En su vertiginoso movimiento esta vez El zootropo se detiene en tres posiciones que dan cuenta de la vitalidad, la figura animada, de una parte representativa del cine actual. Voy a hablar de tres películas que he visto recientemente y que, por distintas razones, me han interesado mucho. Aclaro que el orden de las posiciones no tiene nada que ver con el oro, la plata y el bronce, sino con la cronología del visionado.
Nuestro corazón de las tinieblas
Primera posición: Lady Macbeth, de William Oldroyd.
Una inquietante primera película, basada en Lady Macbeth de Mtsensk, un relato de Nikolái Leskov, que a su vez dio lugar a una ópera con música de Shostakóvich. Cada fotograma es una composición pictórica en la que siempre está presente la fisonomía de la excelente actriz Florence Pugh. El cine de imagen se impone al cine de verborrea: no sobra ni falta ni una palabra en el guion de la escritora Alice Birch. La sobria intensidad de los cuadros —austeridad, regularidad de las líneas de fuerza compositivas, frialdad del color, luz que cada mañana entra por la ventana del dormitorio rompiendo la penumbra nocturna, el sueño espeso— nos muestra a una mujer sola, joven, con rubicundo aspecto de buena salud, guapetona. Está encerrada en una casa y, como la mayoría de las mujeres de clase alta rural de su época, ha sido comprada como carne para la procreación. Pero no procrea. Ni su marido ni su suegro consideran conveniente que le dé el aire. La vejan, pero Katherine es una buena fajadora. Los interiores se dibujan a través de escenas estáticas en las que el espectador contempla las violencias a las que se somete el cuerpo de Katherine: en el vigoroso cepillado del cabello, en el momento de apretar los cordones del corsé, en la comida y en una sexualidad desnuda, sin contacto físico o calor, de cara a la pared, que se parece más a un castigo que a un acto amoroso. Sin embargo, el rostro de la actriz Florence Pugh no es una mueca sufriente: su expresión es escéptica, terca, anhelante. Y esa expresión se transforma en manifiesta felicidad después de la experiencia de una sexualidad socialmente transgresora que resulta, sin embargo, más convencional, menos sofisticada, más placentera en su animalidad. Las violencias del instinto se oponen a las violencias de la civilización.
A partir de ahí, la película adquiere otro cariz y la víctima deja de serlo ante la mirada complacida de espectadores que reconocen en Katherine a una justa espada vengadora. Poco a poco suspendemos nuestros juicios morales y nos formulamos preguntas sobre el significado de la opresión, sobre quién es el jefe de todo esto, sobre cómo se establecen las jerarquías para ejercer la violencia, sobre si la violencia tiene que ver con ese orden social y político, o si la violencia es lo mismo que el mal y anida en el corazón de las tinieblas de cada ser humano. También en el instintivo corazón de las tinieblas de cada mujer gestante que protege a su cachorro, pero no a todos los cachorros. El género que, en un primer momento del relato, condena a Katherine a la sumisión se hace relevante de otra forma cuando aparecen las variables de clase y de raza. Entonces la terrateniente blanca que ha sido una víctima de su marido y de su suegro se transforma en un monstruo para su hijastro mulato, para su mozo de cuadra, para su criada muda. Todos más oscuros que ella, todos más pobres y dependientes que ella. Mientras Katherine se toca el bulto del vientre, los espectadores —y sobre todo las espectadoras— intuimos una mirada misógina, esencialmente enraizada en una idiosincrasia femenina vinculada a la naturaleza, el instinto y la fertilidad, que forma parte de los mismos dictados civilizatorios que nos condenan y nos matan. Es una mirada pegajosa que nos invita al pensamiento crítico y autocrítico. Ni la concepción visual ni la concepción ideológica de la película son simples, pese a su aparente despojamiento.Tal vez porque el minimalismo sea una fórmula barroca. Un sentido del humor molesto, urticante, magnífico, concentrado en la semi-sonrisa de Gioconda de la rubicunda Katherine, nos lleva a replantearnos los argumentos de nuestros rechazos y adhesiones, a preguntarnos de parte de quién estamos en la película y si ese favoritismo o esa repulsión brotan del lado más salvaje de nuestra mirada políticamente correcta. De nuestro corazón de las tinieblas. De nuestro Jekyll o de nuestro Hyde.
Lobos con piel de cordero
Segunda posición: Déjame salir, de Jordan Peele
Espero que nadie haya permitido que ni Sidney Poitier ni otros negros buenos hayan ido a ver esta excelente película en torno al talante hipócrita de los progresistas estadounidenses —extendamos la enfermedad a todo el occidente cristiano— en su relación con los negros. Igual que en Lady Macbeth, los mecanismos de la corrección política se iluminan, en esta ocasión, desde la variable de raza para desvelar una estrategia que hace de ellos armas de desactivación del resentimiento racial. La aculturación se presenta como una táctica integradora que perpetúa la idea del ciudadano de primera y de segunda. Por el color de la piel y por otras razones a la que le podemos seguir dando vueltas. Incluso los bienintencionados votantes blancos de Obama se colocan bajo la lupa descuartizadora de Peele quien hace uso de los mimbres clásicos del género de terror –desde el mito del desdoblamiento y la posesión hasta el imaginario enervante de los quirófanos y la fusión de lo erótico y lo tanático, el aura de pesadilla, los cazadores, la hipnosis y todas las cosas que no son lo que parecen– para crear un asfixiante clima de inquietud. El protagonista, cuya mirada se solapa con la de los espectadores, experimenta el extrañamiento de una realidad que aparentemente no es hostil y, sin embargo, se asienta en un mortífero doble fondo. El film culmina con un golpe de efecto que es una prueba más de que Déjame entrar funciona como película de terror con momentos espeluznantes —una subasta muda que constituye un sofisticado homenaje a las películas de esclavos— y a la vez como metáfora política nada complaciente.
