Fue uno de aquellos veranos lejanos de atardeceres tranquilos, cielos cárdenos y playas mediterráneas todavía despobladas –hablo de hace casi cincuenta años– que olían a salitre y resina de pinos, con la arena aún caliente y el agua, casi inmóvil, lamiendo con suavidad en la orilla conchas vacías y pequeñas madejas de algas. Yo aún no había cumplido dieciocho años y estaba a punto de echarme al hombro una mochila llena de libros para viajar a la isla de los piratas, sin saber que iba a pasar en ella más tiempo del que suponía. Miraba la playa, el mar y la vida con los ojos ávidos del joven que desde hace poco tiempo camina solo. Y con esos ojos la miraba a ella.
Era norteamericana. De Santa Bárbara, California. Su padre trabajaba cerca del mío, y ella había venido a pasar con él unas vacaciones. Hablaba español con resonancias mexicanas. Conservo de ella una bonita fotografía en blanco y negro. Está en bikini, echada atrás la cabeza, bebiendo vino de un porrón del que le cae el vino por la barbilla, el pecho y la cintura. Era rubia y muy guapa, con algunas pecas. Su nombre sólo es asunto mío y de los amigos de entonces que la recuerdan. Tenía una risa sonora, contagiosa. Sana. Una risa de muchacho.
Fue una historia de verano, corta y perfecta. Miradas jóvenes, pieles jóvenes. Carne joven. Un mundo delicioso por descubrir. Y parte de ese mundo lo descubrimos juntos. Yo hacía mis primeras incursiones serias –no éramos tan precoces, entonces– por ciertos fascinantes territorios, y ella también. O al menos se comportó con la suficiente osadía por su parte. Aquellas playas entre acantilados, aquellos bosques de pinos donde cantaban enloquecidas las cigarras, contribuyeron adecuadamente al asunto. Fueron sólo unos días, pero de su intensidad es buena prueba la nitidez con que los recuerdo.
Alguna vez la llevé a navegar con Paco el Piloto. Se quedaba a bordo del barco del viejo patrón mientras mi hermano, mi amigo Roge y yo nos poníamos el equipo de buceo y nos sumergíamos en busca de ánforas romanas. Eran otros tiempos, como digo. Tiempos donde el mar aún era coto de los audaces que lo tenían por suyo. Tiempos de aventura y libertad. Al regreso de una de esas inmersiones le regalé a ella un cuello muy bonito de ánfora. Como buena gringa anglosajona, no podía creer que aquello tuviera veinte siglos de antigüedad. Se la llevó a California sin problemas –ya digo que eran otros tiempos– y meses después me envió una foto del cuello de ánfora puesto en una vitrina, en el salón de su casa. Después, la vida nos borró a uno del otro.
Hace un año estuve en San Francisco, California, presentado una novela. Isabel Allende tuvo la cortesía de acompañarme aquella tarde, y también estaba allí Daniel Sherr, mi intérprete y amigo neoyorkino del que ya he escrito aquí alguna vez. Mi inglés de viejo reportero es demasiado elemental para floripondios, así que cuando debo hablar allí en público lo tengo siempre a mano. En el curso de la charla salió a relucir la historia del cuello de ánfora. «Se lo regalé –dije– a una joven californiana, bellísima, que estaba de vacaciones en Cartagena, España, en el verano del 69». Entonces, entre el público, una señora levantó la mano. «Yo estaba en Cartagena ese verano», dijo.
Soy un tipo templado, o eso creo. Pero se me paró el corazón. Literalmente. Me quedé muy quieto mirándola durante un largo silencio mientras la gente nos observaba, sonriente y divertida. Algunos aplaudieron. La señora era rubia, muy bien vestida, y era evidente que había sido muy guapa, porque lo era todavía. Debí de estar callado como diez segundos, estudiándola con extrema fijeza. «Es imposible –dije–. Esas casualidades sólo existen en las novelas». Rió el público, y aplaudieron otra vez. Ella sonreía, sin responder, disfrutando del efecto. «¿Vive usted en Santa Bárbara?», pregunté asombrado. Aún guardó silencio un momento. «Nunca estuve en Santa Bárbara, pero sí en Cartagena, como he dicho. Mi padre estaba en la Armada norteamericana y vivimos un tiempo allí», repuso. «Entonces –concluí inseguro, observándola aún desconcertado– usted no puede ser ella». Y era menos una afirmación que una pregunta. Volvió a quedarse callada unos instantes. Su sonrisa era enigmática y deliciosa. «No, no soy ella –respondió al fin–. Y lo lamento, porque ésta habría sido una bonita historia».
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Publicado el 17 de septiembre de 2017 en XL Semanal.
Los hijos de puta ocupas de la soviet Monclovia, que por lo inclusive ya no comen pollos.