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‘Mindhunter’: El origen de los asesinos en serie

‘Mindhunter’: El origen de los asesinos en serie

John Edward Douglas, nacido en 1945, y que por lo tanto ya pasa de los 70 años de edad, fue uno de los pioneros en el terreno de la elaboración de perfiles de criminales, que el FBI comenzó a hacer en serio a partir de los años 70. Tras jubilarse en 1995, recopiló los principales casos de su carrera en un libro, Mindhunter, que es a la vez autobiografía, tratado de psicología, thriller de asesinatos y documento histórico sobre el nacimiento de una nueva ciencia. Además, al ser todos los casos reales, resulta tan absorbente, o más, que cualquier novela del género.

Douglas, nacido en Brooklyn, y tras una juventud no especialmente prometedora, pasó por varias ocupaciones antes de acabar investigando homicidios en el FBI, entre ellas francotirador con los SWAT, negociador en secuestros e instructor de policías locales. Pero el momento en el que se fraguó su papel de conquistador de lo hasta entonces poco explorado llegó un día en el que, un tanto aburrido de la rutina de viajes y cursillos sobre cómo atrapar a asesinos, pensó que existía un recurso a mano hasta entonces nunca usado: los propios criminales que, aún vivos, ya habían sido capturados y se iban pudriendo lentamente en las prisiones del país. ¿No sería buena idea hablar con ellos y ver qué se podría sacar en claro para intentar detectar a otros sujetos similares? Fue así como a ratos por las tardes y los fines de semana aprovechaba cada viaje junto a sus compañeros para visitar alguna cárcel cercana donde hubiera algún preso de interés, entre ellos quizá el aún más famoso de todos, Charles Manson.

Y efectivamente, la idea se demostró como la llave de un auténtico tesoro hasta entonces ignorado en cuanto al conocimiento de una parte de la mente humana, en concreto la que puede llevar a algunos especímenes (casi siempre varones blancos) a torturar y asesinar a sus semejantes en busca de satisfacer sus apetitos sexuales o de poder. Lo que se iba aprendiendo de cada entrevista, hasta a 36 sujetos diferentes, servía para aplicarlo a otros casos aún abiertos, que a su vez proporcionaban más material cuando se resolvían, dando validez a una ciencia que al principio era desdeñada como poco más que triquiñuelas de adivino, y que aún hoy tiene sus críticos.

Con el paso del tiempo, Douglas y sus colaboradores eran capaces de confeccionar perfiles tan exactos de los futuros capturados que parecían sacados de una aventura de Sherlock Holmes. Véase uno de ellos: varón, blanco, entre 25 y 35 años, más probablemente alrededor de 30, de aspecto desaliñado, desempleado, de hábitos nocturnos, residente con sus padres o miembro femenino de la familia de mayor edad que él, en una vivienda a menos de media milla del lugar del crimen, soltero, sin relaciones con mujeres ni amigos cercanos. Abandonó la educación pronto, sin experiencia militar, de baja autoestima, sin coche ni carné, con pasado en un hospital mental, toma medicación, intentó suicidarse por estrangulamiento o asfixia, no abusa del alcohol o las drogas, posee una gran colección de pornografía sadomaso, este es su primer asesinato, y la policía ya ha hablado con él. Todo esto sin ver nada más que fotos e informes policiales del lugar del crimen. Y efectivamente, tras este perfil se acabó deteniendo a un actor en paro de exactamente 30 años de edad que vivía con su padre viudo en el mismo edificio donde había matado a una vecina: había dejado el colegio pronto, no hizo servicio militar, tenía una amplia colección de porno sadomaso en casa, había intentado suicidarse ahorcándose y de hecho volvería a intentarlo tras ser condenado. La policía lo había descartado antes por tener coartada: el día del asesinato figuraba oficialmente como ingresado por depresión en un hospital. Al investigar más a fondo, se descubrió que solo había firmado al entrar en el edificio, y con su coartada ya establecida se había marchado y había cometido el crimen, cuya autoría quedó confimada por las huellas dentales de un mordisco sobre el cadáver. En las páginas siguientes, a lo puro Holmes, se explica cómo cada uno de los elementos del perfil, luego clavados en la realidad, no fue producto de una adivinación más o menos aleatoria, sino que fue deducido o inducido haciendo referencia a comportamientos anteriores, delitos similares y otras circunstancias particulares del caso. Escribiendo sobre ello unos años más tarde, un teniente de policía local solo se «quejó» de que lo único que le faltaba al perfil era el número de teléfono del sospechoso. En otra ocasión, Douglas llegó incluso a «adivinar» correctamente que el autor de otro crimen tendría un problema de tartamudeo, cosa que también fue verdad.