Peele fusiona la sensibilidad de Spike Lee con la eficacia de Wes Craven transformando Adivina quién viene a cenar esta noche en una película infantil. El extrañamiento de la realidad mediante la hipérbole da lugar a dos géneros que en esta película se solapan y, en los tiempos actuales, se tocan en el punto de la parodia: terror y humor. El tono a ratos humorístico de Déjame salir suaviza tal vez la radicalidad de la propuesta, aunque a veces también derrama sosa cáustica: el amigo del protagonista, trabajador de la seguridad aeroportuaria, es recriminado por registrar manualmente a una anciana y él se justifica asegurando que el próximo ataque terrorista será geriátrico. El humor aligera, pero no distrae. Apunta en la misma dirección de denuncia de la doble moral en un país que exporta imperialmente usos y costumbres Yo creo que esta película podría incluso herir la sensibilidad de Denzel Washington.
Travestismo retórico
Tercera posición: Colossal, de Nacho Vigalondo.
¿No les da la impresión de que la clase y el género siguen siendo categorías candentes y válidas en nuestros relatos y en nuestras vidas? Parafraseo por enésima vez al millonario Warren Buffett que al enterarse de lo que pagaba su secretaria a Hacienda, se permitió un comentario sobre la lucha de clases: no es que la lucha de clases no exista —pensó Buffett en voz alta— es que existe y además la vamos ganando nosotros. Eso dijo Buffett. Altos, rubios, blancos, ricos, protestantes, autodidactas, emprendedores, bien alimentados, con los dientes repulidos, a menudo hombres, publicistas de un way of life muy, muy concreto. Posiblemente hay que buscar nuevas categorías para entender el mundo, pero da mucho miedo comprobar cómo funcionan aún algunas de las viejas.
En Colossal de Nacho Vigalondo se fusionan esas viejas categorías, aún efervescentes, con la nueva categoría hegemónica: internet y los nuevos vínculos —débiles—, las nuevas retóricas —débiles—, las nuevas ideologías —débiles— que se generan a través de su uso ecuménico e indiscutido. La mirada del director no es completamente asertiva en su análisis de la amplificación, la virtualidad, la dualidad, la velocidad, lo inocuo de las redes. Incluso creo que en la película se formulan preguntas sobre la libertad de expresión y la horizontalidad de los discursos en la red. Sobre la malignidad de lo ñoño y las tonterías sobredimensionadas. Sobre el riesgo de la puerilidad exhibida: no es que vivamos en una sociedad inmadura, sino que vivimos en una sociedad pueril. Aunque en nuestro mundo los pobres, los negros y las mujeres –entre muchos otros sectores de la población no precisamente minoritarios– aún tenemos muchas razones para reivindicar derechos y luchar por que nuestra diferencia no sea una desventaja ni en el ámbito íntimo ni en el público, pese a esta evidencia que hace que las “viejas categorías” no puedan borrarse de las “agendas”, en los últimos tiempos, el tránsito de los usos analógicos a los digitales también demarca un espacio conflictivo. La inteligencia de Vigalondo tiene muchas ramificaciones, pero uno de sus puntos fuertes radica en la capacidad para desarrollar una crítica no apocalíptica hacia la sociedad de internet utilizando un género que a menudo sí es apocalíptico: el kaiju, que deriva del tokusatsu, esas pelis japonesas de efectos especiales –deslumbrantes o enternecedores–, que pueden incluir criaturas a lo Godzilla, monstruos que asolan el centro de grandes ciudades orientales. Con la revitalización del género, Vigalondo plantea la dimensión destructiva que pueden alcanzar en internet los pequeños gestos de la vida cotidiana. El desbaratamiento de reputaciones, la vergüenza, el dolor. A la vez, el cineasta cántabro rueda una película sobre el empoderamiento femenino y sobre esa delicada fibra que separa el amor del malsano deseo de posesión de los hombres y sometimiento de las mujeres en los casos de violencia de género: la protagonista se rasca un punto de la cabeza entre la tupida mata de pelo y el protagonista le dice “Pareces un mono”. No he podido evitar recordar a Cary Grant que llama a Joan Fontaine “Carita de mono” en Sospecha y preguntarme cuántas veces hemos hecho del ejercicio de la humillación en la pantalla un icono para nuestro imaginario romántico. Al lado de ese pensamiento me nace uno antagónico que tiene que ver con si a veces la hipersensibilidad de nuestra piel no es una impostura. Si somos hipócritas en lo superfluo y bestiales en lo profundo. Y volvemos al tema de la corrección política y de su necesidad —o no—. La película es divertida, está estupendamente montada y la protagonista es una encantadora Anne Hathaway —pocas veces un adjetivo le cuadró tanto a una actriz en todos los sentidos de la palabra—, que da sentido en cada plano al planteamiento cómico de la propuesta. Al llegar a casa me puse a pensar si Colossal era un kaiju con lectura sentimental o una comedia romántica con aplicaciones kaiju. Más allá de mi necesidad esquemática de orden, la lucidez del travestismo retórico de Vigalondo nos interpela afectiva e ideológicamente por cómo cuenta las cosas. Su estilo nos inquieta y hace buena la afirmación de Godard sobre el hecho de que el travelling es una cuestión moral. Luego leí una entrevista con el director y llegué a la conclusión de que Colossal es una parábola política sobre internet y los percances que pueden producir las opiniones mal fundadas, irreflexivas, compartidas en un patio de colegio, en un parque infantil —centro de operaciones en gran parte del metraje—, en un espacio común, donde todos tenemos muchas ganas de gritar y de movernos.
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