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Palabra de sal, de Mónica Collado

Palabra de sal, Mónica Collado

En apariencia, estamos ante una novela de iniciación a la vida. Una niña de ocho años, crecida en un cortijo de la Andalucía profunda, narra su despertar al amor, la vida y la muerte. Lo hace con ojos adultos, esto es en evocación de lo vivido y sentido, muchos años después. Pero lo hace traduciendo aquellas sensaciones con una fidelidad que me atrevo a calificar de pasmosa. Novelas de esta índole de despertar a la vida atestan el acervo narrativo universal. En la mente de todos está El camino de Delibes, tanto más por cuanto ésta se desarrolla también en un área rural profunda. Pero ésta y otras muchas que inmediatamente nos vienen a la memoria (desde Turgeniev a Hemingway y De Amicis a Daudet, por no citar a otros muchos a partir de la Constelación de oro, desde la Pardo Bazán a Palacio Valdés, hasta cuanto siguió en el pasado siglo) no pasan, en el presente caso, de ser mera referencia en orden a espacio y tiempo. Porque lo cierto es que estamos ante una novela grande, donde el asunto deja paso al estilo, el estilo a la estructura y ésta a la misma condición humana. Tan gran novela que en los más de treinta años que llevo viviendo en las mismas tierras donde se desarrolla Palabra de sal (Tropo editores, Barcelona, 2015; premio Vargas Llosa, de la Universidad de Murcia), no encuentro caso análogo de madurez narrativa en autor de esta zona.

No me parece casual, por tanto, que José Asenjo Sedano (Guadix, 1930) fuese uno de los pocos escritores de posguerra que establece su mundo narrativo desde la óptica del niño que por entonces fue. Y puesto que se trata de una primera novela, lo que antes que nada hay que decir es que su autora, Mónica Collado Cañas (Granada, 1980), residente en las inmediaciones de Villanueva de las Torres hasta que marchó a sus estudios universitarios, empieza donde otros acaban: en la maestría de todos los recursos formales y en el dominio psicológico de los personajes. Estamos ante una novela de primerísimo orden, donde, como en toda novela grande, el asunto, por absorbente y apasionante que sea, y aquí lo es, queda rebasado por la fuerza del lenguaje, el aliento narrativo poderoso y el punto de vista original.

"Mónica Collado es de las que redondean la frase; hace, de cada una de ellas, una construcción sonora y lírica sin más apertura hacia lo que sigue que la expansión del propio discurso mediante su fuerza interna."

Así las cosas, lo que primero resalta es el lenguaje. Mónica Collado borda las palabras; lo hace con absoluta precisión, soltura, equilibrio y fluidez. Su corte sintáctico es abrumador, a fuerza de rotundidad. Ningún cabo suelto, ninguna concesión a lo gratuito. Es un estilo sobrio y al mismo tiempo suave, incitante, coloreado y, diría, feliz. Pero hay algo más: sus imágenes. Éstas bastarían para un ensayo aparte, puesto que surgen del propio hilo narrativo sin esfuerzo, con plena espontaneidad. Y son, muchas de ellas, hipnóticas, visionarias, tan líricas que colindan con el lenguaje poético, al borde del género narrativo. ¿Cómo no recordar a Rulfo, Márquez, al propio Carpentier? Estamos, no lo olvidemos, ante una niña de ocho años: su concentración en el propio mundo de la infancia roza lo autista; su densidad de percepciones ha precisado de años de madurez hasta ser plasmada con articulación lógica, esto es traducida de manera legible. Mónica Collado es de las que redondean la frase; hace, de cada una de ellas, una construcción sonora y lírica sin más apertura hacia lo que sigue que la expansión del propio discurso mediante su fuerza interna. Y este discurso es tan natural que no se percibe el esfuerzo. Ninguna farragosidad, ningún descuido, nulo deseo de alarde. Estamos ante un estilo tan elegante como eficaz. Y tan personal como flexible y certero. El afán por la exactitud la determina, busca con denuedo que el lenguaje se pliegue a los conceptos con la palabra que mejor se ajusta, lo mismo en la adjetivación que en los objetos.

Acorde con el lenguaje, es su estructura. En principio, es lineal; a través de sus copiosos quince capítulos, la autora desarrolla su mundo interno mediante tres círculos concéntricos, ligados entre sí, fraguados de manera inseparable: primero están sus propias ensoñaciones, luego su familia ubicada en el cortijo (con especial morosidad en sus progenitores), y después el ámbito del cercano pueblo (la escuela, sobre todo), con los personajes autóctonos que frecuentan el mundo familiar, incluidos esos otros visitantes que provienen de más allá de la comarca, y que son decisivos en la manera de ser y pensar de la niña. El primero actúa como caja de resonancia de cuanto sucede en el cortijo y en el pueblo, de manera que estamos ante una voluntad narrativa erigida en eje de compás cuyos giros abarcan desde lo más interno y cotidiano hasta cuanto, llegado desde fuera (los hijos mayores estudian en la ciudad y a veces traen amigos de otras latitudes), incide en la sensibilidad de esta niña, cuyo despertar a la vida coincide con los años 80. Pero es lineal, la estructura, y por consiguiente el argumento, sólo hasta el punto de convertirse en envolvente, pues sucede que la ilación narrativa se abre con frecuencia a relatos que acogen lo legendario y mítico de aquellas tierras y hallan su justificación en la curiosidad intelectiva de Corina. Tales excursos no empecen el argumento de fondo, sino que lo coadyuvan y dinamizan, pues distienden la acción y la concentran en lo que pudiéramos denominar estructura invisible. Y es que la fascinación por los libros es, yo creo, el primer rasgo distintivo de su manera de ser; los libros en cuanto portadores de sabiduría antigua y veraz, los libros como aventura de vivir y de sentir a los demás. No es casual, a este respecto, que uno de los libros de referencia de la autora sea Las mil y una noches; de ahí, de su mar de historias, surge ese tipo de argumento ramificado en mil fábulas, argumento que engrana las historias sin fin, de manera que todas incidan en todas, como sucede con los rostros en un laberinto de espejos. Tiene, la protagonista, una manera de ver el mundo a través de cuanto ve y escucha, pero, sobre todo observa con el tamiz de su sensibilidad inquietante. Y los libros le ofrecen la posibilidad no sólo de escapar a la monotonía y el aislamiento del cortijo, incluida su rutina inserta en la Naturaleza con sus leyes inflexibles y trabajo extenuante, sino de indagar en el porqué de las cosas, tanto las visibles como invisibles, presentidas o imaginadas.

