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La verdad del falso castillo del Conde Drácula

La verdad del falso castillo del Conde Drácula

La Literatura tiene el inmenso poder de convertir en verdades incuestionables los embustes más delirantes. Sólo ella es capaz de transformar lugares y paisajes auténticos en productos de fantasía que, paradójicamente, terminan siendo reales en su concepción imaginaria. Ese círculo de verdad-mentira-verdad pasa, por ejemplo, en el supuesto balcón de Julieta en Verona (que en realidad fue construido en 1940 aunque, eso sí, en la casa medieval que fue propiedad de la familia Cappelletti, transformada por Shakespeare en Capuleto) o en el 221-B de Baker Street de Londres, donde Arthur Conan Doyle ubicó el domicilio de Sherlock Holmes, entre otras cosas, porque esa calle no tenía tantos números en su época, aunque ahora allí hay un museo dedicado al detective. Otro de los lugares que posee esa falsa autenticidad es el Castillo de Bran, en Rumanía, el terrorífico (y apócrifo) hogar del Príncipe de las Tinieblas: el Conde Drácula. Y viene a cuento que nos asomemos —a través de los barrotes de mi celda en Zenda— a esta fortaleza del sureste de Transilvania porque tal día como hoy, 8 de noviembre, de hace 170 años nacía en Clontarf (Dublín) el padre del padre de todos los vampiros: Abraham –Bram–  Stoker.

Bram Stoker en una imagen de 1906, seis años antes de su muerte.

Tuve la oportunidad, en el verano del año 2001, de visitar la fortaleza que domina el valle donde se extiende el pueblo de Bran, en plenos Cárpatos y a escasos 30 kilómetros de Brașov. Las cubiertas a dos aguas de las casas de la localidad se alternaban con las copas de abetos, robles y hayas y, al fondo, sobre un peñasco, las torres coronadas por cubiertas de pizarra roja. Aunque era una mañana soleada de julio, no era difícil evocar la sombra amenazante del Mal que Bram Stoker imaginó allí dentro, aunque el escritor jamás puso los pies en Rumanía. Ni siquiera está del todo acreditado que el personaje real en el que se supone que se inspiró Stoker para crear al Conde, el príncipe Vlad III, El Empalador (o Tepes, en rumano) estuviera en el recinto más allá de unos pocos días, cuando era trasladado a Budapest como prisionero de los turcos. De hecho, es el fuerte de Poenari, a 126 kilómetros de allí siguiendo la carretera Transfăgărăşan, el verdadero hogar del Empalador, aunque hoy sólo es un montón de ruinas.

"Vlad Tepes es una figura histórica admirada, comparable al Cid Campeador o a Jaume I El Conqueridor."

El Castillo de Bran (al menos, por fuera, porque, por dentro, es de lo más acogedor y para nada aterrador) tiene el poder evocador que sólo otorga la Literatura y eso a pesar de los esfuerzos realizados para desligarse de Drácula. A sus pies hay un mercadillo donde se alterna la artesanía transilvana con alguna parafernalia vampírica de dudoso gusto y paupérrima calidad. Y pocas referencias más se pueden encontrar sobre el Conde más allá de las imaginadas. Y es que, a pesar de que el aspecto actual del castillo data de 1377, fue ampliamente reformado en 1920 como residencia de recreo para la reina María de Rumanía y en él se instaló electricidad, agua fría y caliente e incluso un ascensor. Hoy en día es propiedad del archiduque Domingo de Austria-Toscana, sobrino del último rey rumano que vive en Nueva York y que intentó venderlo, sin éxito, al magnate ruso Román Abramóvich, el dueño del equipo de fútbol del Chelsea. La operación no cuajó porque el aristócrata se negó a que la fortaleza se convirtiera en el eje de una especie de parque temático sobre el Conde. Y no fue la única ocasión que me encontré con esa contradicción en Rumanía. Arturo Blasco, mi amigo y guía en aquel viaje, me explicó muchas veces que, además de las distancias lógicas que hay entre el personaje literario y el histórico, para los rumanos, Vlad Tepes es una figura histórica admirada, comparable al Cid Campeador o a Jaume I El Conqueridor y no les hace demasiada gracia su asimilación a la tétrica fantasía de un escritor irlandés.

El único retrato de Vlad Tepes realizado en vida del príncipe valaco, en el retablo de la iglesia de Santa María, en Viena (1460).

