El lector fiel de esta sección recordará que en una entrega anterior habíamos glosado la aventura argentina de Vicente Blasco Ibáñez. Si ahora repetimos personaje es por dos razones, a cual más enjundiosa: lo bien que nos cae don Vicente; y que este su aniversario está pasando de lo más desapercibido. Es, en fin, una cuestión de justicia literaria, y aquí nos arrogamos la condición de justicieros ya que otros con más pergaminos —léase: escritores, críticos— desaparecidos a estos efectos, no han cumplido con su obligación. El porqué esto es así, ellos sabrán. Algún motivo habrá y quizá al final, si nos animamos, arriesguemos una opinión al respecto.
Vamos a visitar las dos residencias que enmarcan la vida de Blasco Ibáñez. No deben verse como meras viviendas. Ambas mantienen la carga representativa y simbólica de una etapa concreta del devenir del escritor. Una, la casa de la Malvarrosa, queda asociada a su etapa local y a la primera familia. La otra, en la Costa Azul, nos habla del escritor de éxito internacional y hombre de mundo. Empezaremos por la que queda más cerca.
La casa de la Malvarrosa
La alta velocidad nos ha dejado en Valencia. Queríamos llegar plenos de fervor blasquista y por eso, nada más aposentarnos en el tren, sacamos del zurrón la estupenda biografía escrita por su amigo y discípulo Emilio Gascó (Genio y figura de Blasco Ibáñez, agitador, aventurero y novelista), así como la que quizá es la muestra más representativa de su activismo político, Por España y contra el Rey, publicada en 1925 en París, que todavía desprende un fresco y arrebatador perfume a República. Queríamos, digo, pasar el viaje leyendo, pero la celeridad con la que el moderno ferrocarril absorbe la distancia apenas nos deja tiempo como para hojear unas pocas páginas… tampoco es que se echen de menos aquellos viajes en tren que daban para leer al menos quinientas de las mil y una noches, pero a los mesetarios fundamentalistas no deja de inquietarnos que hayan acercado el mar a menos de dos horas de Madrid.
Para compensar tantas prisas, hemos decidido demorarnos un poco por la ciudad en vez de ir directos a la playa. Buscamos la casa natal del escritor, aunque sabemos que tal inmueble ya no existe. Subiendo por la avenida del Barón de Cárcer, casi enfrente del Mercado —su barrio— en la esquina de la calle del editor Manuel Aguilar hay dos placas superpuestas: la más alta, de piedra con letras de metal, recordando al titular de la misma; debajo, en mármol, un texto sencillo da cuenta de que ante este edificio se alzaba la casa donde nació V. Blasco Ibáñez, y las fechas que enmarcan su vida.
Raro efecto hacen esa pareja de carteles así, uno encima del otro. Pero queremos ver una especie de simbiosis, o de atracción mutua entre ambos. A don Manuel Aguilar le veneramos todos los aficionados a esto del libro y especialmente aspirantes a bibliófilo low-cost como los que hemos honrado nuestros anaqueles con los Crisoles, Crisolines, Joyas y Obras eternas salidas de su imprenta. Y ya que Blasco también fue editor, y de los importantes, bien está que ambos se junten, al menos en el recuerdo, compartiendo una esquina. Viene a nuestra memoria una cita que bien merecería otra placa en el mismo lugar:
Hay un escritor valenciano, que se llama Blasco Ibáñez, que ha hecho todos estos libros. Un día dijo que en España no se leía porque la gente no tenía bastante dinero para comprar libros. Entonces dijo: yo voy a dar a leer a los españoles, y en la calle de Mesonero Romanos puso una tienda y empezó a hacer libros. Pero no los libros de él, sino los libros mejores que se encuentran en el mundo. Y todos valen, nuevos, treinta y cinco céntimos. La gente los compra a millares, y cuando los ha leído los vende a los puestos de libros viejos y allí los compramos los chicos y los pobres. Así yo he leído a Dickens y a Tolstoi, a Dostoievski, a Dumas, a Victor Hugo, a muchos otros…
Arturo Barea. La forja de un rebelde
La casa, hoy museo, de Blasco Ibáñez está situada en la Malvarrosa, frente al mar, más o menos a un par de kilómetros del arranque de la playa, donde están los tradicionales restaurantes de paella. El edificio, de 1902, está totalmente reconstruido, pero mantiene su prestancia y, si, nos podemos imaginar al escritor asomado al gran balcón de las cariátides que domina el frontis. Nos gusta el continente, veremos el contenido.
Entramos. Hay dos plantas visitables, ocupadas por una exposición permanente con muebles (no todos son originales) y recuerdos como cartas, libros, fotografías… la muestra se deja ver, pero poco más. Parece como de compromiso, y se nos ocurre que hay que estar bastante familiarizado con el escritor para sacarle partido. Falta didáctica, no se ha logrado transmitir la extraordinaria dimensión —literaria, social— del personaje ni la importancia que alcanzó en la vida del país o, cuando menos, de su ciudad, que debía volcarse en su homenaje. Tampoco se permite acceder a la terraza, lo más conocido y simbólico del lugar, y hay que conformarse con pegar la nariz en el cristal del acceso, alargar la vista hasta el mar e intentar fotografiar la célebre mesa de mármol superando los reflejos.
