El sábado tengo una charla en la cárcel. Como siempre, me siento incómodo, diría que incluso me da algo de miedo. No, no porque los reclusos puedan agredirme o insultarme ni nada parecido. Es miedo a la sensación de estar haciendo el paripé, hablando allí de cosas que no les sirven ni interesan en su situación. Como un político pronunciando un discurso vacío ante los trabajadores a los que se va a despedir.
Enseño a E. mi anterior publicación en Esto no es un blog. Me pregunta si de verdad quiero contar cosas tan íntimas, y en seguida añade que a ella no le importa. Y me pregunto por qué lo hago. Por supuesto elimino los párrafos del diario que me parece que no deben ser publicados porque revelan aspectos de mi vida o de la de E., o de la de ambos juntos, que nadie tiene por qué conocer. Sin embargo, mantengo cuestiones que no son estrictamente literarias, a pesar de que en Zenda publico sobre todo lo que tiene que ver con la literatura. Pero a veces me parece difícil separar la vida de la ficción.
Aunque lo importante es otra cosa: para mí la escritura es el intento de ir más allá de lo que conseguimos expresar en nuestra vida cotidiana. Esto es, de conseguir un mayor grado de verdad, y eso exige que cuente a veces asuntos que me ponen algo incómodo porque muestran, a la tanda de desconocidos que me leen, alguna de mis debilidades. Pero creo que sólo desde ahí puedes comunicar con los demás, no ocultando bajo una capa impoluta tus grietas y desconchones. No soy un hombre humilde, no pretendo congraciarme con el lector ni ganarme su afecto revelándole mis imperfecciones. Lo que intento es comunicar con esa parte oculta del lector, con lo que nadie quiere que se sepa pero está ahí…, y eso me devuelve, claro, a lo que ya exponía en La ética de la crueldad: la literatura para asomarse a los rincones oscuros, la literatura como una forma de verdad más intensa que la que admitimos en el día a día.
Pero como Esto no es un blog trata de mis opiniones, apreciaciones, experiencias, tengo que intentar no traspasar la fina línea que hay entre la honestidad y el exhibicionismo.
Ya he dado la charla en la cárcel. Algo distinta de las demás. Estaba TVE, también el director de la prisión —pantalón blanco impoluto, americana azul marino—. Algunos reclusos habituales de las charlas no han querido ir por ese motivo, aunque la cámara nunca los sacaría de frente —quizá querían evitar al director, no la cámara—. Todo un poco más envarado de lo habitual, los reclusos más silenciosos. Luego se van los visitantes y la atmósfera se relaja. Comentamos, hacen preguntas, me cuentan. Un chico colombiano me dice que a él le gusta leer, para evadirse aunque sólo sean unos minutos. Y también le gusta escribir, para intentar entender “lo que este sitio hace contigo”.
Un recluso, al que calculo unos treinta años, había estado en otra charla mía hace cinco años en esa misma prisión. No puedo imaginar siquiera lo que significa pasar todo ese tiempo ahí, a esa edad, la cantidad de vida desperdiciada.
El grupo de voluntarios, como siempre: alegres, amables, eficientes. La mayoría muy jóvenes. ¿Qué les mueve a pasar sus sábados en las cárceles? A la próxima persona que oiga empezar una frase con “es que los jóvenes de hoy” le salto los dientes.
Estos días dominados por la independencia de Cataluña sacan lo peor de mucha gente que me rodea (¿de mí también?). Por debajo de su aparente normalidad había monstruos agazapados. Como diría Julio Villanueva Chang, de cerca nadie es normal. Y tampoco lo es en situaciones en las que se crean bandos. La creación de bandos significa también la creación del otro como ser despreciable. Viendo esto tampoco me extraña que en las guerras tu vecino viole a las mujeres del enemigo o pegue un tiro en la nuca quien considera traidor. Gusano, txakurra, cerdo. A quien hay que destruir se le animaliza o como mínimo se le degrada de palabra.
Leo El desertor, la novela póstuma de Siegfried Lenz. No se la quisieron publicar cuando la escribió. Eran los años cincuenta y nadie deseaba una novela sin buenos ni malos, una novela que intentase acercarse a la verdad. Una novela sin héroes, como pretendía Vonnegut, sólo es aceptable cuando la guerra está lejos. Los países traumatizados necesitan héroes para esconderse a su sombra.
