De existir tal cosa como un mapa, podría aparecer en el asiento trasero del taxi que recorre las calles de Barcelona en la nueva novela de Carlos Zanón (Barcelona, 1966), o acaso en el bolso de aquella mujer que viaja en la línea 24, ese autobús del relato de Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) en Exploradores del abismo que desemboca siempre en la estación Fontana. ¿Dónde más? Pues en el bolsillo de un cadáver abandonado en el puerto de la ciudad un 15 de agosto de 1971; ese Bloomsday del Watusi, como dijo Juan Tallón de la novela de Francisco Casavella (Barcelona 1968-2003). De existir, insisto, tal cosa como un mapa de la Barcelona literaria contemporánea, podría estar en cualquier lugar y en él podría ocurrir cualquier cosa: que el Arturo Belano de Roberto Bolaño (Chile 1953- Barcelona 2003) se tropezara con los personajes de Najat El Hachmi (Marruecos, 1979) o que el Fidel Centella de Miqui Otero (Barcelona, 1980), se topara con la rubia Teresa de Juan Marsé (BCN, 1933). Este mapa contiene todos los mapas, incluso los que no son posibles.
En estas líneas, escritas justo cuando faltan pocos días para el 1 de octubre —el ventarrón independentista en su cuenta regresiva—, intento trazar una cartografía de la Barcelona literaria post Marsé y post Mendoza. Esa que reúne a los escritores emergentes con firmas ya consolidadas como Vila-Matas, Javier Cercas, Rodrigo Fresán o Ignacio Martínez de Pisón. Si además consigo agrupar esa ruta en una enumeración, mejor. Por aquello de que las listas tienden a ser más claras para los lectores. Pero el asunto no es tan sencillo ni cuadriculado. La escala es, de por sí, arriesgada.
La cartografía de una Barcelona literaria proviene de muchos lugares. Los que unen en una misma esquina a escritores jóvenes y viejos. Vivos y muertos. Barceloneses y foráneos. Nacidos y emigrados. De aquí y allá. Las calles de Miqui Otero no se entienden sin las de Casavella. Ni la mirada de Gabi Martínez sin Josep Pla -ni Foster Wallace-. Tampoco se entiende la propensión al paseo de Jorge Carrión sin la impronta de Enrique Vila-Matas o la ansiedad de Antonio J. Rodríguez (Oviedo, 1987) sin la naturaleza globalizada de una cultura que ya no habita en barrios, sino que los fusiona al mismo tiempo que los hereda… O los inventa. La Barcelona literaria de hoy está hecha de la mezcla, de la superposición.
Existe en todo esto una coordenada adicional: Cataluña es, después de Madrid, la segunda comunidad autónoma que más publica y comercializa libros. En total el 49,5% del mercado editorial. Es decir, 1128,5 millones de euros, según el Informe sobre el sector editorial español de la Federación del Gremio de Editores de España. A eso se suma el hecho de que personajes como Carlos Barral o Carmen Balcells echaron las bases del medio literario –y de una legislación al respecto, por cierto-, junto a grupos históricos como Planeta, actores ciclópeos como Penguin Random House o sellos como Anagrama, que se reparten el ámbito de la edición junto al archipiélago, la guerrilla podríamos decir, de los sellos independientes.
Barcelona es la capital literaria por excelencia y eso, por supuesto, condiciona. En esa ciudad cartografiable —o no— coinciden autores muy jóvenes con otros nacidos en el inicio de la democracia española, justo en esos años en los que comenzó la era política de la extinta Convergència i Unió, un periodo que tuvo en siete ocasiones al hoy investigado Jordi Pujol como presidente de la Generalitat Catalana y que marcó el despegue de la Barcelona de los Juegos Olímpicos. Todo eso significa, al mismo tiempo que emborrona.