El caso es que Bram Stoker tampoco identificó con exactitud a Vlad Tepes con el Drácula literario. Para empezar, el primero fue un príncipe y Stoker lo degradó a conde. Tal y como cuenta mi paisano Alejandro Lillo, autor de la recientísima Miedo y deseo. Historia cultural de Drácula 1897 (Siglo XXI Editores), el escritor leyó por primera vez el nombre de Drácula en un libro de la biblioteca pública de Whitby, en la costa oriental inglesa, donde veraneaba en 1890. Se trataba de Consideraciones sobre los principados de Valaquia y Moldavia, escrito por William Wilkinson y en él, aunque se mencionaba el apodo (que quiere decir hijo del dragón, en referencia al padre de Vlad III), no se hace mención alguna al príncipe valaco ni se le asocia con la ejecución por empalamiento ni a la crueldad con la que trataba a sus enemigos. Dice Lillo —con toda la razón— que la ferocidad de Tepes hubiera casado a las mil maravillas con la trama de la novela pero, curiosamente, ni siquiera hay en ella referencias a sus masacres. Y eso es debido a que Stoker no conoció nunca la historia de Vlad El Empalador y se limitó (como hacemos todos los escritores) a coger un par de ideas de un libro que consideró interesante y retorcerlas para alumbrar a su criatura literaria. Los errores históricos no le importaban en absoluto. Ni falta que le hizo.

"El Vlad más fiel es del principio de la película de Coppola, salvando la parte del batín rojo modelo madama-de-burdel o el de estampados dorados imposibles, por no hablar del peinado de drag-queen decrépita."

Y como muestra un botón: en la novela hay dos descripciones del aspecto físico del Conde. Y ninguna de ellas coincide con las fuentes históricas, tanto documentales como en retratos contemporáneos. En la obra, Johnatan Harker dice, ya en el castillo, que se le apareció “un anciano de elevada estatura, pulcramente afeitado a excepción de un gran bigote cano, y vestido completamente de negro, sin una sola nota de color […] Su rostro era marcadamente aguileño, de nariz delgada con el puente muy alto y las aletas arqueadas de una forma peculiar; la frente era alta y abombada y los cabellos, escasos en las sienes, eran abundantes en el resto de la cabeza […]. La boca, a juzgar por lo que se podía ver bajo el grueso bigote, era firme y más bien cruel, y sus dientes, particularmente blancos y afilados, sobresalían de los labios, cuya rubicundez denotaba una vitalidad asombrosa para un hombre de su edad”. La esposa de Harker, Mina, ve al Conde en las calles de Londres, rejuvenecido tras la ingesta de sangre, y dice que es “un hombre alto y delgado, de nariz ganchuda, mostacho negro y barba puntiaguda […]. Su rostro no era agradable; era duro, y cruel, y sensual, y sus grandes dientes blancos —que parecían más blancos aún debido a lo rojo de sus labios— eran puntiagudos como los de un animal”. El Drácula histórico, tal y como lo describió Niccolo Modrussa, el embajador del Papa Pío II en Budapest “no era muy alto, pero sí corpulento y musculoso. Su apariencia era fría e inspiraba cierto espanto. Tenía la nariz aguileña, fosas nasales dilatadas, un rostro rojizo y delgado. […] Llevaba bigote, y sus pómulos sobresalientes hacían que su rostro pareciera aún más enérgico. Una cerviz de toro le ceñía la cabeza, de la que colgaba sobre unas anchas espaldas una ensortijada melena negra”.

El Castillo de Poenari, el verdadero cuartel general de Vlad Tepes el Empalador, a 130 kilómetros de Bran.

Efectivamente, ninguna de las tres descripciones coincide con el Conde que todos tenemos en mente, vestido de frac, capa con forro rojo, lampiño y con un bote entero de brillantina en la cabeza. Ni Bela Lugosi en el Drácula clásico de 1931, ni Christopher Lee en el Horror de Drácula de 1958 se le parecen. Quizá se acerca un poco más el Drácula de Bram Stoker de Francis Ford Coppola, al menos el Vlad del principio de la película y salvando la parte del batín rojo modelo madama-de-burdel o el de estampados dorados imposibles, por no hablar del peinado de drag-queen decrépita. En todo caso, tal y como dice Stephen King en su más que recomendable ensayo Danza Macabra, el gran mérito de Bram Stoker fue hacer del Conde uno de los cuatro arcanos del Tarot de la Literatura de horror como epítome del mal externo. Los otros tres, según el escritor de Maine, son el mal interno —plasmado por Stevenson en El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde y, de ahí, al hombre-lobo—; la Cosa sin Nombre —el mal que viene de las acciones humanas descontroladas, o sea, Frankenstein— y el mal provocado por las malas decisiones que regresa para ajustar cuentas, o sea, el Fantasma tal y como lo concibió Henry James en Otra vuelta de tuerca.