De no ser por esta reflexión constante, el trasiego de personajes riquísimos en ventura y desventura no pasaría de constituir una galería más o menos curiosa o atrayente. Pero sucede que tales personajes (singularmente Teresa y Manolín, quienes junto con el abuelo actúan de mentores, pero también el gitano Matute), que aparecen y desaparecen en un loable ejercicio de anagnórisis, van dejando un poso indeleble en este su aprendizaje vital y son por tanto intrínsecos a la trama. Estructuralmente, la novela comienza con la profecía del loco Elpidio y es la fuerza que tensa la acción de manera subyacente hasta el final, en donde uno de sus hermanos regala a Corina el cuaderno en el que, se sobreentiende, pergeñará la historia apasionante que acabamos de leer. La profecía, en fin, se consuma hacia el desenlace de la obra, y nos está indicando el suceso decisivo mediante el cual despertamos a la vida, que es paradójicamente la muerte. Por eso, la muerte del abuelo supone no sólo el adiós de la infancia más tierna y candorosa sino el adentramiento en la adolescencia, con su arborescencia de deseos, presagios y acechanzas; en buena lógica, la novela ha de terminar aquí, como así sucede.

"El ritmo narrativo y el estilo preciso son sus armas mejores. Pero también su compromiso humano con el entorno de la Naturaleza."

Sin embargo, cuanto en lo sustancial acabamos de exponer no es más que un rápido apunte, una pálida vislumbre de cuanto en la novela sucede, que es una explosión de acontecimientos que no dan tregua al lector; hechos en apariencia menudos que amplifica la sensibilidad por así decir mágica de esta niña sorprendente y sin duda precoz. El amor lo descubre en un niño al que necesita de alguna manera admirar, aunque aquí lo sea más bien por diferencia de clases sociales; un amor silencioso, expuesto de manera sagaz: el primer amor, ése cuya memoria nunca nos abandona a lo largo de la vida, un amor para cuya plasmación se requiere una singular sutileza, pues está hecho de insinuaciones y evanescencias. Contrapunto del mismo es el descubrimiento del amor-pasión, en la figura de Rosa, una de sus hermanas mayores, a la que sigue, de noche, a la orilla del río. Más ese otro del hecho biológico femenino, en un simple paño húmedo. Así como la maldad, o más bien malicia, en la figura de Antonio, el hijo del pastor, un niño torvo, díscolo y avieso. En él detecta la turbiedad de los deseos.

Nos presta su mente y mirada Mónica Collado en esta novela que me atrevo a calificar de a contracorriente, pues, si bien cabe adscribirla a la tendencia neo-ruralista, en la que figuran nombres ya consolidados (como Llamazares, Jesús Carrasco, López Andrada o Pedro Tovar, entre tantos otros de indudable valía), ofrece rasgos genuinos propios, entre los que cabe resaltar su capacidad psicológica para el retrato, retratos tan vívidos que parecen trazados al aguafuerte, así como su capacidad de captación de los rumores inasibles de la conciencia, esa realidad hecha de matices graduados al milímetro, como también su habilidad para las escenografías, singularmente el paisaje, que aquí lo es tórrido y fértil, pero no amable ni oferente: un paisaje transfigurado en colinas, cuevas y barranqueras, ríos y parajes con topónimos propios; una geografía, en fin, tan onírica como subyugante. El ritmo narrativo y el estilo preciso son sus armas mejores. Pero también su compromiso humano con el entorno de la Naturaleza: el aviso de riesgo que supone la invasión de lo urbano en los hábitos patriarcales, como también el abuso depredatorio para con el campo. Su imaginación sorprendente, arraigada siempre a lo tangible, es decir nunca gratuita ni de lucimiento, confirma la aparición de una escritora a la que, al menos por estas tierras, estábamos aguardando con impaciencia pero también con enorme deseo. Promesa cumplida esta Palabra de sal, que además del título es el sobrenombre con que bautizó a la escritora quien primero supo verla e intuirla: para que su palabra crepite al fuego de la fecundidad literaria.

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Autor: Mónica Collado. Título: Palabra de sal. Editorial: Tropo editores. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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