Limitar al Norte con el Watusi
Decidida a no morir nada más cruzar la primera esquina de este mapa imaginario, me pongo en contacto con algunos escritores, críticos y periodistas. Les describo mi propósito y les arrojo mis interrogantes. ¿Un mapa?, repiten algunos. No hay uno definitivo, acaso el cruce de varios, responde la mayoría. A diferencia de la Barcelona retratada por Juan Marsé o Eduardo Mendoza (Barcelona,1943) -una ciudad que muta, por ejemplo, del paisaje de posguerra de Si te dicen que caí a El amante bilingüe– , hoy hay tantas ciudades como autores y procedencias. Está la Barcelona de Ignacio Martínez de Pisón, escritor aragonés que desde hace más de 30 años vive en la ciudad. Pero también aquella en la que vive el autor francés Mathias Enard y de la que habla en Calle de los ladrones; la misma sobre la que reflexiona el argentino Laureano Debat en su Barcelona inconclusa (Candaya) o aquella que describió la peruana Gabriela Wiener en su libro Llamada perdida (Malpaso). Y como ésas bastantes más. Está la que reniega de sí misma en Carcelona (Melusina), de Marc Caellas, la que retrata Miqui Otero en Rayos o Tina Vallès en La memòria de l’arbre .
Escribía Jorge Carrión en Todas las ramblas del mundo, un texto publicado en La Vanguardia en agosto de este año: “La generación de los hermanos Goytisolo o Gabriel Ferrater le pasó el testigo a la generación de Pepe Ribas, Nuria Amat, Nazario o Victoria Combalia. Después llegamos los nacidos en los sesenta, en los setenta, en los ochenta: y ya están ahí los noventeros, ganando y perdiendo también su Rambla y su plaza Real. Da igual si llegas desde México, como Juan Pablo Villalobos, desde Almassora, como Robert Juan-Cantavella, desde Mallorca, como Llucia Ramis, desde Francia, como Mathias Enard, o desde Mataró, como yo; o si eres barcelonés de pura cepa que escribe sobre Barcelona, como Francisco Casavella, Miqui Otero, Javier Calvo o Juan Trejo”.
Aunque Carrión significa Las Ramblas en ocasión de los atentados terroristas de agosto, y por eso exalta la naturaleza cosmopolita y de reunión que simboliza ese espacio de la ciudad, hay algo en esa imagen que ilumina lo que ocurre con Barcelona a partir de la década de los noventa. Se trata de un proceso que coincide con los Juegos Olímpicos de 1992 y a partir del cual la ciudad comienza a recibir a una gran cantidad de escritores que provienen, en buena parte, de Hispanoamérica: el mexicano Jorge Volpi, el colombiano Juan Gabriel Vásquez, el peruano Santiago Roncagliolo, por sólo mencionar algunos. De hecho, el argentino Rodrigo Fresán llegó a la ciudad en 1999, apenas un año después de que Roberto Bolaño ganara el Premio Herralde con Los detectives salvajes, en 1998.
A lo largo de esa década Francisco Casavella desarrolló casi toda su obra: El triunfo (1991), Quédate (1993), Un enano español se suicida en Las Vegas (1997), El secreto de las fiestas (1997) y El día del Watusi (2002-2003), una trilogía editada por Mondadori entre 2002 y 2003. El libro se publicó por partes: primero Los juegos feroces y Viento y joyas, y finalmente El idioma imposible. Curiosa coincidencia, además, porque en esos años, Javier Marías había publicado, también por entregas, Tu rostro mañana, que estaba a la espera de la continuación con Fiebre y lanza. En ese contexto, la trilogía de Watusi fue un antes y un después. Su estructura literaria permitió a Casavella recorrer la historia de la ciudad a partir de Fernando Atienza: desde el final del franquismo —15 de agosto de 1971—, hasta comienzos de los noventa. En ese tramo, el escritor da cuenta de los hechos políticos que ocurren en esos años y determinan la vida de la sociedad barcelonesa. En el año 2003, y a contracorriente de una recepción entusiasta en los suplementos literarios, el crítico Ignacio Echevarría llegó a referirse a El día del Watusi como una «novela fallida». A pesar de su desacuerdo, Echevarría le reconoce a la novela uno de sus rasgos más importantes: comportarse como “una cartografía social, política y sentimental de Barcelona” en la que encontraban reflejo los estratos marginales así como el entorno burgués con sus “veleidades nacionalistas”.
Casavella allanó el camino para autores como Kiko Amat (1971) —el pop como elemento transversal— o Javier Calvo (Barcelona, 1973), quienes , a comienzos del siglo XXI, comenzaron a mirar lo que ocurría en Inglaterra y el mundo anglosajón. En ese momento Robert Juan-Cantavella está al frente de Lateral y comienza a publicar crónicas, además de ficción. En esos años coinciden, también, una serie de episodios: el relanzamiento del Premio Biblioteca Breve, de Seix Barral; la publicación que hizo Tusquets, en 2001, de Soldados de Salamina, de Javier Cercas, así como la coincidencia, en un mismo espacio, de figuras tan distintas como el argentino Martín Caparrós o Jonathan Littell, Premio Goncourt de 2006 con su ciclópea novela Las Benévolas. De forma paralela, por supuesto, sigue rodando el circuito del sello Planeta, que empuja la maquinaria editorial con pelotazos editoriales como Carlos Ruiz Zafón y en la que surgen autores como Ildefonso Falcones, que determinan otra retórica –la del best seller- en un mismo espacio físico.