"Aunque la novela recibió elogios de grandes escritores contemporáneos como Oscar Wilde o Arthur Conan Doyle, en general, la crítica la recibió con el desprecio habitual hacia otra penny dreadful."

En aquel volumen de pastas amarillas y letras rojas había algo importante para la cultura de los dos siglos siguientes y, como siempre ocurre con las cosas importantes, al principio no se le dio ninguna importancia. Hay cierto consenso al considerar que la primera edición de Drácula salió al mercado con 3.000 copias el 26 de mayo de 1897 (lo cual no era mucho para la época y el tipo de libro, dado que estas novelas populares tenían tiradas gigantescas). Cuatro años después saldría la edición de bolsillo, donde la narración se había reducido en 25.000 palabras y que incluía una portada ilustrada con el Conde bajando por los muros de su castillo y que tendría más éxito (aunque no mucho más, no se crean). Aunque la novela recibió elogios de grandes escritores contemporáneos como Oscar Wilde o Arthur Conan Doyle, en general, la crítica la recibió con el desprecio habitual hacia otra penny dreadful o novelucha barata de terror destinada al consumo rápido y al olvido aún más rápido. A pesar de ello, se tradujo al húngaro en 1898; al islandés en 1901 (de lo que hablaré más adelante); al ruso en 1902 y al alemán en 1908. La primera traducción al castellano no llegaría hasta 1935.

El Castillo de Bran, donde Stoker ubicó el hogar del Conde, es una fortaleza de 1377, reformada en 1920 y donde el escritor jamás puso los pies.

Como pasa casi siempre, Stoker no había inventado nada. Otros vampiros poblaban la Literatura desde hacía casi un siglo de la publicación de Drácula. De sus criptas habían salido ya otros chupasangres como Lord Ruthven (el protagonista de El vampiro, publicado en 1819 y obra de John William Polidori, el médico de Lord Byron); La familia del vurdalak, de León Tolstoi (1839); Varney, el vampiro de James Malcolm (1847); La dama pálida de Alejandro Dumas (1849) y, sobre todo, Carmilla del también irlandés Sheridan Le Fanu, publicada justo 25 años antes que Drácula. A pesar de tanto antecedente, toda la tradición vampírica (ajos, estacas, crucifijos, espejos…etc) parece condensada —o más bien, inventada— por el propio Stoker en su novela, la cual, por otra parte, era arriesgada en su estructura ya que, en vez de un relato lineal al uso (introducción, nudo y desenlace) está fragmentada en veinte cartas, ocho telegramas, cinco recortes de prensa, cuatro memorándums, un informe, dos notas, los diarios de Johnatan Harker, Mina Harker, el doctor John Seward, Lucy Westenra y el cuaderno de bitácora del capitán del buque Démeter, en el que el Conde llega a Inglaterra. De hecho, es el demoníaco protagonista el único que no tiene una voz propia en todo el relato. Sabemos de él por lo que nos cuentan los demás personajes. Y sin embargo, su presencia se extiende tan ominosamente como su sombra, y no sólo en la narración, sino más allá de las propias páginas del volumen hasta convertirse, quizá, en el primer mito del siglo XX reinventado no solo en sí mismo de millones de maneras, sino a través de otros personajes que encarnan el mal externo del que habla Stephen King, como el doctor Hannibal Lecter o Darth Vader, por poner sólo dos ejemplos.

"A la vez que se rodaba la versión protagonizada por Lugosi, por la noche, se rodaba otra en castellano de suerte que el segundo Drácula de la historia del cine fue un cordobés de 39 años, Carlos Villarías."

Bram Stoker trabajó durante un tiempo como gerente de un teatro y como secretario y representante de un importante actor de la época, Henry Irving (del que se dice que Stoker tomó el aire altivo y fascinante del Conde).  Por ese motivo, parece evidente que, desde el principio, Stoker tenía en mente que su obra se adaptara a las tablas porque sabía que era allí donde se podía hacer dinero (lo que pasa hoy en día con el cine y la televisión, vaya). De hecho, el propio Stoker organizó una lectura dramatizada de la novela ocho días antes de su publicación con la esperanza de que algún productor teatral le comprara los derechos para su representación. Nunca lo consiguió. El escritor murió en abril de 1912 y aunque Drácula se seguía editando, su camino parecía ir directo al olvido, como tantos otros libros.

Primera edición de Drácula de 1897, que tuvo una tirada de 3.000 copias. Un ejemplar fue comprado el pasado mes de enero por 46.000 dólares por uno de los fundadores de Microsoft.

