Me eduqué en la creencia de que la historia era un proceso lineal, ininterrumpido, cuyo crecimiento económico avanzaba hacia un mundo más libre y más igualitario. La consecuencia de todas estas posibilidades que se dibujaban en línea ascendente la hemos llamamos progreso. Han pasado cien años de la Revolución Rusa —el acontecimiento de mayor trascendencia en la Europa del siglo XX—; sobre el cielo de Berlín, —y de otros países de la vieja Europa— aún sobrevuela el fantasma de Hitler, como si su poder omnívoro para destruir el mundo no hubiera sido suficiente escarnio; se han sufrido dos espantosas Guerras Mundiales; hemos vivido en plena Guerra Fría y asistido a la caída del comunismo. Ahora estamos sumidos en un proceso inacabable de ascenso de otros poderes caníbales del capitalismo salvaje, las mafias de la droga, del crimen organizado, de los Estados que mantienen el terror por las armas nucleares; el ascenso de los nacionalismos, el hambre, el desastre ecológico, la corrupción económica y la desigualdad galopante.
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