En una época en la que no existía aún el viaje de bajo coste e Internet todavía no había irrumpido con la fuerza de las redes sociales, Barcelona se exponía un proceso global que tenía más que ver con el mundo de 2017 que con la Barcelona que retrató Xavi Ayén en Aquellos años del boom o la que ofrece Juan Bonilla en El tiempo es un sueño pop, su biografía de Terenci Moix que retrata la Barcelona de los sesenta y setenta. Una ciudad no desconoce a la otra; ocurren de forma simultánea. Y ahí radica la complejidad de todo esto. Barcelona cambia, al mismo tiempo que lo hace el mundo del que forma parte y en el que se acortan las distancias. El mapa resultante de esos años se parece más al GPS que a la escala impresa. Sus autores también.
Al Este de la Europa que se despedaza
Que exista un grupo de escritores que hacen vida en Barcelona no significa que su obra se vuelque o atraviese por entero la ciudad, ni siquiera que tengan la voluntad manifiesta de atestiguarla. No tienen por qué; sus conflictos son otros, desde aquel Joan Marc de Hilos de sangre y Divorcio en el aire del que se valía Gonzalo Torné (Barcelona, 1976) para estudiar las posibilidades de la novela y que explora, desde otra vía, en Los años felices (Anagrama) hasta manifestaciones mucho más políticas, o incluso afirmativas, como Las defensas (Seix Barral), de Gabi Martínez (Barcelona, 1971), una novela que retrata la relación que tenemos con la enfermedad y la ciudad, dos metáforas políticas que tienen sentido tras la crisis económica de 2008 y sus réplicas sociales. Basada en hechos reales, Las defensas relata la historia de neurólogo que contrae la enfermedad que estudia y que ataca su sistema inmune, una metáfora inevitable de algo más. Algo que se enferma, que muta. En plena demolición del Estado del Bienestar —el gran proyecto europeo de la posguerra—, esta historia no es casual.
Álvaro Colomer (Barcelona, 1973) también vive en Barcelona. Su literatura entra y sale del hecho urbano, como lo hace él en sus libros al pasar de la Ficción a la No Ficción. O de Auschwitz a Chernóbil, o de Gernika a Transilvania y luego Irak, donde se desarrolla su más reciente libro Aunque caminen por el valle de la muerte (Literatura Random House). A casi todos estos autores que podrían integrar un mapa literario de Barcelona los une una década. La mayoría nació durante el final del franquismo y el inicio de la democracia, un periodo del que forman parte, por ejemplo Jordi Corominas (Barcelona, 1979) o Jorge Carrión (Tarragona, 1976). En el caso de este último, la voluntad de análisis cultural no es casual. Parece formar parte de un proyecto de investigación que es transversal a la ficción y la no ficción, como lo demuestra su más reciente libro Barcelona. El libro de los pasajes (Galaxia Gutenberg).
En ese grupo de nacidos a finales de los años setenta conviven voces de muy distinto tipo. Uno de los ejemplos más claros lo representan tres autoras del mapa literario barcelonés. Una escribe en castellano: Milena Busquets (Barcelona, 1972), autora de la imponente novela También esto pasará (Anagrama), que ya lleva doce ediciones y ha sido traducido a más de treinta idiomas; otra es de origen mallorquín y escribe en catalán: Llucia Ramis (Palma de Mallorca, 1977) y la tercera, la traductora y filóloga Tina Vallès, ganadora del II Premio Anagrama de novela en catalán con La memòria de l’arbre. ¿Pueden tres personajes que comparten edad y ciudad ser más distintas?
La literatura que se genera en estos nuevos autores ya ni quisiera pasa por los aspavientos voluntariosos como el Pop de Kiko Amat o la mirada anglosajona de Javier Calvo. El conjunto, por disímil, tiende a los conflictos humanos y lo que estos significan en un mapa más desagregado. Desde la ya mencionada autora marroquí Najat El Hachmi, quien escribe sobre la identidad, pertenencia o acaso la dinámica global del Islam, hasta Lolita Bosch (Barcelona, 1970), autora de obras dirigidas a niños y jóvenes, una de las más recientes La ràbia, una novela en la que denuncia y analiza el fenómeno del acoso escolar a partir de su propia experiencia, que sufrió entre los 14 y los 17 años.