Sin embargo, en 1924, el dramaturgo Hamilton Dean adaptó la novela a un espectáculo teatral que fue un éxito rotundo en Londres y que se repitió en Nueva York en 1927. Allí fue un actor rumano (como el Conde) entonces desconocido, Bela Lugosi, quien encarnaría al Conde en el teatro y también en el cine, a las órdenes del director Tod Browning en los estudios Universal. Por cierto que, a la vez, hubo también un Drácula español. A la vez que se rodaba la versión protagonizada por Lugosi, por la noche, se rodaba otra en castellano de suerte que el segundo Drácula de la historia del cine fue un cordobés de 39 años, Carlos Villarías, que dio vida al Conde en el mismo decorado, con el mismo guion y rodando por la noche a las órdenes de George Melford. Y es que, en 1931, la técnica del doblaje no estaba demasiado desarrollada, así que los grandes estudios como la Universal solían rodar versiones en otros idiomas con actores nativos utilizando los mismos recursos que para la película principal. Yo no lo ha he visto pero, los que sí lo han hecho (como Alejandro Lillo), dicen que el resultado fue mucho mejor que la versión americana.

La primera edición de bolsillo de la novela (1902), que muestra al Conde reptando por las paredes de su castillo.

"Los vampiros viven eternamente de la sangre de los vivos a no ser que se les recete jarabe de estaca, masaje de ajo o ducha de agua bendita."

Resulta irónico que, a pesar de que Stoker no llegó a ver a Drácula encarnado en un actor ni una sola vez, el Conde es uno de los personajes más representados de la Historia, sólo superado por Sherlock Holmes. Entre 1933 y 2003, la novela ha sido adaptada 25 veces a formatos tales como el ballet, la danza, el teatro e incluso el cabaret. Si hablamos de películas, otro de los estudiosos de Stoker, David J. Skal, asegura en su ensayo Hollywood gótico que desde 1921 a 2004 se han realizado 204 producciones con el Conde de por medio. Y a todo ello hay que sumar la inabarcable cantidad de novelas, cómics, series de televisión, películas, juegos de rol y videojuegos sobre vampiros en los que, en todos, se proyecta la alargada sombra de Drácula.

El actor cordobés que interpretó al vampiro en la versión en castellano que se rodaba por las noches en los mismos decorados y con el mismo guión que la versión en inglés.

Los vampiros viven eternamente de la sangre de los vivos a no ser que se les recete jarabe de estaca, masaje de ajo o ducha de agua bendita (lo de la luz del sol, al menos en la obra de Stoker, no viene como remedio para librarse de ellos, que conste). Y el Conde parece dispuesto a mantener su maligna presencia durante mucho tiempo más. En este sentido, el personaje no se agota jamás porque, a pesar de que su historia es sabida y resabida, hay algo en él que nos hace volver una y otra vez al embrujo de su mirada y al brillo de sus colmillos. Y no sólo hablo de nuevas versiones, sino de retorno a las fuentes como la reciente edición de Los poderes de la oscuridad, (Ediciones B) la cual, iba a ser la traducción de Drácula al islandés y que acabó siendo otra cosa. En 1900, Valdimar Ásmundson quiso traducir la novela de Stoker pero, en vez de eso (y con la ayuda y la bendición del irlandés) escribió otra versión más corta, oscura y erótica que se publicaría en 1901. La obra se perdió hasta que fue descubierta en 2014.

El actor rumano Bela Lugosi encarnó al Conde en la versión teatral americana en 1927 en Broadway y la cinematográfica en 1931 de la Universal.

Bram Stoker escribió 16 novelas, (Drácula fue la octava), cuatro libros de no ficción y 25 relatos. Nada del resto de su producción literaria ha resistido el paso del tiempo de la misma manera que lo ha hecho el Conde, que ha vencido a los años, e incluso a todas las versiones —y perversiones— que sobre él han hecho. Drácula ha ganado, incluso, a la verdad física y constatable con su poderosa presencia literaria. Así me gusta creerlo. Estuve un día entero en Bran. Nos marchamos cuando el sol ya se ponía tras los enormes árboles del valle y la tarde aterciopelada de julio en los Cárpatos se vestía de noche sin luna. Y a pesar de que Stoker no estuvo allí jamás; ni que nada siniestro se produjo entre sus muros, abandoné el Castillo de Bran con el agradable escalofrío de creer haber visto una sombra que reptaba por las murallas mientras imaginaba oír aullidos de lobos y una voz susurrante me instaba a disfrutar de la hermosa música que hacían los hijos de la tinieblas.

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