«Europa se hizo peregrinando a Compostela». La frase de Goethe se ha hecho tan célebre que incluso recibe a las puertas de Santiago a los miles de caminantes que cada año ponen en la ciudad gallega el punto final a un largo viaje. No es ninguna frivolidad si se piensa que el supuesto descubrimiento del cuerpo del apóstol en las proximidades del finis terrae supuso el inicio —o la reactivación, en algunos casos— de vías de comunicación que permitieron conectar, en los remotos siglos medievales, pensamientos y corrientes tan distantes en el espacio que pocas probabilidades había de que se hubiesen llegado a interrelacionar de otra manera. La maniobra de Alfonso II cuando, alertado por el obispo Teodomiro, «verificó» que los restos hallados en el bosque de Libredón pertenecían a un discípulo de Cristo fue una hábil estratagema política en un momento en el que convenía dotar de unidad a un reino y plantear una firme defensa contra el Islam, pero también constituyó, difícil saber con cuántas dosis de voluntariedad, un factor de cohesión sociocultural que, con intermitencias, se ha venido manteniendo hasta nuestros días.
Es sabido que el Camino de Santiago alumbró el que muchos consideran el primer libro de viajes de la literatura occidental, el Codex Calixtinus, cuyo original se conserva en la catedral compostelana y fue objeto hace unos pocos años de un robo tan sonado como esperpéntico, es en realidad mucho más que eso. En sus páginas se compendian sermones, himnos o escritos de carácter litúrgico. Durante mucho tiempo se atribuyó su autoría a Aymeric Picaud, un clérigo francés que vivió allá por el siglo XII, aunque han venido aumentando las voces que cuestionan esa hipótesis. Lo que sigue siendo cierto es que si la importancia del volumen ha trascendido las fronteras del hecho religioso es porque su quinto apartado, la llamada «Guía del peregrino», configura todo un relato destinado a orientar a los romeros acerca del itinerario a seguir, señalarles en qué lugares concretos merece la pena detenerse y alertarles de los riesgos que pueden correr en determinados parajes. Es discutible que sea realmente el primer eslabón de la literatura viajera en este rincón del mundo. Lo que no admite réplica es que se trata de la primera obra literaria surgida directamente del Camino y el antecedente más antiguo de unos cuantos títulos que a menudo parten de los recorridos jacobeos para plantear ambiciones mucho más amplias. Se trata de una tradición que no sólo no ha cesado en nuestra época, sino que incluso se ha incrementado. El resurgimiento de las peregrinaciones a Compostela en el último tramo del siglo XX —fundamentalmente tras la visita del Papa Juan Pablo II al sepulcro apostólico y el impulso propiciado por la Xunta de Galicia a partir del año jubilar de 1993— han propiciado que numerosos escritores y viajeros contemporáneos se lanzaran al Camino o se hicieran eco de sus circunstancias para engendrar obras de calidad y condición dispar.
En el plano de la ficción, serán muchos quienes recuerden El peregrino de Compostela, novela con la que Paulo Coelho puso de moda las peregrinaciones jacobeas al otro lado del océano. No se le puede negar al autor brasileño su ojo para adelantarse a los acontecimientos, porque su novela se publicó en 1987, es decir, unos años antes de que lo de echarse a los caminos en dirección a Galicia alcanzara casi la categoría de fenómeno de masas. También temprana fue la publicación de El peregrino, una novela en la que el estupendo periodista Jesús Torbado se metía en la piel de un romero medieval para narrar un viaje que concluía con una sorprendente revelación acerca de la verdadera naturaleza de los huesos que se veneran bajo la catedral compostelana. Quizá no se pueda decir que ambos, Coelho y Torbado, cada uno a su modo, crearan escuela, pero sí que en los últimos años muchos se han servido de ese mismo marco para ambientar unas tramas que, bien desde el presente o bien desde los parámetros del género histórico, deambulan por los recovecos del Camino. Matilde Asensi tocó el tema en dos obras, Iacobus y Peregrinatio, y Paloma Sánchez-Garnica encontró en él la clave sobre la que construir El alma de las piedras. Se trata, en los tres casos, de obras que aprovechan un componente histórico para abordar asuntos que rozan los límites de la heterodoxia, una senda por la que también transita Peter Harris en El secreto del peregrino. El códice del peregrino, de José Luis Corral, o Sin retorno, de Susana Rodríguez Lezaun, parten sin embargo de historias ambientadas en el más remoto presente para urdir argumentos de corte policiaco. Se trata de una vía que también contó con una tímida aportación de Arturo Pérez-Reverte: él fue el responsable de la idea que dio lugar a la ministerie Camino de Santiago, que Antena 3 emitió, con un reparto de alto copete, en 1999. En un territorio intermedio se sitúa Ulises Bértolo, que en su Orthodoxia parte de un suceso ocurrido en el presente para ir remontándose en el tiempo, en una paulatina aproximación a ciertos elementos más bien oscuros de la intrahistoria jacobea.
En el plano ensayístico el inventario podría ser, si cabe, más prolijo. Más allá del fundamental Compostela y su ángel de Gonzalo Torrente Ballester —una obra inexcusable para adentrarse en la esencia de la ciudad que acabó convirtiéndose en el tercer centro de peregrinación de la cristiandad—, y del irrenunciable Por el camino de las peregrinaciones de Álvaro Cunqueiro, son numerosísimos los títulos que de una u otra forma recorren los avatares del Camino. Está la Historia mágica del Camino de Santiago de Fernando Sánchez Dragó —cuyo título no precisa de más explicaciones—, pero también El desvío a Santiago, de Cees Nooteboom, en el que la ruta jacobea no es más que la excusa para iniciar un largo viaje por España que se termina convirtiendo en una celebración de la literatura. Tampoco hay en Nunca llegaré a Santiago, de Gregorio Morán, la menor intencionalidad religiosa: el autor no quiere pisar Compostela, sino Finisterre, siguiendo los pasos de los millones de romeros que le precedieron a lo largo de los siglos. También figuras provenientes de otros campos ajenos a la escritura quisieron dejar constancia por vía impresa de sus aventuras particulares. El presentador televisivo alemán Hape Kerkeling contó su irreflexiva decisión de caminar hacia Santiago en Bueno, me largo, un libro que hizo furor en su país y que hasta conoció una adaptación cinematográfica, y una actriz célebre, Shirley MacLaine, relató los pormenores de su peregrinación en El Camino: un viaje espiritual.
No están todos los que son, porque la lista crece año a año y porque el nivel de publicaciones ha sido tan alto que resulta imposible ser totalmente exhaustivo, pero sí suficientes para hacerse una idea del influjo que el Camino de Santiago ha venido teniendo en las letras —españolas, pero también internacionales—, y podría crecer si además de a la escrita nos referimos a la narrativa audiovisual, que ha conocido obras tan diferentes y tan paradigmáticas como The Way, de Emilio Estévez, o La vía láctea, de Luis Buñuel. Dicen que todo aquel que hace el Camino termina repitiendo algún día. Quizá la lectura pueda animar a algunos a dar el primer paso. Que es al fin y al cabo, y según dicta la experiencia, el más difícil.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: