seguir ese camino. Ya en los últimos años del liceo, escribí unos cuentos. Claro que de redactar a convertirse en escritor hay un paso muy largo.
El primer año de la universidad descubrí a Franz Kafka, a Jorge Luis Borges, a Julio Cortázar, a Edgar Allan Poe. Tenía 18 o 19 años. El Quijote también lo leí en esa época. En tercer año, comencé a frecuentar la gente de letras. Leía mucho y escribía e imitaba a Cortázar y a Borges, eso lo supe después. La literatura que te enseñan en el bachillerato es antiliteratura. Yo era bueno en matemática y física y por eso estudié ingeniería. Quería ser ingeniero civil, porque de niño jugaba a hacer puentes, ríos y carreteras, pero terminé estudiando Forestal por una cosa medio caprichosa que nadie cree: alguien me dijo que en Mérida había una ingeniería que nadie aprobaba, la Forestal, y como yo era muy soberbio dije que esa era la mía y me fui para allá sin saber qué era. Fue una carrera muy bonita que me permitió conocer el bosque. Conseguí trabajo, di clases. Viajé por varios países, recorrí toda Venezuela. Estuve en selvas de Francia, Costa de Marfil, Suiza. Una vez pasé cuatro meses sin salir del bosque. En La danza del jaguar (1990), la novela que me hizo sentir escritor, está esa selva. Estudié Forestal por inmadurez, destino o casualidad, pero me sirvió bastante para la literatura. Si se revisa la vida de uno, muchas de las cosas suceden por azar. Tras años como profesor de Forestal, me cambié a la escuela de Letras de la Universidad de Los Andes. Dejé Forestal como esas personas que están un día en su casa y salen a buscar cigarrillos y no regresan. Nunca más volví a la oficina.
Mi primer libro, La muerte viaja a caballo, lo escribí en una vacación en agosto de 1969 y lo publiqué en 1974. Eran 70 cuentos cortos, influenciados no sé por quién, quizás por Augusto Monterroso. Luego me di cuenta de que es un libro con muchas fallas. Fue un error haberlo publicado, me precipité. Tenía que haber trabajado más esos cuentos, o eliminado algunos. Después publiqué Volveré con mis perros (1975), que también tiene errores. En 1975, hubo un momento cercano a una revelación: una noche en que escribía, me di cuenta de que había pasado una frontera, de que lo que iba a escribir en adelante iba a salir bien. Hasta que llegó la década vacía, la de los 80, en la que dejé de escribir. No podía. Me dediqué a leer muchísimo, leí a todos los griegos. Al final de ese período escribí La danza del jaguar, que ha sido mi mejor experiencia como escritor. La literatura es lo único que me produce emociones. Por eso continúo. No me veo haciendo otra cosa. No quiero ser embajador de Bolivia ni nada de eso. Una de las cosas más espectaculares de escribir es que no sé qué es lo que voy a escribir cada noche. Es como un viaje.
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El tema de la literatura para mí es el viaje, en el sentido de que vas descubriendo cosas:
Si naces en el campo, no quieres vivir en una aldea, quieres conocer grandes ciudades. En 2006, un amigo japonés me sugirió postularme a una beca en Tokio. Apliqué con un trabajo sobre Junichiro Tanizaki y me la dieron. Fue en 2006, una experiencia única, alucinante. Estuve dos años en tres estancias diferentes. Mi interés por ese país comenzó hace 50 años. En bachillerato vi Cuatro confesiones (Martin Ritt, 1964), un remake de Rashomon (Akira Kurosawa, 1950) y empecé a leer todo lo que conseguía. Me convertí en japonólogo. He hecho 14 traducciones de autores japoneses publicadas en Seix Barral o Candaya. Hace poco hice un inventario de mi biblioteca japonesa y me salieron 330 libros. Cuando me preguntan ‘en qué ciudad le gustaría vivir’, digo que en Tokio.
Hoy vivo en Mérida, llevo 40 años en la misma casa. Me he casado dos veces y las dos veces me he divorciado. Tengo un hijo que es ingeniero mecánico. Vivo con una compañera, que tiene 22 años. Se podría decir que seguí los pasos de mi padre. Llevamos casi tres años juntos. Tenemos una relación equilibrada, con pocos conflictos, sin demasiadas preguntas. Ella estudia Letras y sé que cuando termine su carrera se va a ir del país. Creo que en esas cuestiones, en las amistades y el amor, algunos vínculos son temporales. Yo veo a una chica en la calle y me invento una historia. Me enamoro mucho en la calle. A veces voy a Las Mesitas a visitar a mis hermanos, pero me aburro rápido. El otro día me llevé una novela de Stephen King y leí 1100 páginas en tres días. En Mérida, soy la perfecta ama de casa. Tengo una señora que viene dos días y me cocina, pero el resto de la semana también tengo que comer. Cocino, leo, reviso Instagram. Veo televisión, veo fútbol. Tengo una colección de muñecas japonesas. A veces me considero un privilegiado: he hecho en la vida lo que he querido. Pocas personas pueden decir eso. Una de las cosas que no quisiera perder es la libertad. La libertad es la capacidad de elegir, de hacer lo que quieras hacer sin perjudicar a los demás. Si me preguntas qué planes tengo, te diría: creo que morirme, sobre todo si uno ya tiene 70 años. Puede ser mañana o quizás dentro de 10 años.
Fotos: Daniel Fermín, César Lucena y Martha Moreno
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