También hay autoras como Marta Rojals (Barcelona, 1975) o Jenn Díaz (1988). La primera escribe en catalán. La segunda en castellano y catalán. Díaz, por ejemplo, vuelca su interés narrativo más en los conflictos personales que necesariamente identitarios. Así como existen aproximaciones como la de Marina Espasa, que en el El dia del cérvol, aborda la ciudad de Barcelona los hay nómadas como Sergi Bellver o autores más jóvenes como Jordi Nopca (1980), Laura Ferrero (Barcelona, 1984), Albert Lladó (Barcelona, 1980) y Víctor Balcells Matas (Barcelona, 1985), quienes retratan en su ficción la dificultad de las relaciones humanas, el extrañamiento y la cotidianidad. Para algunos, hay un nombre importante que hace las veces de puente entre estos «nuevos cuentistas fríos» y una época dorada del relato representada en Quim Monzó o Sergi Pàmies. Se trata de Jordi Puntí (Barcelona, 1967) cuya novela Maletes perdudas ha sido traducida hace poco al castellano por el sello Salamandra.
En este Atlas se mueven y conviven más naturalmente autores nacidos en la ciudad como Miqui Otero (Barcelona, 1980) con otros que han llegado a Barcelona y han construido parte de su voz en ella. Hasta ahora, Miqui Otero ha publicado los libros Hilo musical (Alpha Decay, 2010), La cápsula del tiempo (Blackie Books, 2012) y Rayos (Blackie Books, 2015), que es la que aborda más directamente a Barcelona como ciudad; y acaso con una vocación más abiertamente generacional y autobiográfica. También en su registro generacional, hay quienes como Juan Soto Ivars (Águilas, 1985) son capaces de ofrecer una mirada radicalmente distinta. Soto Ivars, por ejemplo, se significa en la posición outsider al mismo tiempo que diagnostica taras propias y ajenas. Lo ha hecho en los libros de ensayo Arden las redes (Debate) y más concretamente en el irónico Abuelo rojo. Abuelo facha (Círculo de Tiza).
Otros escritores como Antonio J. Rodríguez y la poeta Luna Miguel (Madrid, 1990) han entrado a formar parte de la ciudad. Su presencia ha abierto nuevas ventanas. ¿Un ejemplo? Publicaciones como Playground, una versión que aun bebiendo del espíritu del Fanzine, se muestra algo menos naive, acaso más elaborado. Como ellos, existen en la ciudad personajes como Cristina Morales (Granada, 1985), una de las narradoras más solventes y desafiantes de su quinta,. De hecho, su más reciente libro Terroristas modernos está publicado por Candaya, la editorial que apostó por Agustín Fernández Mallo antes de que el fenómeno Nocilla pasara a manos de Alfaguara. No es casual que un sello que arriesgó con autores que en su momento no eran conocidos en España como Roberto Bolaño o Juan Villoro, siga acompañando el proceso junto a otras editoriales independientes como Libros del Asteroide, creada en el año 2005 y cuya labor de edición y traducción se extiende hasta hoy con un catálogo amplio de obras de la literatura universal, así como recuperaciones de biografías, reportajes y crónicas; Blackie Books (creada en 2009) o Alpha Decay, una editorial barcelonesa que nació en 2004 con una nítida vocación de publicar obras a la vanguardia de la literatura mundial, y que sobrepasa ya la década de vida.
De existir tal cosa como un mapa literario de Barcelona, obedecería a unas coordenadas no del todo fijas. Trazaría su ubicación más con la lógica de un GPS —recalcula su ruta— que con la foto fija de la cartografía. No se despliega en un cuarto de derrote —cómo no pensar en aquel Carlos Barral patrón de barco— sino que se reconfigura en su naturaleza abierta, superpuesta. Un mapa que limita, sí, al Norte con el fenómeno Watusi de Casavella —la década de los noventa como bisagra política— pero que se ubica al Este de una Europa que sea cae a trozos y que Emmanuel Macron pretende relanzar, sea o no recitando al Misántropo de Molière. Pero ésa, claro es otra historia.
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