Como este, el libro está lleno de muchos otros ejemplos, contados con la cantidad justa de detalles como para individualizar cada uno y justificar el por qué se pone delante de los ojos del lector algo tan grave y repugnante. Pronto Douglas adquirió un nivel de respeto tan grande que sirvió de modelo al novelista Thomas Harris para su personaje del agente Jack Crawford en las novelas de Hannibal Lecter. El actor que interpretó ese papel en El silencio de los corderos, Scott Glenn, «un liberal convencido del poder de la rehabilitación, la redención y la bondad fundamental de la gente», quedó convertido a la causa de estar a favor de la pena de muerte cuando Douglas le hizo escuchar grabaciones de dos chicas californianas siendo torturadas por dos sádicos recién liberados de la cárcel, y la verdad es que leyendo algunos detalles de las atrocidades que es capaz de cometer la gente sin más razón que sus propios apetitos, las convicciones de cualquiera a este respecto se ven seriamente puestas a prueba. Douglas, además, se muestra contrario a liberar a estos presos por muchas muestras de arrepentimiento o reinserción que den, ya que el riesgo de reincidencia es muy alto. «¿No cree que estar durante años en el corredor de la muerte ya es una forma de tortura?», le preguntan. «Sí que lo es», responde. «Para las familias de las víctimas».

Durante todo el libro, Douglas se muestra seguro de sí mismo, con la fuerza que le dan los datos y las décadas de experiencia, pero en ningún momento chulo o resentido, a pesar de que el relato comienza con el propio protagonista a punto de morir de cansancio e infección vírica debido a los más de cien casos al mismo tiempo en los que llegó a estar involucrado. Cuando todo iba bien, las felicitaciones llovían, pero el papeleo y la burocracia le trajeron varios disgustos, y el FBI nunca llegó a darle todo el apoyo que hubiera necesitado en cuanto a número de colaboradores. Básicamente, lo hizo todo él durante varios años junto a un puñado de acólitos impresionados por los resultados cada vez más consistentes que se iban consiguiendo, y todo esto con la tecnología existente en los años 70 y 80. Tampoco se deja de mencionar, aunque sea de pasada, el sufrimiento de la esposa y familia de Douglas ante un empleo tan exigente (lógicamente, acabó divorciado), y en el último capítulo, titulado «El dragón a veces gana», habla de eso precisamente: de que no siempre es posible atrapar al autor o autores de tan macabra violencia. 

