Nunca pensé que escribiría una novela. Además de ser disléxico, amo más a los árboles que a la mayoría de los libros que salen de ellos. Pero como no hay vida sin contradicción, la súbita ausencia de mi único hermano, me llevó de la oreja hacia la escritura de La radio de piedra.
Y no es que La radio de piedra sea un libro de memorias, —nada más lejos—, La radio de piedra trata de ser el retrato apasionado de un mundo guardado en mi memoria, puesta a cocer a fuego lento durante más de treinta años. La infancia es el único tesoro tangible al alcance de la mayoría de los seres humanos y la mía y la de mi hermano transcurrieron en la retorcida posguerra de un pueblo destartalado, en medio de ninguna parte, un pueblo sin fuentes ni árboles, donde los silencios rebotaban en las esquinas con más fuerza que los tañidos del bronce de las campanas de la iglesia.
Y sin embargo, en el borde de aquella nada habitada, dormitaba una carreterita de tierra por la que durante años, mi hermano y yo vimos pasar los calores y las heladas que acompañaban el ir y venir de decenas de hombres y mujeres, que con sus vidas estrechas e ingenuas a cuestas, dejaron en nuestro corazón el perfume inconfundible de la ternura y de la bondad, en una época de nuestra historia en la que subsistir con alegría y dignidad era un lujo al alcance de muy pocos.
Seguramente por eso, por la sensación de libertad que nos proporcionaba su contacto y el correr y saltar por el campo, el jugar con el barro de los tejares y entre la paja de los pajares, el convivir con los animales y escuchar las historias de los mendigos, de los pastores, de los gitanos y las ganas inmensas de reír, reír y reír, nos han acompañado siempre.
En aquellos años asmáticos, la charla nocturna a la luz del dial de la radio era una costumbre muy extendida. En voz baja, las gentes rememoraban una y otra vez historias de la guerra, relatos basados en rumores o en leyendas, hilachas de historias escuchadas a otros que a su vez remitían a hechos vividos por otros. En una España poblada por millones de analfabetos, el boca a boca y la tradición oral han sido durante decenios el único archivo sonoro de aquella locura colectiva.
Aún hoy, cada persona de más de sesenta años conserva en su cabeza una o dos historias relacionadas con aquella guerra. Son historias inconexas, a menudo incongruentes, hechas de retales curiosos. Algunas son fantásticas, otras insignificantes. Las hay graciosas y terribles. Desde pequeño me aficioné a estos relatos alucinados, escuchados directamente de la voz de sus protagonistas, que mezclados con las virutas de mi propia memoria, constituyen el cañamazo sobre el que transcurre esta historia. Para completar el inventario, a estos materiales habría que añadirle otras voces, las voces de la radio.
En aquel mundo asmático de la posguerra, la radio nos aportaba un poquito del oxígeno que nos faltaba. La radio nos traía, cada tarde y cada noche, la magia a la mesa. La magia de un mundo habitado por voces perfectas y músicas seductoras. Un mundo lleno de historias para llorar y para reír. Un mundo que contrastaba y complementaba la aspereza rústica de las vidas reales que nos rodeaban.
Con la memoria de aquellos cientos de personajes reales y con los recuerdos y retazos de sus vidas, bien aderezados por mi amor por la radio, y por la influencia determinante de dos de mis maestros: Pedro Beltrán (Cartagena 1927, Madrid 2007) y Tonino Guerra (Santancangelo de Romaña 1920-2012), dos talentos poéticos salvajes enamorados del mundo rural y de la tradición oral, no es difícil entender el viento que impulsaba mis velas al componer esta Radio de piedra, una historia que siendo absolutamente cierta y precisamente por serlo, es un modesto intento de hacer literatura.
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Autor: Juan Herrera. Título: La radio de piedra. Editorial: AdN. Alianza de Novelas. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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