En El hijo del héroe, Karla Suárez examina las heridas y el trauma no de la generación que hizo la guerra y la revolución, sino la de sus hijos. La violencia siempre tiene herederos. Unos asumen la herencia, otros la rechazan, los más no saben qué hacer con esa carga. El protagonista de esta interesante novela está agobiado por el peso de dicha herencia: la muerte del padre, el enfrentamiento dentro de la familia, el dolor de la madre, la consideración oficial que el recibe por ser hijo del héroe caído en Angola luchando por la revolución. Pero él está como congelado, no puede avanzar porque hay un pasado sin dirimir. Hombre lento, hombre detenido. Quizá un trasunto de la sociedad cubana hoy, detenida, sin la energía para dar un salto —con minúsculas— hacia delante. Los muertos aún los sujetan. Los muertos aún están ahí. Karla Suárez narra esa fijación por el pasado irresuelto y esa incapacidad para estar vivo de quien no sabe qué hacer con el presente. Aunque los héroes, como vemos también en la novela, no siempre actuaron acorde con su aureola. Porque el pasado es una invención. Y para resolver los traumas de los hijos es imprescindible entender los que arrastraban aquellos héroes aparentemente indestructibles, gloriosos.
Pasamos tres días en Argel. No es una experiencia muy enriquecedora. Por las noches hay un toque de queda, no oficial, pero sí efectivo para las mujeres. A partir de cierta hora no se ve a ninguna por la calle. Grupos de hombres, la mayoría jóvenes, son los dueños del territorio.
E. está cada vez más incómoda en esta sociedad ferozmente machista de mujeres con velo o incluso con burka, de cafés exclusivamente masculinos, donde muchos hombres con los que hablamos se dirigen sólo a mí. Estamos en la cola para tomar un café. El camarero se la salta a ella para preguntarme qué quiero. Dejo por supuesto que E. pida primero —pero ya es “dejar”—. Detrás de mí, dos mujeres. El camarero se las salta para preguntar al hombre siguiente.
Nos acercamos a la Casba. Enseguida recuerdo las imágenes de La batalla de Argel. Nuestra memoria emotiva está construida, en buena medida, sobre experiencias artísticas.
Atravesamos la ciudad con un conductor bereber. Un hombre de aspecto fundamentalista islámico —barba larga, chilaba— cruza la calle haciéndole frenar. El conductor toca el claxon con rabia. “Qué poco me gustan esos barbudos”, dice, “han importado aquí cosas que…”. Se calla.
Otro conductor, al pasar junto a la enorme mezquita que están construyendo en Argel —le calculo más de setecientos metros de largo—-: “Si en lugar de esto construyesen un hospital…” Se calla.
E. y yo entramos en un restaurante. E. prefiere sentarse mirando a la pared. En todas las demás mesas, sólo hombres.
Otro conductor: “En los años setenta y ochenta sí que había mujeres por las calles, sin velo, también solas, había discotecas y bares a donde iban.” Luego parece pensar que me está dando una visión muy negativa. “Pero yo creo que las cosas van a mejorar, estamos saliendo del túnel”. Un diplomático español nos dice justamente lo contrario, que el clan que rodea al presidente se ha hecho con el poder económico y político y que ha cedido a los fundamentalistas la educación y el control social. Esa es la paz entre ejército y religión. Una paz, pienso yo, que no puede ser duradera porque cuando los religiosos dominen la sociedad, ¿por qué no van a desear tener también el poder económico y político?
Primera ley de la termodinámica política: todo grupo tiende a maximizar su poder a costa de los demás grupos.
Lo que más me sorprende de esta visita es lo bien informados que están todos nuestros interlocutores sobre la situación en Cataluña. Varios subrayan lo cerca que se sienten los argelinos de España. En el lobby del hotel, un grupo de jóvenes discute sobre Cataluña. La mayoría es muy crítica con el gobierno de Rajoy.
Estamos en Argel porque E. participa en un congreso sobre memoria y literatura no ficcional. Allí alguien —un periodista, claro— repite la manida frase: los hechos son tozudos. Al contrario, pienso yo; las tozudas son las creencias. A pesar de los hechos, seguimos creyendo lo que deseamos creer, retorciendo la realidad para que se ajuste a nuestras ideas. Sólo así se entiende que grupos apocalípticos que predicen el fin del mundo se reúnan a esperarlo, comprueben que en la fecha señalada no se produce nada de particular, y vuelvan a predecir el fin del mundo con la misma convicción. Disonancia cognitiva, se llama eso. Sería interesante aplicar el concepto a la política española.
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