En el penúltimo párrafo del libro, Douglas dice que tras El silencio de los corderos aumentó el número de consultas que le hicieron directores y guionistas, pero que también veía que cuantos más detalles reales les daba, menos interés notaba en quien se los pedía, porque «se estaban dando cuenta de que en realidad no querían escribir sobre esto como de verdad ocurre. Pues bueno, no pasa nada. Cada uno tenemos nuestra propia clientela». En 2017, Netflix convirtió este volumen en una impresionante serie de diez episodios, cuatro de ellos dirigidos por David Fincher, el realizador de Seven, en la que se mantienen reales varios de los casos auténticos, pero se ficcionalizan los nombres de los agentes, al estilo de lo que se hizo por ejemplo en Masters of Sex con la vida privada de los investigadores de la sexualidad humana William Masters y Virginia Johnson. En la serie, ambientada en 1977, un joven veinteañero, Holden Ford, y un veterano cuarentón, Bill Tench, son los encargados de dar a luz conceptos como «asesino en serie», «estresor» o la ya clásica división entre «organizado» y «desorganizado», a la vez que desarrollan tres cometidos principalmente: dar cursillos a los departamentos locales de policía por todo el país, ayudar a investigar algún crimen local cuando los polis del lugar aprovechan que el Mississippi pasa por Wisconsin para pedirles ayuda, y entrevistar a los «asesinos en secuencia», como se los llamaba provisionalmente hasta entonces, en las cárceles que quedan cerca. A todo esto se le añaden ingredientes muy conocidos del género, como el típico jefe echabroncas, el jovenzuelo recomendado que puede o no ser un topo y la presencia femenina, también pionera, de una académica bella, lesbiana y estricta (Anna Torv, ex de Fringe) que a ratos es de gran ayuda intelectual y a ratos estorbo ético, con su fijación por desarrollar y seguir un protocolo universal para todas las entrevistas. Los dos protagonistas, Jonathan Groff y Holt McCallany, con sendas series muy recomendables en su currículum tristemente canceladas antes de tiempo (Looking y Lights Out, respectivamente), dan el tipo perfectamente, el primero de bisoño curioso, estudioso y cabezota, y el segundo de rocoso veterano, experimentado y capaz, con más don de gentes que su colega, pero también con ganas de dedicarle tiempo al golf y a su hijo adoptivo con necesidades especiales.

Sin duda, el punto más atrayente de la serie acaban siendo las entrevistas con los asesinos presos. En principio esto es de lo más aburrido en una serie de ficción, una parada obligatoria para simplemente poder averiguar a quién perseguir en coche en medio de sirenas aulladoras o intercambiarse cargadores enteros de balas en las escenas siguientes. Pero aquí cada una de ellas resulta hipnótica, precisamente por saber que todos son personajes auténticos, algunos de ellos ya ancianos en nuestros días pero aún vivos, diciendo exactamente lo que dijeron en la vida real y proporcionando al espectador lo mismo que dan a los agentes que los entrevistan: un vistazo detrás de una pestilente cortina que hasta entonces nadie había movido más que los propios perpetradores. Está Ed Kemper, un californiano de 2.06 de alto, 145 de cociente intelectual y gran elocuencia y cortesía en el trato, que mató a sus abuelos, a su madre (cuya cabeza cortada además intentó violar, así como suena) y a varias estudiantes y autoestopistas, hasta que se entregó él mismo, cansado de no ser atrapado. Está Monte Rissell, autor de cinco muertes, pero que perdonó «compasivamente» a una prostituta que le dijo que su padre tenía cáncer. Está Darrell Devier, asesino de una animadora de 12 años y que cae condenado tras un implacable interrogatorio. Está Richard Speck, malhablado, malhumorado y asesino de ocho estudiantes de enfermería en un solo día. Está Jerry Brudos, el fetichista de los zapatos de tacón que, al contrario que la mayoría de los demás, siempre lo niega todo, incluso cuando se le ve a él mismo reflejado en una de las fotos que tomó a las «modelos» a las que hacía «posar» después de muertas… Es una galería de los horrores alucinante, fascinante e iluminadora, aunque lo iluminado sean todo más bien sombras. Y sombras reales. No hay un carismático Hannibal el Caníbal, pero a cambio se obtiene la verdad.


Lo «mejor» de todo: que aún quedan casos en el libro del cazador de mentes que no han aparecido todavía en la serie (entre ellos, extrañamente, la visita a Manson) y que igualan o hasta superan a los vistos hasta ahora. Esperen a oír el del asesino de prostitutas en Alaska, con avioneta y todo, o los minoritarios casos en los que los autores eran negros o mujeres. Y cuando se acabe ese, Douglas tiene aún otros doce libros publicados.

Mindhunter es por ahora la última de una serie de series que en el último par de años se han fijado en crímenes reales: está la premiada American Crime Story, que ha comenzado con el caso de OJ Simpson; Manhunt, hecha por el Discovery Channel, con el Unabomber como primer protagonista, y hasta la venerable franquicia Ley y orden abrió una sucursal llamada True Crime con el caso de los hermanos Menéndez como argumento.

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