El jardín incrementa la decepción. En nada hace recordar esas imágenes color sepia donde Blasco aparece allí, rodeado de su mujer y sus hijos, vestido como un huertano, disfrutando del sol. El espíritu de época ha huido definitivamente de esta especie de parcela a medio cultivar, donde poco más podemos decir que lo de Ulises a Nausicaa: una palmera se levanta con gracia. El busto del escritor termina de abonar nuestra desilusión: a según qué distancia, parece de Franco.
Salimos con las imágenes del entierro de Blasco en la memoria, reproducidas en multitud de fotografías y que llenaron las principales páginas de los diarios de la época. Desde el puerto, donde fue recibido por el presidente de la República, decenas de miles de personas acompañaron al ataúd por las calles, en la mayor manifestación popular que ha visto Valencia. Creemos que lo que esta ciudad le debe no lo paga del todo la placa, ni poner el nombre a una avenida, ni esta Casa-Museo de tan tímidas pretensiones.
La villa Fontana Rosa en Menton (Francia)
Mi distracción favorita es leer, leer, y leer. Además, oír música y pasearme por un jardín extenso, viendo el mar a través de los árboles y los enrejados de rosas. Libros y flores completan la dulce compañía de la mujer. Mi jardín de Epicuro fue siempre el retiro soñado por todo artista que desea contemplar desde cierta altura el río de la vida.
La llegada a Menton desde Montecarlo por la Riviera francesa supone entrar en un espacio abierto de bellos colores y agradable combinación de sonidos de mar y ciudad. Pasado el cogollo del centro urbano, no lejos de la frontera italiana, sale del paseo marítimo una modesta calle en cuesta, la Avenue Blasco Ibáñez. Tras cruzar la vía del ferrocarril, un alto muro de piedra por el que asoma una enorme raíz de ficus indica a la vez la fuerza de la naturaleza y el abandono del lugar.
La villa Fontana Rosa se vislumbra a través de la valla metálica y de un amplio entrante con la puerta rematada por arco escarzano sobre el que se sitúa un frontón con tres mosaicos que representan las efigies de los novelistas más admirados por Blasco Ibáñez: en el centro, y de mayor tamaño, Cervantes. A ambos lados, Balzac y Dickens.
Recorriendo todo el testero, el friso de cerámica azul de Manises con decoración de rosas y una bella grafía modernista en la que se lee EL JARDÍN DE LOS NOVELISTAS y, debajo, FONTANA ROSA. Unos escudos con naranjas y limones simbolizan la tierra natal y la adoptiva. En la parte izquierda una placa con un perfil en bronce de Blasco Ibáñez recuerda los ocho años que allí vivió el gran novelista y amigo de Francia, de 1921 a su muerte en 1928.
La villa fue adquirida en una subasta por 170,000 francos de la época, gracias a los enormes beneficios que reportaban la adaptación de su obra al cine y un éxito editorial sostenido en el tiempo. La construcción preexistente se modificó y fueron habilitados nuevos edificios, a la vez que se la ampliaba con la compra de terrenos circundantes, hasta alcanzar dieciséis mil metros cuadrados.
En el jardín se levantaron también diez cenadores dedicados a sendos novelistas predilectos del autor (Cervantes, Balzac, Dickens, Flaubert, Tolstoi, Dostoievsky, Zola, Anatole France…) alicatados con cerámica de vivos colores que dan un tono algo ampuloso, a la vez que popular.
El correspondiente a Cervantes es el de más prestancia. Consiste en un amplio zócalo sobre el que se asienta una estructura abierta a base de columnas gemeladas. Los motivos son escenas del Quijote, con detalles de frutas y flores, así como unas cenefas de reminiscencias clásicas. En el centro, sobre un pedestal, el busto en bronce del genio alcalaíno, obra del escritor ruso afincado en Francia Léopold Bernstamm. El conjunto se eleva sobre un estanque rodeado de arriates, cuya estética escenográfica cercana al regionalismo historicista recuerda al jardín de la casa de su amigo Sorolla en Madrid.
Su eximio biógrafo antes mencionado, Emilio Gascó Contell, nos hace ver que, si bien a esa altura de la vida Blasco había alcanzado la felicidad del hogar, independencia económica, fama y honores, ello no le determinaba a llevar una existencia tranquila. Su curiosidad e inquietud se imponían, hasta el punto de tomar la decisión de embarcarse en un incómodo viaje de seis meses alrededor del globo. De esta experiencia es fruto La vuelta al mundo de un novelista, y en su capítulo primero así se describe a sí mismo en su idílico entorno:
…Estoy sentado en un banco de mi jardín de Menton. Árboles, estanques, arbustos floridos, pájaros, peces, parecen esta mañana completamente distintos a los que veo diariamente. Algo sobrenatural anima cuanto me rodea, como si durante la noche se hubieran transformado los ritmos y los valores de la vida. El jardín me habla. Esto no es extraordinario…
Balancean los túneles de rosales sus flores recién abiertas por la primavera otoñal. Pájaros de todas clases sostienen una lucha sonora de gorjeos flautinos en las alturas de la arboleda, oasis aéreo que les sirve de refugio contra los aguiluchos y gavilanes diurnos o las aves de presa de la noche, ocultas en la vecina muralla roja y gigantesca de los Alpes Marítimos. Los peces colean inquietos en el agua cargada de sol, como si persiguiesen a sus mismas sombras que se deslizan por el fondo verdoso de estanques y fuentes. Cantan los surtidores al desgranar en el aire sus sartas de blandas perlas. Los abanicos verdes de plátanos y palmeras dejan caer las últimas lágrimas de su rocío matinal. Y toda esta naturaleza cándida, fresca y pueril como la luz rosada de la aurora, me pregunta a coro:
-¿Por qué te vas?… ¿Es que te encuentras mal entre nosotros?
El espíritu del jardín, cual sirena, sigue susurrando tentaciones:
-Quédate; vas a perder nuestras flores y nuestros frutos, los dulces atardeceres de otoño, la compañía serena y luminosa de los libros. el plátano tropical, que sólo fructifica en contados lugares de Europa, descuelga para ti en este rincón asoleado, entre el mar y la montaña, sus pesados racimos. Si te alejas otro comerá los encorvados frutos, ahora verdes y luego dorados, que lentamente va cociendo bajo el cielo solar su pulpa de miel
Ya se hinchan los capullos de las filas de camelias, no pudiendo contener el estallido de sus colores luminosos. Pronto se abrirán, dando paso a sus flores sin perfume, pero deslumbradoras de bella majestad, como diosas que nunca sonrieron. Y tú no verás esta milagrosa floración, preparada durante el resto del año como una apoteosis teatral.
Perderás también las fiestas invernales de la Costa Azul, que atraen a los felices de la tierra; el Carnaval de Niza, las óperas y conciertos de Montecarlo, las regatas, los bailes en hoteles enormes como alcázares de leyenda, las batallas de flores. Renuncias a las dulces horas vespertinas en tu biblioteca…
Blasco, pues, no cree en el precepto de Pascal: todos los males del mundo vienen de que a la gente le da por salir de su casa. Antes bien, se ve a sí mismo como un personaje de novela, viviendo la vida con plenitud, y
… en eso me siento superior a todos los seres surgidos de mi imaginación.
De este modo se retrata en la última entrevista que mantuvo con el periodista Enrique Estévez Ortega.
Tras la repentina muerte del escritor en enero de 1928, durante algunos años este su locus amoenus se conservó como un lugar de peregrinación, casi un santuario, tal y como él mismo había soñado. En 1933 sus restos salieron de allí, repatriados a España, lo que para Fontana Rosa fue el inicio de la decadencia. La II Guerra Mundial y, sobre todo, la invasión de los italianos y más tarde nazis destruirían casi por completo el ensueño. Hacia 1970 corrió grave peligro al ser vendida a un promotor inmobiliario, pero, afortunadamente, en la década de 1990 fue declarada
Patrimonio Histórico de Francia
Se han podido rescatar unos cinco mil metros cuadrados, parte de los edificios y algunos restos del hermoso jardín, así como libros y documentos. Actualmente se ha restaurado casi por completo el cenador de Cervantes y paulatinamente se van recuperando algunos espacios. Se puede acceder mediante visitas guiadas en días determinados.
Final
Ya está dicho y redicho en esta y la anterior nota, pero lo repetiremos gustosamente: es una vergüenza que el aniversario de Vicente Blasco Ibáñez esté transcurriendo casi en la clandestinidad. Sabemos que era republicano, ateo y socialista. Que se preocupaba por la instrucción del pueblo, la corrupción de las instituciones y las condiciones de vida de los trabajadores. Que estuvo en la cárcel y en el exilio. Que dirigió un periódico revolucionario y creó un partido político que hoy sería calificado de populista… de acuerdo, con estos presupuestos no podemos esperar un artículo elogioso de Vargas Llosa en El País ni un homenaje a cuenta del Ministerio de Cultura. Pero, ¿no queda nadie más por ahí? ¿no habrá algún escritor que respete su oficio y quiera honrarlo en quien más alto lo puso en su momento, en el mundo? ¿un crítico o ensayista que aproveche la ocasión para dar a conocer a las nuevas generaciones una obra variada, entretenida, sabrosa, sorprendente? Quod non amore eius magis facere quam reverentia.
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